Carlos Monsiváis - El género epistolar
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- Libro:El género epistolar
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- Editor:ePubLibre
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- Año:1991
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El género epistolar: resumen, descripción y anotación
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CARLOS MONSIVÁIS (Ciudad de México, 1938 - Ciudad de México, 2010), emblema del periodismo, la crónica y la crítica en el México contemporáneo, hizo de la escritura el resorte de su actividad y versatilidad intelectuales. Al dejar sus estudios universitarios, se dio a la tarea de desentrañar el México que le tocó vivir en páginas de toda índole y, con el correr del tiempo, en la radio y esporádicamente en la televisión. Crítico cultural, de la literatura y del cine, periodista, cronista, y singular lector, publicó en vida numerosos títulos, entre los cuales podemos mencionar los más connotados en crónica y ensayo: Días de guardar, Amor perdido, Entrada libre: crónicas de la sociedad que se organiza, Escenas de pudor y liviandad, Los rituales del caos (Premio Xavier Villaurrutia), Salvador Novo. Lo marginal en el centro, Aires de familia. Cultura y sociedad en América Latina (Premio Anagrama de Ensayo), El 68. La tradición de la resistencia y Apokalipstick. Es autor, además, de varias antologías esenciales, como A ustedes les consta. Antología de la crónica en México y Antología de la poesía mexicana del siglo XX, así como de un libro de narrativa: Nuevo catecismo para indios remisos. Su columna «Por mi madre, bohemios» se convirtió en un referente indispensable de la crítica periodística.
Fue colaborador de revistas como Estaciones, Medio Siglo, Revista de la Universidad de México, Proceso, Fractal y de los suplementos La Cultura en México, México en la Cultura y Sábado, sin contar un sinnúmero de publicaciones de México e Hispanoamérica. Además del Xavier Villaurrutia, recibió el Premio Nacional de Periodismo, el Mazatlán de Literatura, el FIL de Literatura, el Nacional de Ciencias y Artes en Literatura y Lingüística, entre otros, además de algunos doctorados honoris causa.
Su personalidad se caracterizaba por su interés en los más variados temas: la historia y la cultura mexicanas e hispanoamericanas; la poesía, la narrativa y el ensayo; el arte y la música populares; el cine, las artes plásticas y la fotografía; los códigos culturales; el mundo del espectáculo y las celebridades; la cultura y la corrupción políticas; el papel de los medios de comunicación; las modas de todo tipo; las tendencias de la moral, el arte y la política en su relación con lo público y lo privado; el fantasma de la globalización; el laicismo y los derechos civiles, así como el potencial de cambio que representaban, a sus ojos, la lectura, la crítica, el esparcimiento intelectual y la protesta cívica.
Este libro se une a otros póstumos del autor que han sido publicados en los últimos meses, como Crónicas y ensayos sobre la diversidad sexual y Maravillas que fueron, sombras que son. La fotografía en México.
voy a arreglarme
Te quiero siempre, como de costumbre
S egún creo, la edad de oro de la epístola como género de multitudes, se sitúa en los siglos XVIII y XIX, cuando en las cartas se intenta conseguirle el espacio donde crezcan, con discreción y audacia, las psicologías individuales, novedad del momento. La vida en sociedad es densa, apretujada, conspirativa, rencorosa, celosísima, plagada de fórmulas que eliminan la sinceridad o la creatividad en el habla. ¿Cómo obtener entonces los rasgos que ya se demandan, el arrojo, la sutileza, el coraje de la vida privada? En la sociedad cortesana, sede de las mutuas asechanzas, y en la sociedad burguesa, recinto de la obsesión por el ascenso, las cartas sirven como vertedero de la astucia, del conocimiento creciente de las complejidades humanas, del trato como ardid para incautos, del amor que es canje de insinceridades o de convicciones escénicas. En síntesis, en la correspondencia se desenvuelve el juego premioso, rápido y dilatado a la vez, que la contigüidad física no admite. En un libro admirable, Las relaciones peligrosas, de Choderlos de Laclos (1741-1803), cumbre de la novela epistolar, la marquesa de Merteuil y el vizconde de Valmont, dos libertinos sojuzgados por la religión del placer, triunfan en sus planes de seducción (y de abandono inmediato de la persona seducida), porque, entre otras cosas, ensayan en la correspondencia las tácticas de avasallamiento psíquico. Todo en Las relaciones peligrosas describe los minuciosos refinamientos del uso del tiempo libre, entre ellos el hablar bien y el escribir con donaire, requerimientos de la cortesía que es matriz pregonada de la civilización. (Ser cortés es tolerar, cumplimentándola y alimentándola, la vanidad ajena). Entonces, como lo demuestra el material que se conoce de diarios íntimos y correspondencias, entre los motivos centrales de la correspondencia se encuentran los “ensayos de personalidad”: enderezar o afinar el temperamento, desplazar la galanura, adiestrar el trato.
