AA. VV. - Nueva historia mínima de México
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PABLO ESCALANTE GONZALBO
MÉXICO ES MUCHOS MÉXICOS. Lo es, no sólo por las dramáticas diferencias sociales que lo caracterizan, sino porque los antecedentes étnicos, las tradiciones culturales y los contextos ecológicos varían enormemente de una región a otra de nuestro país. La división más antigua, y una de las más determinantes para la historia, es la que existió entre una civilización agrícola que se extendió en la mitad meridional del territorio y los pueblos de agricultura inestable y cazadores-recolectores que vivieron en el norte árido. Nuestra predilección por la gran Tenochtitlan como sitio de referencia de la nacionalidad, nuestra familiaridad con Moctezuma Ilhuicamina y con Nezahualcóyotl, no debe hacernos olvidar que otros antepasados nuestros vivían en rancherías de las montañas de Chihuahua, cerca de lobos y osos, y otros más caminaban desnudos por las ásperas tierras de Baja California, mirando casi siempre la línea del mar.
El peso demográfico y político de pueblos meridionales como los nahuas, los zapotecos o los mayas, contribuyó a su supervivencia y a su integración en el nuevo orden surgido a raíz de la conquista española. Estos pueblos lograron, de diversas formas, insertar sus costumbres, sus imágenes, su memoria, en el tejido de la historia nacional. Las ideas y las historias de los cazadores de Coahuila, en cambio, o de los pueblos de Jalisco y Zacatecas que se rehusaron a aceptar el dominio español, fueron borradas con el exterminio de esos pueblos. Otros, como los tarahumaras y los seris, han sobrevivido en el borde de las barrancas, en el filo de las playas desérticas, y en el límite de la historia.
La brevedad de este texto nos obliga a recuperar el hilo de las historias centrales, hegemónicas, metropolitanas: la de los olmecas de San Lorenzo, la de Teotihuacán, la de Tula…, historias que se encuentran en el ámbito de la civilización mesoamericana, y sobre las cuales tenemos una gran cantidad de información. El carácter fragmentario y disperso de los datos disponibles sobre los pueblos del norte dificulta su inclusión en una síntesis.
Si trazamos en el mapa una línea de oeste a este que una algunos sitios arqueológicos como Huatabampo en Sonora, El Zape en Durango, Chalchihuites en Zacatecas, Villa de Reyes en San Luis Potosí y San Antonio Nogalar en Tamaulipas, obtenemos una curva, alta en sus extremos y descendente en la región de los bolsones: representa la frontera septentrional de Mesoamérica en el momento de su mayor expansión, hacia el año 900 d. C. La formación de esa frontera, así como la construcción de la civilización mesoamericana misma, fue el resultado de un largo proceso histórico que empieza con la domesticación del maíz y otras plantas, e incluye el desarrollo de técnicas agrícolas intensivas, la división de la sociedad en clases, el despliegue de redes de intercambio de cientos de kilómetros y la invención de complejos dispositivos ceremoniales, como el templo colocado sobre una pirámide y la cancha del juego de pelota.
El poblamiento de América se inició alrededor del año 40 000 a. C. Hacía medio millón de años que el Homo erectus había aprendido a hacer fuego, pero el Homo sapiens sapiens empezaba apenas a existir y aún no se había extinguido por completo la subespecie neanderthalensis. Por lo tanto, es importante observar que el hombre, tal como lo conocemos hoy, inició su historia prácticamente al mismo tiempo en América y en el resto del mundo.
El paso a América fue posible gracias al descenso del nivel de los mares característico de la era geológica conocida como Pleistoceno o era glaciar. Durante la última glaciación de dicha era, la Wisconsiniana (c. 100 000 a 8 000 a. C.), hubo etapas de miles de años de duración en las cuales el noreste de Asia y el noroeste de América constituían un territorio continuo: por allí pasó el todavía joven Homo sapiens sapiens en oleadas sucesivas.
