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Antecedentes históricos: los orígenes
Describir y analizar una literatura tan vasta y variada como la norteamericana no es empresa fácil. Ante esta dificultad, fue necesario utilizar a lo largo del libro un criterio selectivo, mas no exhaustivo, de los autores y textos más representativos. Siempre se corre el riesgo de elegir cualidades individuales y particulares de ciertos autores y sus obras para subordinarlas a categorías más amplias, o de subrayar, en detrimento de otras, aquellas tendencias más relevantes del periodo en que la obra fue escrita. Aquí vale recordar las palabras de Lionel Trilling en su ensayo «Realidad en América» (La imaginación liberal, 1950): «La cultura no es flujo, ni siquiera una confluencia; su forma de existencia es una lucha, o al menos, un debate —no es más que una dialéctica— en cualquier cultura hay ciertos artistas que poseen una buena parte de esa dialéctica; su significado y poder está en sus contradicciones».
Para muchos críticos e historiadores literarios, los escritores estadunidenses de los siglos XVIII y XIX no parecen formar parte de categorías o divisiones que definan periodos literarios. Para ellos, los escritores de estos siglos resultan excéntricos, así como la palabra lo define, fuera de un centro o de una norma establecida.
En la literatura del siglo XX y, en especial, en el tema que nos ocupa, la novela, puede resultar más sencillo emplear divisiones: la novela del sur de Estados Unidos, la de los escritores judíos, la de la generación perdida, la escrita por mujeres, etc. La novela estadunidense del siglo XX refleja, y en muchas ocasiones anticipa, la inestabilidad y confusión de un periodo que se caracteriza por la ruptura de los cánones institucionales y de los presupuestos culturales sobre los que estos descansan.
Para el observador extranjero, el desarrollo del pensamiento norteamericano constituye un enigma, si consideramos que un aspecto importante de la conducta americana no encontró sino hasta el siglo XX su interpretación filosófica. El punto de vista pragmático de la vida se apoderó de la mayoría de los norteamericanos mucho antes de que nadie intentase describirlo en términos de pensamiento abstracto. Acaso la naturalidad misma de esa concepción impidió en sus inicios su discusión teórica; pero una vez que esta comenzó ya no se detuvo, y dio origen a varias de las tendencias más decisivas del pensamiento moderno.
El filósofo William James (1842-1920) elucidó, en una de sus famosas conferencias sobre Pragmatismo en Boston, en 1906, una actitud general que nunca perderá atractivo para quienes busquen alguna hipótesis práctica de la vida en un ambiente tan mutable como el de Estados Unidos.
Pensaba James que desde el momento en que vivimos en un mundo de experiencias continuamente mutables, es imposible sentar principios de verdad absoluta; lo que ayer era cierto mañana puede ser falso. Nuestro pensamiento no está hecho para descubrir verdades absolutas; pero sirve de instrumento y se subordina a las necesidades y a los fines de la vida práctica. Un pragmático —enuncia James— se aleja de la abstracción y de la insuficiencia, de las soluciones verbales, de las malas razones apriorísticas, de los principios fijos, de los sistemas cerrados y de los presuntos absolutos y orígenes. Se inclina hacia los hechos, hacia la acción y hacia el poder. De aquí que las teorías se vuelvan instrumentos.
John Dewey (1859-1952), a través de su trabajo como profesor en el Midwest (Medio Oeste) americano y como trabajador social, estuvo en contacto más inmediato con las necesidades del hombre que cualquier otro filósofo norteamericano, y llegó a una comprensión más clara del espíritu de su país. Hay valores en el pensamiento de Dewey que alcanzan rangos muy elevados; en primer lugar, está la idea de la democracia. Según Dewey
es la creencia en la capacidad de la experiencia humana para generar los propósitos y los métodos por los cuales la experiencia subsiguiente crecerá en medio de una riqueza ordenada […] La democracia es la fe en que el proceso de la experiencia tiene mayor importancia que cualquiera de los resultados especiales que se alcancen, de manera que los resultados especiales ya logrados tienen un valor decisivo solo cuando se usan para enriquecer y para ordenar el proceso en marcha.
Algunos de los rasgos más característicos de la fisonomía norteamericana moderna pueden relacionarse directamente con las aseveraciones de James y Dewey. De ese modo la actitud esencialmente progresiva del norteamericano moderno se manifiesta no solo en su confianza en los avances técnicos, sino también en la creencia fundamental de que puede hacer del mundo un lugar mejor si conoce los elementos apropiados y encuentra el método más eficaz.