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Mariana Eguren - Leyendo al Estado desde el aula

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Mariana Eguren Leyendo al Estado desde el aula

Leyendo al Estado desde el aula: resumen, descripción y anotación

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A partir de observaciones de clases y de entrevistas a docentes realizadas durante más de una década en diversas regiones del país, este libro explora las características de la pedagogía de la respuesta única que impera en las aulas y su influencia en la construcción de ciudadanos. Maestros y maestras enfrentan un Estado contradictorio que, por un lado, propone un currículo nacional orientado a la formación de ciudadanos democráticos, deliberantes y críticos; pero, por otro, concentra sus recursos en un sistema de medición de aprendizajes que no deja mayor espacio para establecer relaciones críticas con el conocimiento. Frente a esta incompatibilidad, y debido a la precariedad de sus recursos, los maestros optan por privilegiar la apariencia de intercambio y de construcción conjunta de conocimientos. Así, se forman ciudadanos cuya relación con el Estado está signada por la sobrevaloración de formalidades y rituales y por la ausencia de diálogo.

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Leyendo a la sociedad desde el Estado

Desde sus inicios, se hizo indispensable para los Estados poner en práctica estrategias que le dieran legibilidad al complejo entramado de relaciones que se establecen con las diversas instancias de la sociedad, entramado en el cual las interacciones cotidianas constituyen un elemento crucial. En efecto, para hacer legible la sociedad, el Estado necesita poner en práctica estrategias de estandarización, homogeneización, cuantificación y control que le permitan manejar el mundo con el que se enfrenta. Esto significa que, para cumplir con los intereses propios de un Estado (tales como cobrar impuestos y formalizar las actividades económicas, por ejemplo), este necesita que la complejidad y diversidad propias de la sociedad le sean comprensibles, legibles.

Esta simplificación, como es de esperar, puede entrar en conflicto con los intereses locales, tales como reproducir los modos de vida de la comunidad y, precisamente, lidiar con las instituciones y normas del Estado. De acuerdo con Scott, la realidad es que los sistemas impuestos por el Estado normalmente conviven con otros más locales, con otro tipo de interacciones y necesidades, pues es muy difícil cambiar las prácticas locales. En ese sentido, los órdenes impuestos desde arriba con la intención de controlar los procesos y las prácticas particulares tienen siempre algo de ficción o de ilusión.

El sistema educativo constituye una de las formas en que el Estado hace legible la sociedad. Por un lado, en él se pueden ver claramente los métodos de simplificación, cuantificación y uniformización, sobre todo en países como el nuestro, con un sistema educativo centralizado, un currículo único y una estructura nacional de medición de logros de aprendizaje de los estudiantes. Por otro lado, se trata además de un espacio donde se produce una simplificación política en aras de construir una ciudadanía uniforme y homogénea.

De hecho, en la historia de los Estados modernos, la escuela cumple un papel protagónico, pues se trata de “un rasgo característico de las sociedades con Estado”. En el caso del Perú, la escuela posterior a la independencia pone el énfasis curricular, inicialmente, en dos universales: el castellano y la moral católica. Gradualmente, se incorporan contenidos relativos a lo nacional: la construcción de un pasado y de una geografía comunes y compartidos por todos los peruanos.

El lenguaje es un aspecto crucial para la construcción de la relación de los sujetos con el Estado. Scott afirma que la práctica de simplificación más poderosa que el surgimiento del Estado moderno impone a la sociedad es la exigencia de una lengua oficial, aunada a la creciente obligación de relacionarse con el Estado —en ámbitos como justicia, territorio, propiedad, educación o comercio— en dicha lengua. Así, el maestro, igual que otros funcionarios, se convierte en un guía local para la cultura estatal. Tomando como ejemplo el caso de Francia, nos muestra que

[p]ara finales del siglo XIX , relacionarse con el Estado era inevitable salvo para una pequeña minoría de la población. Solicitudes, casos judiciales, documentos escolares, pedidos y toda la correspondencia con funcionarios debía necesariamente estar en francés. Es difícil imaginar una fórmula más eficaz para devaluar de inmediato el conocimiento local y privilegiar a aquellos que habían logrado dominar el código lingüístico oficial. Fue un gigantesco cambio en el poder. Aquellos en la periferia que carecían de competencia en francés fueron enmudecidos y marginados. Y ahora necesitaban de una guía local para la nueva cultura estatal, que aparecía bajo la forma de abogados, notarios, maestros de escuela, empleados y soldados.

