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Adela Fernández - La Tradicional cocina Mexicana

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Adela Fernández La Tradicional cocina Mexicana
  • Libro:
    La Tradicional cocina Mexicana
  • Autor:
  • Editor:
    Nostra Ediciones
  • Genre:
  • Año:
    2020
  • Índice:
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La Tradicional cocina Mexicana: resumen, descripción y anotación

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Una de las esencias de la cultura mexicana se encuentra en su cocina. Con sus raíces prehispánicas y europeas, se ha erigido como patrimonio de la humanidad. Este libro reúne desde entradas hasta platillos más complejos para ocasiones especiales.

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Adela Fernández hija de Emilio el Indio Fernández no sólo fue una amante de - photo 1

Adela Fernández, hija de Emilio el Indio Fernández, no sólo fue una amante de la cocina mexicana, sino de la cultura entera. Escribió cuentos, poesía y literatura; además se encargó de mantener en la memoria la leyenda que fue su padre, para lo cual abrió La Fortaleza, su casa donde contaba historias de grandes artistas como Diego Rivera y María Félix. Impulsó las culturas indígenas y obtuvo, por su carrera literaria, el Premio Sor Juana Inés de la Cruz en 1986.

La tradicional cocina mexicana y sus mejores recetas Adela Fernández Segunda - photo 2

La tradicional cocina mexicana y sus mejores recetas

Adela Fernández

Segunda edición: Panorama Editorial, 2020

D. R. © 2020, Panorama Editorial, S. A. de C. V.

Pleamares 54, colonia Las Águilas,

01710, Ciudad de México

Teléfono: 55 54 70 30

e-mail:

www.panoramaed.com.mx

Texto © Adela Fernández

Fotografía portada: © merc67, usada para la licencia de Shutterstock.com

ISBN: 9786078756001

Prohibida su reproducción por cualquier medio mecánico o electrónico sin la autorización escrita del editor o titular de los derechos.

Índice
Prólogo
Recuerdo de la cocina de mi infancia

Nací en la ciudad de México en el año de 1942 y defino mi infancia como una época en la que los artistas de mi país desplegaron sus ideales y estallaron las bengalas de su inteligencia.

Yo, como era lo tradicional para las niñas y señoritas de Coyoacán, tuve como espacio primordial, demarcado e impuesto, el de la cocina. Hoy en día, bajo la influencia de los movimientos de liberación femenina, podría considerar aquellos tiempos en los que viví sumergida en las faenas domésticas como una condena, como un ejemplo de la mujer al servicio exclusivo del hogar. Sin embargo, reconozco que ahí, en la cocina, me sensibilicé, aprendí la historia de mi pueblo, comprendí su herencia cultural, me hice artista y consolidé mi amor por México. La cocina fue el lugar más vivo de toda la casa, el sitio donde se sazonaron grandes ideales.

Mi padre, Emilio Fernández, indio kikapú nacido el año de 1904 en Mineral del Hondo, Coahuila, era director de cine. Entre sus películas más famosas puedo mencionar María Candelaria, Flor silvestre, Pueblerina, La mal querida, Enamorada, La perla y La red. Su cine se ha caracterizado por ser esencialmente mexicanista, en cuyos temas se propuso dignificar a los indígenas de México, revalorar sus costumbres y creencias, y exigir para ellos el reconocimiento y la admiración que merecen por cuánto significan en nuestra cultura. Por medio de sus películas dio a conocer al mundo el paisaje mexicano, la indumentaria indígena, costumbres tradicionales y el espíritu del pueblo.

Obtuvo grandes triunfos durante la Edad de Oro de México, de los años 30 hasta principio de los 50, cuando artistas e intelectuales se unieron para rescatar todos los valores, casi perdidos, del pasado mexicano y sus manifestaciones sobrevivientes en el pueblo actual conformado por indígenas y mestizos.

No sólo se procuró revivir las costumbres tradicionales, sino también incrementarlas con orgullo. Llenos de entusiasmo y decisión repudiaron el arte elitista y de influencias extranjeras y se entregaron a la tarea de realizar un arte que hablara de la historia y vida de México, expresado con valores estéticos propios y cuya difusión fuera a nivel social. Un arte inspirado en el pueblo y para el pueblo.

