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INTRODUCCIÓN
Todo el mundo ha oído hablar alguna vez del tarot, y tal vez alguien incluso lo haya consultado personalmente o haya podido ver una demostración. A primera vista, se trata de una baraja de cartas común, llamadas arcanos, que hoy en día se utilizan para predecir el futuro, si bien tiempo atrás se empleaban para jugar. Las setenta y ocho cartas que componen la baraja, llena de representaciones alegóricas, conforman uno de los más antiguos y completos sistemas adivinatorios: un conjunto de símbolos en los que apoyarse para ejercitar las dotes paranormales de clarividencia y precognición que todos poseemos, en cierta medida, pero que pueden ser aumentadas y potenciadas gracias a la práctica constante.
A pesar de que casi todos los cartomantes se sirven de toda la baraja, al principio suele cortarse una vez y emplearse sólo los arcanos mayores (llamados también triunfos o atouts, del francés bons à tout) por ser los que poseen una mayor carga simbólica.
De hecho, los arcanos mayores representan los puntos clave, los símbolos más clarividentes que hablan al intérprete a través del lenguaje primordial de los arquetipos y los significados universales, interpretables por cualquier persona, sea cual sea su época y su cultura, pues se refieren a experiencias compartidas por toda la humanidad.
A modo de ejemplo, el rojo en cualquier cultura evoca la sangre, la vida; la oscuridad pone siempre en alerta porque de noche los grandes predadores, enemigos del hombre prehistórico, salían de caza; el agua se pone siempre en relación con lo materno porque la primera sensación es la del líquido amniótico.
Pero hay más: el complejo tejido simbólico de los arcanos mayores, relacionado con todas las demás disciplinas esotéricas, como la cábala, la alquimia y la astrología, demuestra cómo el saber misterioso, la ciencia oculta, es en realidad una, y todas las disciplinas que la componen se complementan entre ellas.
En la parte restante de la baraja, los cincuenta y seis arcanos menores, formados por cuatro series de catorce cartas cada una (diez numeradas y cuatro con figuras), sirven para matizar los significados simbólicos de los mayores. Indican, por ejemplo, los tiempos de realización de los acontecimientos, las edades, el estatus social o las características físicas de las personas a las que el juego hace referencia.
Dicho esto, la baraja del tarot, vista en conjunto, se presenta por sí sola. Se trata de un libro sagrado iniciático, un instrumento creado especialmente para pensar, muy parecido, por lo menos en lo que a intencionalidad y estructura simbólica se refiere, a la famosa «máquina para filosofar» aventurada por el filósofo medieval Ramón Llull. De hecho, tanto la máquina como el tarot trabajan sobre el mismo principio: la asociación de palabras y de ideas universales.
El tarot funciona como una síntesis de todas las doctrinas, las experiencias humanas, las etapas, los acontecimientos, las situaciones que constituyen la vida misma y, precisamente en virtud de este sincretismo, de esta familiaridad, su utilización y correcta interpretación son muy sencillos.
Toda la historia del hombre se concentra en este carrusel de cartulinas de colores donde se hallan el nacimiento, la muerte, el amor, el triunfo, la caída, la tentación y la recompensa entrelazados en la vivencia de cada persona.
Todo está escrito en una especie de proyecto evolutivo que desde la fase inicial y juvenil de la experiencia, eficazmente representada por el Villano, conduce hasta el momento de rendir cuentas, el balance final del arcano del Juicio. Y desde aquí se vuelve atrás, a través de la carta del Loco, sin número, todavía en el punto de partida pero a un nivel distinto de conciencia, en una espiral evolutiva que recuerda desde cerca la rueda del renacimiento: una nueva encarnación sobre la tierra, para aprender una nueva lección y enfrentarse a una nueva forma de conocimiento y a un nuevo destino.
UNA HISTORIA TAN VIEJA COMO EL MUNDO
El origen del tarot, prácticamente desconocido, se pierde en la noche de los tiempos, allá donde nacen los mitos. A mediados del siglo XVIII y en el XIX , con el triunfo de la filología y de la arqueología, la supuesta «invención» del tarot empezó, de hecho, a desplazarse hacia atrás, hacia un origen iniciático muy antiguo, accesible sólo a unos pocos y sólo después de la superación de pruebas muy duras.
Algunos estudiosos, como el filólogo Court de Gébelin, creían que procedían del antiguo Egipto; otros, como el abad esoterista Eliphas Levi, lo atribuían a los israelitas, mientras que otros creían que provenían de la India, donde ya mil doscientos años antes de Cristo se empleaba una baraja de cartas redondas en las que figuraban las diez reencarnaciones del dios Visnú.
También había quien lo consideraba una herencia de antiguos oráculos, un juego de origen gitano, e incluso una huella de la perdida civilización de la Atlántida.
Pero sea cual sea la cultura que lo creó, lo que realmente cuenta en el tarot es el evidente significado religioso y simbólico que hace que cada arcano se integre en una especie de poema iniciático que se crea a través de un largo proceso de purificación y de evolución interior.
En efecto, en el simbolismo más profundo de la baraja no es difícil reconocer los pilares del esoterismo occidental, las leyes mágicas de los antiguos saberes sintetizadas en la conocida Tabla de esmeralda atribuida a Hermes Trismegisto: «como en el cielo, así en la tierra; como en lo alto, así abajo; una parte representa el todo; todo posee dos polos, uno masculino y el otro femenino; los extremos se tocan, etc.».