| Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. |
Edición original: A Natural History of the Piano. The Instrument, the Music, the Musicians, from Mozart to Modern Jazz, and Everything in Between. Alfred A. Knopf, 2011.
Primera edición: febrero de 2013
© Stuart Isacoff, 2011
Esta traducción se publica por acuerdo con Alfred A. Knopf, un sello de The Knopf Doubleday Group, división de Random House, Inc.
De la traducción: © Mariano Peyrou, 2013
De esta edición:
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A mi hermano, el doctor Mark Isacoff;
y en memoria de mi profesor, sir Roland Hanna
Saltando de una cosa a otra, o relacionándolas, las
iba ordenando, en primer lugar porque tenía incontables
cosas en la cabeza, y una llevaba a otra, pero
sobre todo porque le resultaba apasionante comparar
y establecer relaciones, descubrir influencias, sacar
a la luz las intrincadas conexiones de la cultura.
THOMAS MANN, Doctor Faustus
ÍNDICE
Oscar Peterson (fotografía de Veryl Oakland).
I
UN ENCUENTRO DE TRADICIONES
Cuando el cuerpo empezó a fallarle, el piano fue una cuerda de salvación para Oscar Peterson (1925-2007). El instrumento había sido un fiel compañero durante mucho tiempo: había dado forma a sus sueños de juventud, le había brindado un lugar en los libros de historia y le había permitido abrirse camino en un mundo marcado por los conflictos raciales. Ahora, a los ochenta y un años, parecía agotado. Peterson llegó al escenario de Birdland, en Nueva York, en una silla de ruedas, después de que varios derrames lo hubieran debilitado, afectándole a las piernas y a la mano izquierda, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para sentarse en la banqueta, frente al piano.
Y sin embargo, en cuanto tuvo el teclado a su alcance, incluso antes de que se hubiera terminado de sentar, extendió la mano derecha y tocó unas cuantas notas. Al oír la señal, el bajista, el batería y el guitarrista se pusieron a tocar el primer tema. Y de repente apareció aquel sonido. Todavía conservaba una personalidad musical impresionante, enraizada en la tradición pero reconocible, inconfundiblemente propia.
Durante décadas, el virtuosismo de Peterson y su intuición musical habían provocado en otros pianistas el mismo temeroso asombro que él sentía hacia su ídolo, el difunto Art Tatum. En una ocasión, comparó al viejo maestro del piano con un león: un animal que te da un miedo terrible aunque no puedes evitar acercarte para oírlo rugir. (Los incendiarios pianistas de música clásica Sergei Rachmaninoff y Vladimir Horowitz fueron a escuchar a Tatum y salieron igual de intimidados). Y esto hacía que su regreso fuera aún más complicado.
El estilo de Peterson siempre se caracterizó por sus líneas melódicas veloces, elegantes, con un toque de blues, entretejidas en largas frases que transmitían la lógica inexorable de una narración épica. No menos importante era su visceral sentido del ritmo, punzante y vivaz. Las cualidades que le habían dado renombre –una fluidez espontánea y una precisión absoluta– no eran simplemente aspectos de su forma de tocar; eran los cimientos sobre los que se sustentaba su expresividad artística. Para poder tocar así, necesitaba un altísimo nivel de preparación física.
En algunos momentos, durante aquella velada del año 2006, en una de las pocas actuaciones programadas de lo que sería su gira mundial de despedida, se vieron destellos de su antigua brillantez, que no había desaparecido con la enfermedad y el paso del tiempo. Y sin embargo, también era evidente que estaba haciendo un gran esfuerzo. No importaba: para él, tocar era tan necesario como comer y respirar. “Esta es mi terapia”, dijo después del concierto, moviendo la cabeza en dirección al piano mientras una pequeña sonrisa se dibujaba en su rostro a pesar de la parálisis facial que lo aquejaba. Pero en los momentos más memorables de su actuación, el enorme y brillante Bösendorfer negro que llenaba la mayor parte del escenario de Birdland simbolizaba algo más que su salvación personal; para todo el público que había en la sala, aquel piano se había convertido en el centro del universo.
Es una posición de la que el piano ha disfrutado durante más de trescientos años. Atraía a los amantes de la música a los salones parisienses para escuchar las dolientes improvisaciones de Chopin, y a las salas de conciertos vienesas para oír los feroces arrebatos de Beethoven, que hacían chasquear las cuerdas. El piano fue protagonista de las fiestas que la gente organizaba en Harlem para conseguir algo de dinero con que pagar el alquiler, donde los pianistas competían encarnizadamente, y sirvió para consolar a los solitarios mineros de la fiebre del oro en California, cuando Henri Herz, el errante virtuoso procedente de Europa, interpretaba para ellos variaciones de “Oh Susanna”. También reconfortó a miles de campesinos siberianos que nunca habían oído una nota de música clásica hasta que el maestro ruso Sviatoslav Richter la llevó a sus casas. Y todavía es capaz de hacer enloquecer a las masas de todo el mundo en salas de conciertos, clubes y estadios.
Pero el piano es más que un instrumento; en palabras de Oliver Wendell Holmes, es una “caja maravillosa” llena tanto de esperanzas, anhelos y decepciones como de cuerdas, macillos y fieltro. Es un símbolo tan variable como la condición humana: puede representar el elegante refinamiento en una casa victoriana y la miseria y la promiscuidad en un burdel de Nueva Orleans.
Pensemos en el abanico de emociones, desde la euforia hasta el miedo e incluso el terror, que puede sentir un intérprete al ir superando los obstáculos técnicos que plantea el aprendizaje del piano, como la joven de la novela La pianista, de la premio Nobel Elfriede Jelinek: “Concentra toda su energía, despliega las alas y se lanza hacia adelante, hacia las teclas, que la reciben como la tierra recibe a un avión que cae en picado. Si no llega a alguna nota a la primera, la deja de lado. Saltarse notas es una sutil venganza contra sus torturadoras que nada saben de música, y le proporciona un leve estremecimiento de satisfacción”.
LA CRUELDAD DEL PIANO, por Piotr Anderszewski
Cuando toco con una orquesta, a veces me digo que nunca volveré a tocar un concierto. Hay que hacer demasiadas concesiones artísticas. Ya lo único que quiero es tocar yo solo.
Cuando me enfrento a la extrema soledad de las actuaciones sin otros músicos, y con el heroísmo y la crueldad que conllevan, pienso a veces que no volveré a tocar solo nunca más y que me limitaré a grabar discos.
Cuando estoy grabando y tengo la libertad de repetir la interpretación tantas veces como quiero y la posibilidad de hacerlo cada vez mejor, de dar lo mejor de mí mismo, y cuando todo puede volverse contra mí –el piano, el micrófono y, sobre todo, mi propia sensación de libertad– me digo que nunca volveré a meterme en un estudio de grabación, que es una situación cruel. De hecho, siento la tentación de dejarlo todo, de tumbarme a escuchar los latidos de mi corazón y esperar, en silencio, a que se detenga…
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