Esperamos luz, y he ahí tinieblas.
Es mejor encender una vela que maldecir la oscuridad.
PREFACIO
MIS PROFESORES
Era un día de tormenta en el otoño de 1939. Afuera, en las calles alrededor del edificio de apartamentos, las hojas caían y formaban pequeños remolinos, cada una con vida propia. Era agradable estar dentro, a salvo y caliente, mientras mi madre preparaba la cena en la habitación contigua. En nuestro apartamento no había niños mayores que se metieran con uno sin razón. Precisamente, la semana anterior me había visto envuelto en una pelea… no recuerdo, después de tantos años, con quién; quizá fuera con Snoony Agata, del tercer piso… y, tras un violento golpe, mi puño atravesó el cristal del escaparate de la farmacia de Schechter.
El señor Schechter se mostró solícito: «No pasa nada, tengo seguro», dijo mientras me untaba la muñeca con un antiséptico increíblemente doloroso. Mi madre me llevó al médico, que tenía la consulta en la planta baja de nuestro bloque. Con unas pinzas extrajo un fragmento de vidrio y, provisto de aguja e hilo, me aplicó dos puntos.
«¡Dos puntos!», había repetido mi padre por la noche. Sabía de puntos porque era cortador en la industria de la confección; su trabajo consistía en cortar patrones —espaldas, por ejemplo, o mangas para abrigos y trajes de señora— de un montón de tela enorme con una temible sierra eléctrica. A continuación, unas interminables hileras de mujeres sentadas ante máquinas de coser ensamblaban los patrones. Le complacía que me hubiera enfadado tanto como para vencer mi natural timidez.
A veces es bueno devolver el golpe. Yo no había pensado ejercer ninguna violencia. Simplemente ocurrió así. Snoony me empujó y, a continuación, mi puño atravesó el escaparate del señor Schechter. Yo me había lesionado la muñeca, había generado un gasto médico inesperado, había roto un cristal, y nadie se había enfadado conmigo. En cuanto a Snoony, estaba más simpático que nunca.
Intenté dilucidar cuál era la lección de todo aquello. Pero era mucho más agradable intentar descubrirlo en el calor del apartamento, mirando a través de la ventana de la sala la bahía de Nueva York, que arriesgarme a un nuevo contratiempo en las calles.
Mi madre se había cambiado de ropa y maquillado como solía hacer siempre antes de que llegara mi padre. Casi se había puesto el sol y nos quedamos los dos mirando más allá de las aguas embravecidas.
—Allí fuera hay gente que lucha, y se matan unos a otros —dijo haciendo una señal vaga hacia el Atlántico. Yo miré con atención.
—Lo sé —contesté—. Los veo.
—No, no los puedes ver —repuso ella, casi con severidad, antes de volver a la cocina—. Están demasiado lejos.
¿Cómo podía saber ella si yo los veía o no?, me pregunté. Forzando la vista, me había parecido discernir una fina franja de tierra en el horizonte sobre la que unas pequeñas figuras se empujaban, pegaban y peleaban con espadas como en mis cómics. Pero quizá tuviera razón. Quizá se trataba sólo de mi imaginación; como los monstruos de medianoche que, en ocasiones, todavía me despertaban de un sueño profundo, con el pijama empapado de sudor y el corazón palpitante.
¿Cómo se puede saber cuando alguien sólo imagina? Me quedé contemplando las aguas grises hasta que se hizo de noche y me mandaron a lavarme las manos para cenar. Para mi delicia, mi padre me tomó en brazos. Podía notar el frío del mundo exterior contra su barba de un día.