Los indicios más antiguos de presencia humana en el actual territorio mexicano datan del año 35 000 a. C. Entre esta fecha y el año 5 000 a. C., cuando se inicia el proceso de domesticación del maíz y el frijol, solamente encontramos bandas de cazadores-recolectores y pescadores. Estas bandas eran agrupaciones bastante versátiles, susceptibles de descomponerse en sus partes. Durante los meses de escasez, cada familia se situaba en un lugar distinto, construía su enramada o se establecía en una cueva, y desde allí aprovechaba los recursos disponibles en las cercanías. Al llegar la estación de abundancia, generalmente el verano, las familias se congregaban en parajes donde se formaba la banda propiamente dicha para cazar y recolectar. Finalmente, varias bandas podían reunirse y formar macrobandas para intercambiar mujeres, organizar grandes batidas de caza o defender el territorio. Una banda estaba formada por algunas decenas de personas, y una macrobanda podía agrupar a varios cientos.
A esta etapa de la historia mexicana, anterior a la agricultura, se le denomina Etapa Lítica y la mayor parte de ella transcurre dentro de la fría era glaciar, cuando todavía existían en América caballos, antílopes, mamutes, y otras especies que se extinguirían con los cambios climáticos que trajo el Holoceno.
Una de las primeras historias de carne y hueso que podemos recuperar del pasado mexicano ocurrió hacia el año 7 000 a. C., poco antes de la extinción de la megafauna americana. Las bandas de cazadores-recolectores que vivían en el valle de México tenían la costumbre de conducir a los mamutes hacia la orilla pantanosa del lago de Tetzcoco (Texcoco). Cuando estos gigantescos animales se atascaban en el lodo, los cazadores los asediaban y les causaban heridas con sus lanzas hasta hacerlos caer, muertos o exhaustos. Cierto día de hace nueve mil años, una mujer, de veinticinco años de edad y metro y medio de estatura, participó en una jornada de caza y tuvo la mala fortuna de golpearse y caer; murió y quedó sepultada en el lodo, con el rostro mirando hacia abajo. En los libros se conoce a esta mujer como «el hombre de Tepexpan».
La época alrededor del año 7 000 a. C. reviste una importancia especial. Los fuertes cambios climáticos que sufrió la Tierra y que propiciaron la desaparición de varias especies, también estimularon la diversificación de las actividades económicas. La tecnología de las puntas de proyectil se especializó para adecuarse a la caza de animales medianos y pequeños como el puma, el pecarí, el venado, el conejo y el mapache. Además hay evidencia arqueológica suficiente para afirmar que entre el año 7 000 y el 5 000 a. C., las bandas intensificaron las actividades relacionadas con la recolección: seguramente arrancaban malezas para despejar el terreno alrededor de las mejores plantas, desprendían los frutos y las semillas en forma sistemática, probablemente regaban algunas matas. El resultado de esta intervención en los ciclos naturales fue la domesticación del chile, el aguacate y la calabaza (la especie Cucurbita mixta): en lo sucesivo, ninguna de estas plantas podría reproducirse sola. También aparecieron entonces las muelas para triturar granos, semejantes a metates sin patas.
Pero no es lo mismo haber domesticado algunas plantas que ser un pueblo agrícola. Entre un hecho y otro hay siglos de experimentación y adaptación, lo que llamamos horizonte Protoneolítico (5 000 a 2 500 a. C.). En ese lapso apareció el maíz domesticado como consecuencia de la manipulación, durante cientos de años, de las espigas de la especie silvestre Zea mexicana (el teosinte), que fue mutando para producir pequeñas mazorcas y finalmente las mazorcas de alrededor de veinte centímetros características de la especie plenamente domesticada, Zea mays, iguales a las de la actualidad. También fueron domesticados en esta etapa el guaje, el frijol común, el zapote blanco y el zapote negro.
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