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E L GUERRILLERO MÁS famoso del mundo iba a invadir sus salas y los estadounidenses estaban entusiasmados. El domingo 11 de enero de 1959, a las ocho de la noche, unos cincuenta millones de espectadores sintonizaron El show de Ed Sullivan, el innovador programa de variedades que unos años atrás les había traído a Elvis Presley y que más adelante les presentaría a los Beatles. Aquella noche de invierno, el amistoso Sullivan entrevistaba al famoso latino que había suscitado tanta curiosidad por todo el país: Fidel Castro, un encantador abogado de treinta y dos años convertido en revolucionario, conocido por su barba desaliñada, había derrocado, contra todo pronóstico, a un cruel gobierno militar en la isla de Cuba.
Para ser el programa de entretenimiento más popular de Estados Unidos, se trataba de una extraña incursión en la política. Al principio del programa, Sullivan acababa de presentar una serie de propuestas artísticas más acordes con los tiempos de Eisenhower. Cuatro acróbatas habían ejecutado un número de saltos y cabriolas por todo el escenario (dos de ellos disfrazados de monos). Los Little Gaelic Singers habían entonado reconfortantes armonías irlandesas. Después, un humorista había desgranado una serie de chistes malos sobre las fiestas en casa en los barrios residenciales. Finalmente, Sullivan pasó al plato principal: su amistosa entrevista con Fidel en el pueblo cubano de Matanzas, a unos cien kilómetros al este de La Habana.
El episodio se había filmado tres días antes a las dos de la tarde, usando una sala del ayuntamiento de aquella localidad como improvisado foro de televisión, horas antes de que Castro entrara en la capital cubana con sus hombres montados en tanques requisados al régimen militar. Aquellas eufóricas escenas, que evocaban la liberación de París, representaban el clímax de la revolución más desigual de la historia: un pequeño número de guerrilleros autodidactas y desaliñados (muchos de ellos jóvenes recién salidos de la universidad, licenciados en Literatura, estudiantes de Arte, ingenieros y varias mujeres) habían derrotado a cuarenta mil soldados profesionales y obligado al siniestro dictador, el presidente Fulgencio Batista, a huir de la isla en un vuelo nocturno.
Teniendo en cuenta la hostilidad que se suscitó entre Estados Unidos y Cuba un año escaso después, la íntima atmósfera de la entrevista parece hoy un episodio de La dimensión desconocida. Los dos personajes en pantalla no podían ser más discordantes. Intentando parecer informal mientras se reclina sobre una mesa, Sullivan, el recio empresario yanqui de cincuenta y siete años, parece recién salido de un anuncio de ropa elegante para caballero con su traje a medida y su corbata, el pelo meticulosamente teñido, peinado y reluciente por la brillantina. (A menudo se lo parodiaba como un «gorila bien vestido»). La imagen de Fidel, que era ya un icono para los jóvenes estadounidenses rebeldes, suponía todo un contraste, ataviado con su uniforme verde oliva, su gorra y su inconfundible vello facial. Alrededor de ambos se ve a una docena de jóvenes rebeldes, igualmente hirsutos, conocidos en Cuba simplemente como los barbudos, todos ellos con armas («un bosque de metralletas», como afirmaría más adelante Sullivan). Celia Sánchez, la amante y confidente de Fidel, que a menudo lo acompañaba en las entrevistas, está de pie, fuera de cámara, con su uniforme pulcramente cosido y un cigarrillo entre sus dedos de uñas cuidadas y perfectas. Sánchez, la coordinadora más eficiente de la revolución, ha organizado cuidadosamente la entrevista y ahora se ocupa de que los guerrilleros, impulsivos como adolescentes, no hablen o pasen por delante de las cámaras.