En el caso del Perú, es conocida también la voluntad de homogeneizar lingüísticamente el país, labor en la cual la escuela cumple tal vez la función más importante. Para la segunda mitad del siglo XIX , se consideraba en Lima que

[…] la persistencia de lenguas indígenas y la supuesta negativa de los indios a aprender el castellano eran dos de los obstáculos principales a la expansión de la educación primaria. El inspector [Toribio González] sugirió que el gobierno prohibiera el quechua, negara la ciudadanía a los analfabetos y hablantes de esta lengua nativa, y pusiera un plazo de dos años a los indios para aprender castellano.

Según Espinoza, luego de la guerra contra Chile, inclusive los pensadores más progresistas consideraban que la escuela debía impartir instrucción solo en castellano con la idea de desaparecer paulatinamente las lenguas originarias.

De 1840 en adelante, se hace explícito que la escuela debe servir para aprender ciertos patrones culturales de prestigio:

[el Manual de] Carreño consideraba que hablar y escribir el español con propiedad, así como ser capaz de mantener una conversación cortés eran la mejor prueba de la inteligencia, cultura y elegancia de una persona. Las élites y los sectores medios con aspiraciones adoptaron estas habilidades que los distinguían de los iletrados, los menos educados y aquellos cuya lengua materna era una lengua indígena.

Esto llevó, entre otras cosas, a que los cursos de gramática española y pronunciación fueran dos de los más dictados a partir de 1850.

Para inicios del siglo XX , la convicción de que la escolarización era el camino para lograr la integración de todos los ciudadanos del país y, consecuentemente, el progreso del Perú se hallaba totalmente extendida. Como parte del proyecto civilista,

[e]jércitos de maestros y funcionarios fueron echados al campo, acompañados de lotes de libros, lápices y mapas, mientras míseras pero diligentes comunidades campesinas levantaban aulas y patios para recibirlos. La tarea consistía, no solamente en enseñar a leer y escribir y difundir la aritmética elemental, sino ante todo en transmitir el “idioma nacional”, que era el castellano (todavía en 1940 un 35 por ciento de la población del país desconocía este idioma, porcentaje que en los inicios del siglo probablemente redondeaba el 50), divulgar un discurso de historia y geografía nacionales, inculcar hábitos alimenticios que mejorasen las condiciones físicas de la raza indígena, así como nociones de higiene y “urbanidad”.

Durante la segunda mitad del siglo XX , el proyecto educativo civilista fue reemplazado por el indigenista, el cual proponía la alfabetización en lenguas originarias (específicamente, en quechua), como paso previo a la adquisición del castellano escrito. A pesar de sus enormes diferencias, tanto el proyecto civilista como el indigenista apuntaban al logro de la “integración nacional”.

En la actualidad, el sistema educativo peruano ha logrado ya una notable expansión, y atiende casi a la totalidad de niños y niñas en edad escolar en el nivel primario. De hecho, es la instancia estatal de más alcance en el país, tanto por el número de personas que acoge como por su extensión en el territorio:

El sistema de salud, el segundo aparato institucional del país, llega a menos lugares que la educación secundaria, el nivel de educación regular básica menos expandido, y la función policial del Estado llega aún más limitadamente al territorio.

Esto significa que cada año, en el Perú, un aproximado de medio millón de maestros de la escuela pública recibe en las aulas a tres cuartas partes del total de niños, niñas y adolescentes matriculados en los niveles de educación inicial, primaria y secundaria, los cuales, en teoría, reciben una educación basada en el Currículo Nacional, el cual constituye el “fundamento de la práctica pedagógica en las diversas instituciones y programas educativos, sean públicos o privados; rurales o urbanos”.

Desde el Estado, el Currículo Nacional es presentado como un proyecto educativo para todo el país que expresa el reconocimiento de la persistencia de una sociedad “diversa y aún desigual”, razón por la cual se apuesta por “una educación que contribuya con la formación de todas las personas sin exclusión, así como de ciudadanos conscientes de sus derechos y sus deberes”. Se trata de un cambio notable que fue construyéndose a partir de las reformas que se iniciaron en la década de 1990, y que contrasta fuertemente con respecto a los años anteriores, centrados en la homogeneización a partir del idioma y el comportamiento. En esta misma línea, el perfil del egresado propone el ejercicio pleno de la ciudadanía como un aprendizaje fundamental que supone el desarrollo de capacidades analíticas, críticas y de deliberación; es decir, la construcción de conocimientos y destrezas a partir de oportunidades de aprendizaje desafiantes y complejas. Por ello, se entiende que al terminar su educación

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