© de esta edición, Editorial Periférica, 2021. Cáceres
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Para Juancho. Y para Carlos Blanco Aguinaga,
Rafael Conte e Ignacio Echevarría.
Ahora pongan atención. Las palabras son de todo el mundo. Ustedes tienen, pues, la obligación de hacer de las palabras lo que nadie ha hecho.
PRÓLOGO
Cabe pensar que la escritura nació ligada al poder aunque nos guste pensar que fue creada para dar honra, voz y cobijo a la memoria. Debió de parecer un acto de magia o diabólico, sagrado en cualquier caso: sobre un pergamino pintarrajeado o una tablilla con incisiones viajaban, por encima del espacio y del tiempo, palabras, historias, mandatos. El poder de la memoria y la memoria del poder. Lo memorable. Cabe entender la lectura como una conquista irreversible, incruenta, a la que no acompañan ni explotación ni esclavitud alguna. Como territorio libre, frontera de un horizonte que no acaba, hogar nómada, patria sin patriotismos, grata intemperie, espejo mágico donde la madrastra reconoce sin odio el añorado rostro de Blancanieves. Cabe imaginar la crítica como ágora de las lecturas compartidas, asamblea donde se sopesan las palabras, los silencios y las historias colectivas. Nota y sonido referencial que ayude a afinar el instrumental semántico en medio del bullicio comercial de cada día. Recuento y vuelta a empezar. Tañido de campana que ordene el espacio y las cosechas, el calendario y los encuentros, el ocio y el afán. Y cabe reflexionar por qué cabe lo que cabe y por qué no cabe lo que no cabe.
Los escritos que aquí se reúnen son el resultado, merezca éste el juicio que merezca, de años de trato con la actividad literaria, entendida en el más amplio sentido posible, y de la reflexión sobre algunas de sus claves: la escritura, la lectura y la crítica. Con muy especial acento, presencia y atención a la ficción narrativa, alrededor de la cual gira de modo dominante la constelación de materiales que en el libro se agrupan. Entiendo, sin embargo, que parte de ellos podrían ser trasladables, con la necesaria adecuación, a aquellos otros ámbitos literarios que, como la poesía, el teatro o el ensayo, no se abordan directamente en estas páginas. También quedan fuera de este libro, al menos de manera explícita, aspectos como la publicación, la edición, la distribución, la difusión o la recepción social y cultural que intervienen en la construcción semántica del «acto literario» con relevancia pareja al menos a la de la tríada escritura, lectura, crítica, que la tradición humanista ha venido privilegiando como centro de su interés y de sus intereses.
Quiero pensar que los acercamientos a lo literario que aquí se proponen se levantan sobre unas coordenadas básicas con capacidad suficiente para trazar algún perfil útil y representativo de ese acto literario sobre el que se ha venido construyendo el espacio de interrelación social que llamamos literatura. Sus ejes tienen su punto de encuentro y origen en el concepto de responsabilidad. Responsabilidad del que habla y responsabilidad del que escucha, responsabilidad del que escribe y responsabilidad del que lee. La literatura como pacto de responsabilidad es la noción de lo literario que atraviesa estas reflexiones y bien puede decirse que su argumentación es el argumento de este libro. Entendido el acto literario como singular uso del patrimonio público que el lenguaje representa y mediante el cual nos constituimos como seres sociales que somos, la responsabilidad aparece como elemento necesario, inevitable y deseable. Estas reflexiones y comentarios surgen a partir del análisis de los cambios que el contexto sociocultural concreto introduce en las condiciones de ese pacto.
Lo que atañe a la lectura tiene su raíz en el convencimiento de que es la realidad que nos acompaña quien lee con nosotros, al tiempo que, dialécticamente, esa realidad brota de la lectura que efectuamos de lo existente, material o inmaterial, tangible e intangible. Y que, en efecto, toda lectura es personal, si bien, y precisamente por serlo, es lectura compartida, común, colectiva. La lectura como espacio común, aunque pasado por el tamiz de las huellas dactilares que conforman nuestra personalidad lectora. He tratado de dar cuenta de cómo las relaciones sociales, igual que están presentes en toda comunicación, intervienen en el proceso personal y colectivo que es el acto de leer.
He pretendido abordar la crítica como una actitud y como una posición. La actitud de quien se pregunta por las razones y causas de sus gustos, de sus prejuicios y de su ideología. La posición de combate de quien no está conforme con la narración dominante en la vida social ni con las narraciones dominantes en los medios culturales, ni, menos aún, con la presunción de que lo literario sea un aval estético que funcione como distinguida patente de corso. Un aval que no admite más interlocución que la proveniente de aquellas instancias que se definen tautológicamente por ser dueñas de ese concepto, la literatura, donde se presume su legitimación. Me he acercado a la figura del crítico como generador de discursos públicos y como interlocutor que, de igual a igual, interroga en voz alta los textos que una sociedad se oferta a sí misma a través de unos mecanismos concretos de producción, circulación y consumo que son elaboración y expresión del sistema social sobre el que la sociedad se asienta y en la que la crítica interviene. El crítico como el que lee su lectura y sabe que las circunstancias de toda clase en las que esa lectura tiene lugar son parte de ella.
Soy consciente de que determinados puntos de partida presentes en los textos: la literatura como palabra publicada, el bien común como piedra angular de cualquier pretensión de hacer comunidad, la edición como sistema de legitimación, la usurpación de lo memorable por las élites o la crítica como actividad dependiente de los medios de comunicación de propiedad privada, están siendo hoy cuestionados por la aparición, en la esfera cultural y social, de ese nuevo medio de expresión y relación social que Internet y lo digital representan. Y es válido presuponer que algunos de aquellos presupuestos pueden estar viéndose alterados. El llamado ciberespacio se presenta con vocación de espacio público o nuevo ágora, sin que a mi entender pueda todavía afirmarse si esto llegará a ser un hecho, si logrará de forma efectiva mover las fronteras entre lo público y lo personal o si, en definitiva, nos encontramos ante una mera extensión cuantitativa de la esfera de lo privado que, dadas las relaciones de producción actuantes, el capital acabará controlando y jerarquizando. Entiendo que sería apresurado convenir en que una novedosa tecnología, por sí misma, sin cambios cualitativos en las relaciones sociales, pueda hacer saltar la condición de mercancía que el vigente sistema económico aplica a toda comunicación pública, convirtiendo su posible valor de uso en inevitable valor de cambio. Me resulta difícil compartir al respecto el optimismo de los que creen ver en las nuevas tecnologías una oportunidad para que la economía del don logre ser admitida en el banquete de la economía mercantil.