Edición a cargo de Rosario Valdés Ch. / Nueva edición aumentada
y corregida de edición año 1977, Editorial Universitaria
296 págs. 25 x 18 cm Perpetua 14/18
Papel: Bond ahuesado de 65 grs.
Composición electrónica: Salgó Ltda.
Impreso por: Salesianos S.A.
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Introducción a esta nueva edición
Esta nueva edición de Apuntes para una historia de la cocina chilena se debe a la iniciativa y tesón de Rosario Valdés Chadwick quien, junto con rescatar la obra de Eugenio Pereira Salas, buscó enriquecer su huella con una ardua investigación cuyo objetivo principal ha sido “traducir” para los lectores del siglo XXI todo aquello a lo que el historiador hizo mención y referencia hace más de cuatro décadas atrás.
Esta nueva edición contiene un índice que permite acceder con rapidez y facilidad al contenido del libro; varias recetas en su versión original de libros antiguos mencionados por el autor; dos glosarios, uno de términos gastronómicos y otro de datos onomásticos; y un listín bibliográfico ampliado.
Finalmente, este libro tiene como objetivo, entre muchos, de servir de manual de estudio para alumnos, profesores y aficionados a la gastronomía, constituyendo un aporte para que las escuelas de cocina enseñen la historia de la cocina chilena a partir de una fuente de indiscutible autoridad. Por ello no se ha modificado su texto, las notas y el listín bibliográfico original, que fue parcialmente completado con otras fuentes.
Nota editorial
Rosario Valdés Chadwick, destacada editora gastronómica, fue directora de revista Paula Cocina , editora de La Buena Mesa de Olga Budge de Edwards. Es invitada de honor en seminarios y charlas que se dan sobre el tema de la cocina.
Un prólogo goloso
Ruperto de Nola
P ara ser un país de vida tan breve, el contar ya con al menos dos largas historias generales, además de una infinidad de historias sectoriales y monografías, resulta no poco impresionante.
Pero no es corriente encontrar entre nuestros adustos historiadores, siempre serios, científicamente solventes y dignos de toda confianza, alguno que preste atención a los aspectos no heroicos de la existencia. Sí, somos un país lleno de heroísmos, de grandes batallas, de muchos y admirables mártires de la patria, de modo que está bien que se nos informe de los detalles de sus vidas y sufrimientos ejemplares. Tales cosas deben quedar grabadas en nuestra memoria.
Uno quisiera, sin embargo, saber también algo de lo menos glorioso de su existencia, y enterarse de su petite histoire. ¿A qué hora se levantaban nuestros honorables antepasados?, ¿cómo eran las fiestas de matrimonio que celebraban? y, para ir al grano, ¿qué comían y a qué hora?
A juzgar por alguna de las magnas historias generales que enorgullecen a la historiografía nacional, nuestros ancestros vivían, casi como cuerpos gloriosos, en estado de perpetuo ayuno y resulta imposible ubicarlos en la dimensión temporal de cada uno de sus días.
La primera y gran excepción a esta tendencia historiográfica se la debemos y agradecemos con toda el alma a don Eugenio Pereira Salas, quien escribe un libro tan ameno sobre el detalle cotidiano de la vida de antaño como parco es el título que le puso: Apuntes para la historia de la cocina chilena . ¡Qué apuntes, Dios mío, si se trata nada menos que de una estupenda, ágil, informativa y paladeable historia de ese aspecto fundamental de nuestra vida colectiva, el de lo que se ha comido en estas latitudes desde hace cuatro o cinco siglos!
Sin conceder mucho a grandes tendencias contemporáneas, como la historia de las mentalidades y otras, don Eugenio hace constar simplemente lo que nuestros antepasados ponían en sus platos. Pero, como se sabe, lo que se pone en el plato es sólo parte del asunto: ese acto de comer, considerado muy prosaico por algunos, revela quizá mucho más de lo que entendían de la vida aquellas generaciones que otros estudios menos amenos, más secos, menos evocadores. ¿Prosaísmo historiográfico?, ¡pero si el cielo mismo al que aspiramos, con un poco de suerte, entrar algún día, nos es pintado en la Escritura Sagrada como un gran banquete de bodas, en que se comen platos suculentos y se beben vinos exquisitos!
Pocas cosas hay tan reveladoras del carácter de los antiguos chilenos como la anécdota que, extraída de una ya olvidada biografía, transcribe don Eugenio Pereira sobre la visita que el almirante Blanco Encalada, héroe que uno tiene puesto en el empíreo y que, lo que no es poco decir, posee una importante avenida en Santiago, realizó a una señora amiga suya, doña Adriana Montt y Prado; visita que se prolongó más de lo que se esperaba y que terminó en invitación a comer, con descripción de los platos servidos: cazuela de capón castellano, costillas de cordero, una tortilla de ortigas (¡miren, vean!) con guatitas de cordero machacadas, ricos porotos en plato de plata bien labrada (existieron también en aquellos dichosos tiempos unos porotos en fuente de plata de las monjas capuchinas...) aderezados con aceite de oliva y un par de huevos fritos.
No conocemos en nuestra grave historiografía otra anécdota más sabrosa que ésta, ni más elocuente acerca del verdadero carácter de nuestros abuelos. Termina don Eugenio contándonos que la señora le prometió, para otra ocasión más de confianza, darle lo que comían los niños y al viejo almirante lo debe haber llenado de gusto y nostalgia: “caldillo en tembladera de plata con pan tostado, pichones, pato asado o ganso, lengua apanada, lentejas, morocho con leche, mote con o sin azúcar, sopaipillas, picarones, empanadas, con vino de Casa Blanca y chicha y aguardiente de Aconcagua; esto último por si la leche le da flato”.
¡Pichones, como ésos que comíamos en los restorancitos alemanes de Peñaflor hace medio siglo!, ¡lentejas, maravillosas guatitas de cordero que hacen a los franceses poner los ojos en blanco de puro gusto, porotos con su guapo chorrito de aceite de oliva, que es uno de los mejores aderezos que pueden llevar!
Estos estupendos “apuntes”, de uno de cuyos ejemplares somos afortunados y avaros propietarios, estaban agotados desde hace muchos años, privando a las actuales generaciones del placer inigualable de leerlos. Sí, un verdadero placer, semejante al que experimentan los gourmets con sólo comenzar a leer las recetas de cocina o los músicos con mirar solamente las partituras...
Hay que agradecer, pues, a Rosario Valdés Chadwick que, con su trabajo, ponga este placer al alcance de más lectores, los cuales sacarán de ellos no sólo estupendos conocimientos sino, también, eso: simplemente placer. Lo que no es poco: dar al público la noticia de que leer historia -historia de la buena- significa un verdadero placer, es algo que tiene un mérito difícil de exagerar.