Un domingo de aquel mismo año, mi padre me había explicado con paciencia el papel del cero como punto de origen en aritmética, los nombres de sonido malicioso de los números grandes y que no existe el número más grande («Siempre puedes añadir uno más», decía). De pronto me entró una compulsión infantil de escribir en secuencia todos los números enteros del uno al mil. No teníamos ninguna libreta de papel, pero mi padre me ofreció el montón de cartones grises que guardaba cuando le traían las camisas de la lavandería. Empecé el proyecto con entusiasmo, pero me sorprendió lo lento que era. Cuando me encontraba todavía en los cientos más bajos, mi madre anunció que era la hora del baño. Me quedé desconsolado. Tenía que llegar a mil. Intervino mi padre, que toda la vida actuó de mediador: si me sometía al baño sin rechistar, él continuaría la secuencia por mí. Yo no cabía en mí de contento. Cuando salí del baño ya estaba cerca del novecientos, y así pude llegar a mil sólo un poco después de la hora habitual de acostarme. La magnitud de los números grandes nunca ha dejado de impresionarme.
También en 1939, mis padres me llevaron a la Feria Mundial de Nueva York. Allí se me ofreció una visión de un futuro perfecto que la ciencia y la alta tecnología habían hecho posible. Habían enterrado una cápsula llena de artefactos de nuestra época, para beneficio de la gente de un futuro lejano… que, asombrosamente, quizá no supiera mucho de la gente de 1939. El «mundo del mañana» sería impecable, limpio, racionalizado y, por lo que yo podía ver, sin rastro de gente pobre.
«Vea el sonido», ordenaba de modo desconcertante un cartel. Y, desde luego, cuando el pequeño martillo golpeaba el diapasón aparecía una bella onda sinusoide en la pantalla del osciloscopio. «Escuche la luz», exhortaba otro cartel. Y, cuando el flash iluminó la fotocélula, pude escuchar algo parecido a las interferencias de nuestra radio Motorola cuando el dial no daba con la emisora. Sencillamente, el mundo encerraba una serie de maravillas que nunca me había imaginado. ¿Cómo podía convertirse un tono en una imagen y la luz en ruido?
Mis padres no eran científicos. No sabían casi nada de ciencia. Pero, al introducirme simultáneamente en el escepticismo y lo asombroso, me enseñaron los dos modos de pensamiento difícilmente compaginables que son la base del método científico. Su situación económica no superaba en mucho el nivel de pobreza. Pero cuando anuncié que quería ser astrónomo recibí un apoyo incondicional, a pesar de que ellos (como yo) sólo tenían una idea rudimentaria de lo que hace un astrónomo. Nunca me sugirieron que a lo mejor sería más oportuno que me hiciera médico o abogado.
Me encantaría poder decir que en la escuela elemental, superior o universitaria tuve profesores de ciencias que me inspiraron. Pero, por mucho que buceo en mi memoria, no encuentro ninguno. Se trataba de una pura memorización de la tabla periódica de los elementos, palancas y planos inclinados, la fotosíntesis de las plantas verdes y la diferencia entre la antracita y el carbón bituminoso. Pero no había ninguna elevada sensación de maravilla, ninguna indicación de una perspectiva evolutiva, nada sobre ideas erróneas que todo el mundo había creído ciertas en otra época. Se suponía que en los cursos de laboratorio del instituto debíamos encontrar una respuesta. Si no era así, nos suspendían. No se nos animaba a profundizar en nuestros propios intereses, ideas o errores conceptuales. Al final del libro de texto había material que parecía interesante, pero el año escolar siempre terminaba antes de llegar a dicho final. Era posible ver maravillosos libros de astronomía, por ejemplo, en las bibliotecas, pero no en la clase. Se nos enseñaba la división larga como si se tratara de una serie de recetas de un libro de cocina, sin ninguna explicación de cómo esta secuencia particular de divisiones cortas, multiplicaciones y restas daba la respuesta correcta. En el instituto se nos enseñaba con reverencia la extracción de raíces cuadradas, como si se tratara de un método entregado tiempo atrás en el monte Sinaí. Nuestro trabajo consistía meramente en recordar lo que se nos había ordenado: consigue la respuesta correcta, no importa que entiendas lo que haces. En segundo curso tuve un profesor de álgebra muy capacitado que me permitió aprender muchas matemáticas, pero era un matón que disfrutaba haciendo llorar a las chicas. En todos aquellos años de escuela mantuve mi interés por la ciencia leyendo libros y revistas sobre realidad y ficción científica.