Véanse algunos ejemplos. En su campaña de seducción de la mujer piadosa y fiel, el vizconde Valmont le escribe a su pretendida, la presidenta de Tourvel:
Desgraciadamente, ¿y por qué es preciso que esto sea una desgracia?, al conoceros mejor comprendí enseguida que este rostro encantador que tan sólo me había asombrado era el menor de vuestros atractivos; vuestra alma celeste maravilló, sedujo a la mía. Admiré la belleza, adoré la virtud. Sin pretender conseguiros me preocupé de mereceros. Reclamando vuestra indulgencia por el pasado, ambicioné vuestra adhesión para el futuro.
Vocalizadas, tales frases no tendrían mucho sentido, se entenderían como empalago o cursilería extrema. Escritas, su cometido es distinto, y se destinan a fijarse en la memoria. No intentan persuadir sino hipnotizar a través del ritmo verbal, y de la cuidadosa selección de las palabras, que ocultan la brutalidad de las insinuaciones y enaltecen la imagen del corresponsal, que se pretende filósofo, periodista, confidente, estadista de ese reino que es su propia persona. En Las relaciones peligrosas la marquesa de Merteuil, la estratega de los sentimientos, el centro de la intriga, “le revela su pensamiento” a Madame de Volanges, para mejor persuadirla de su sinceridad:
Ignoro, mi querida amiga, si tengo una prevención demasiado fuerte contra esta pasión (amorosa); pero la creo temible, incluso en el matrimonio. No es que desapruebe que un sentimiento honrado y dulce venga a embellecer el lazo conyugal y a suavizar en alguna forma los deberes que impone; pero no es él quien debe formarlo; no es la ilusión de un momento la que debe regir la elección de nuestra vida. En efecto, para escoger, hay que comparar. Y, ¿cómo puede hacerse esto, cuando no pensamos más que en un solo objeto, cuando ni siquiera se puede conocer éste, sumidos como nos encontramos en la embriaguez y en la ceguera?… Las ilusiones del amor pueden ser dulces; pero ¿quién no sabe también que son menos duraderas? ¿Y qué peligros no acarrea el momento que las destruye?…
Los conceptos son o pueden ser convencionalismos de época; el sello distintivo se localiza en el énfasis con que se vierten. Al fin, y por principio, la intimidad ya no únicamente o ya no se le revela al sacerdote, ni es sólo asunto de la piedad y la culpa; aun en las sociedades más estrechas, la intimidad deviene recinto del secreto gracias al tránsito a esa psicología individual, tan bien ejemplificada por Rousseau, que únicamente se precisa si la sirven las galas del idioma (escribir bien, en época que ya se aleja de la mística, es el equivalente de la complejidad espiritual, y en la noción de “escritura” que se generaliza, no intervienen calificaciones literarias, sino criterios de uso del idioma). En el siglo XVIII una carta no es nada más la conversación entre dos ausentes, sino aquella zona de trato donde es posible hacerse de un “alma bella” o refinada o astuta, lo que no permiten las cortes y los salones del naciente orden burgués, concentrados en el ingenio rápido y la seducción a plazos, pero no en el diálogo entendido como espejo de confrontaciones.
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