Con sus primeras palabras, Sullivan asegura a los espectadores de la CBS que están a punto de conocer «a un maravilloso grupo de jóvenes revolucionarios», presentándolos como si fueran lo último del pop. A pesar de su apariencia desaseada, los seguidores de Fidel son muy distintos a los perversos comunistas descritos por la maquinaria propagandística del dictador, y añade que, de hecho, todos llevan medallas católicas y algunos muestran incluso ejemplares de la biblia. Pero Sullivan está especialmente interesado en Fidel. La absoluta improbabilidad de su victoria sobre el prepotente Batista lo había bañado en un aura romántica. Las revistas estadounidenses presentaban abiertamente a Fidel como un nuevo Robin Hood y a Celia como su Marion, robando a los ricos para repartir entre los pobres.
Las primeras preguntas de Sullivan no son las más difíciles:
—Hablemos de su época en la preparatoria —suelta, riéndose con su voz nasal característica—: tengo entendido que era usted un estudiante excelente y un gran atleta. ¿Era pícher de beisbol?
—Sí —replica Fidel en el titubeante inglés que aprendió con sus profesores jesuitas y en varias visitas a la ciudad de Nueva York—. Beisbol, básquetbol, sóftbol... todos los deportes.
—Sin duda todo este ejercicio que practicaba en la escuela lo preparó para este momento.
—Sí. Me dio una buena preparación para sobrevivir en las montañas.
Sullivan, experimentado cazador de famosos, parece deslumbrado por su invitado y se le ve mucho más animado que cuando normalmente presenta el programa en el estudio. Entretanto, el Comandante en Jefe Castro se muestra serio, afable y deseoso de agradar, frunciendo el ceño en su constante esfuerzo por encontrar las palabras adecuadas dentro de su limitado vocabulario en inglés. Es difícil no compadecerse del dirigente rebelde al ver su esfuerzo por expresarse en una lengua que no domina.
Sullivan dirige parte de la conversación hacia el pasado.
—Quiero preguntarle un par de cosas, Fidel —dice el entrevistador, poniéndose serio por un momento—. En los países latinoamericanos los dictadores han robado millones y millones de dólares y han torturado y asesinado a sus opositores. ¿Cómo se propone usted acabar con esto en Cuba?
Fidel se ríe.
—Muy fácil. No permitiendo que ninguna dictadura gobierne de nuevo nuestro país. Puede usted estar seguro de que Batista... será el último dictador de Cuba.
En 1959, Sullivan no veía ninguna razón para discutirle esta afirmación.
El idilio llega a su clímax hacia el final de la entrevista.
—El pueblo de Estados Unidos siente una gran admiración por usted y por sus hombres —declara Sullivan—. Su lucha se enmarca en la verdadera tradición de Estados Unidos: la de un George Washington, o la de cualquier movimiento que comenzó con un pequeño grupo que se enfrentó a una gran nación y venció.
Fidel se toma el elogio con calma; la prensa estadounidense lleva idolatrándolo casi dos años como un ciudadano-soldado al más puro estilo de 1776.
—¿Qué siente usted hacia Estados Unidos? —pregunta Sullivan.
—Mis sentimientos por el pueblo de Estados Unidos son de simpatía —dice Fidel en el mismo tono calmado— porque son un pueblo mucho trabajador...
(—Son un pueblo muy trabajador —interpreta Ed).
—...Han fundado esta gran nación, con gran esfuerzo y trabajo...
(—Es cierto —Ed asiente).
—Estados Unidos no es [una] raza de personas, [sus ciudadanos] proceden de todas partes del mundo... Esta es la razón por [la] que Estados Unidos pertenece al mundo, a aquellos que eran perseguidos, a quienes no podían vivir en su país de origen...
—¡Queremos agradarles! —afirma Sullivan, pletórico—. Y a nosotros nos agrada usted. ¡Usted y Cuba!
El programa regresa luego al estudio de la CBS en Nueva York, donde Sullivan, árbitro de los gustos de la clase media estadounidense, se prodiga con Fidel en el mismo tono elogioso y benévolo que usó con Elvis.