Surgieron así los grandes muralistas como Diego Rivera, Clemente Orozco y Alfaro Siqueiros; O’Gorman destacó en arquitectura y filosofía; Montenegro, Carlos Mérida, Fernando Leal y Frida Kahlo, en pintura; en la danza, Ana Mérida y Amalia Hernández; en la música, Silvestre Revueltas, Blas Galindo y Carlos Chávez; en literatura, Juan Rulfo, Enrique González Rojo y José Revueltas; en cine, la mancuerna camarógrafo y director, Gabriel Figueroa-Emilio el Indio Fernández, y los monstruos sagrados del estrellato Pedro Armendáriz, Dolores del Río, María Félix, la Doña, y Columba Domínguez, esposa de mi padre.

Todo el dinero que ganó en sus películas lo invirtió en la construcción de una impresionante casona de arquitectura colonial española con ciertos detalles decorativos de carácter prehispánico. La Fortaleza del Indio, ubicada en Coyoacán, uno de los barrios coloniales de la ciudad de México y centro histórico, se convirtió en sitio de reunión de intelectuales y políticos que luchaban por la causa de la mexicanidad. Ahí, diariamente se recibían no menos de 20 personas, y en las frecuentes fiestas llegaban de 300 a 500 invitados.

Por sobre todas las cosas se amaba a México. Recuerdo la presencia de mujeres como Dolores del Río, Frida Kahlo, Lupe Marín, María Izquierdo y tantas otras con cabello largo, suelto o trenzado; usaban atuendos indígenas y joyas prehispánicas o de diseños que evocaban lo maya o teotihuacano. Aquellas fiestas parecían un festival de modas en el que todas competían por lucir los mejores y más antiguos o tradicionales textiles y bordados, los más finos rebozos y el atrevimiento de llevar los pies descalzos. Acompañados de música jarocha o tamaulipeca, con mariachis o guitarras y excelentes voces, se rendía un culto al país; se vestía, se bebía y se comía a la mexicana.

En la casa había mucha gente de servicio: caballerangos, albañiles, canteros, ebanistas, talabarteros, ceramistas, moneros y, sobre todo, cocineras y costureras. A éstas últimas se les encontraba en los cuartos de atrás hilando, haciendo ropajes en telar de cintura y bordando blusas, faldas, manteles y servilletas. Venían de distintas regiones del país y vestían a la usanza de sus pueblos.

La cocina era el sitio más animado de la casa, siempre en movimiento, en agitación, lleno de colores, olores y sabores. Construida a semejanza de las antiguas cocinas poblanas del tiempo de la Colonia, es de azulejos con piso de ladrillo pulido y muros blancos encalados. Las vigas son de madera labrada, e inmensos garrafones de cristal color ámbar o verde claro fungen como tragaluces.

Resultó ser una cocina demasiado pequeña para tantas mujeres que trabajaban en ella. Medía veinticinco metros de largo y de seis a nueve metros de ancho, lo cual dejaba encantadores recodos y buenos espacios para el movimiento funcional. Tenía ocho parrillas de gas que, disimuladas con azulejo, bien parecían de leña; seis braceros, un doble fogón de ladrillo y un horno de piedra y arcilla para pan. Cuatro lavaderos amplios y profundos para los trastos y otro exclusivo para la limpieza de los alimentos crudos. Dos mesas de madera, una de ébano y otra de palo de rosa; una larga barra de azulejos sobre la que siempre había dos ollas de barro de un metro de altura, destinadas a conservar agua fresca, y donde estaban también los metates, molcajetes, morteros de madera y los distintos molinos para el nixtamal, carnes, especias y café.

En los tablones colocados por doquier se ordenaba la loza y cristalería. Las paredes estaban ordenadas con una antigua vajilla de talavera y con enseres de uso diario, habiéndolos de todos tamaños: cazos de cobre, cazuelas, ollas, jarrones y comales de barro, manojos de jarros que colgaban de alcayatas, canastos, sopladores, cucharas, palas y molinillos de madera; jícaras, bateas y cedazos de crin de caballo.

Al fondo, la bodega atiborrada de canastos y vitroleros llenos de sal, azúcar, pinole, maíz, garbanzo, lenteja y café; las bateas con manteca; numerosos tenates, tantos como variedades hay de chiles, hierbas de olor y otros condimentos; los ayates cargados de flor de Jamaica y tamarindos; ahí, sobre la alacena de carrizos suspendida del techo, los quesos envueltos en mantas; tarros de miel, botellones con aceite, vinagre, vino, aguardiente. Apiñados y en una tabla, los piloncillos y los medallones de chocolate envueltos en hojas de maíz. Colgando a lo largo de mecates, la longaniza, los chorizos rojos y verdes, cecina y las trenzas de cabezas de ajo que, además de sus cualidades nutritivas, se cree tienen propiedades mágicas para ahuyentar a los malos espíritus.

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