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Denis Diderot - La paradoja del comediante

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Denis Diderot La paradoja del comediante
  • Libro:
    La paradoja del comediante
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1830
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La paradoja del comediante: resumen, descripción y anotación

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Denis Diderot Langre Francia 1713 - París 1784 Enciclopedista y filósofo - photo 1

Denis Diderot (Langre, Francia, 1713 - París, 1784). Enciclopedista y filósofo francés, también autor de novelas, ensayos, obras de teatro y crítica artística y literaria. Diderot nació en Langres el 5 de octubre de 1713 y estudió con los jesuitas. En 1734 se trasladó a París y vivió diez años como tutor mal pagado y escribiendo para otros escritores. Su primera obra importante, publicada anónimamente, fue Pensamientos filosóficos (1746), donde explica y afirma su filosofía deísta. En 1747 recibió la invitación de editar una traducción francesa de la Cyclopaedia inglesa de Ephraim Chambers. Diderot, en colaboración con el matemático Jean le Rond Alembert, convirtió este proyecto en una inmensa obra de nueva redacción que abarcaba 35 volúmenes, Enciclopedia o diccionario razonado de las artes y los oficios, más conocida como la Enciclopedia. La abundante obra de Diderot incluye las novelas La religiosa (1796), una crítica de la vida conventual, El sobrino de Rameau (1761), una sátira de la sociedad contemporánea y su hipócrita moral, traducida al alemán por Goethe, y Jacques el fatalista (1796), donde analiza la psicología del libre albedrío y el determinismo.

Título original: Paradoxe sur le comedien

Denis Diderot, 1830

Traducción: Héctor M. Goro

Editor digital: Titivillus

ePub base r2.0

Notas 1 Roscius actor romano amigo de Sila y de Cicerón murió en 69 a - photo 2
Notas

[1] Roscius: actor romano, amigo de Sila y de Cicerón; murió en 69 (a. C.)

[2] Se refiere a Garrick o Los actores ingleses, folleto anónimo que también mereciera un breve ensayo de Diderot, anterior a La paradoja del comediante, en el cual ya adelanta algunas ideas contenidas en este trabajo. (N. del T.)

LA PARADOJA DEL COMEDIANTE

PRIMER INTERLOCUTOR. No hablemos más del asunto.

SEGUNDO INTERLOCUTOR. ¿Por qué?

PRIMERO. Es la obra de su amigo.

SEGUNDO. ¿Qué importa?

PRIMERO. Mucho. ¿Por qué he de ponerle a usted en la disyuntiva de menospreciar su talento o mi juicio, rebajando así la buena opinión que tiene de él o la que tiene de mí?

SEGUNDO. Eso no ocurrirá, pero si así fuese, mi amistad por ambos, fundada en cualidades más esenciales, no saldría disminuida.

PRIMERO. Quizá.

SEGUNDO. Estoy convencido. ¿Sabe a quién me recuerda en este momento? A un autor, conocido mío, que suplicaba de rodillas a una mujer, de quien estaba enamorado, que no asistiese al estreno de una obra suya.

PRIMERO. Su autor era modesto y prudente.

SEGUNDO. Temía que el tierno sentimiento que inspiraba dependiera de su mérito literario.

PRIMERO. Cosa muy probable.

SEGUNDO. Y que un fracaso público lo rebajase a los ojos de su amante.

PRIMERO. Que al perder la estima perdiera el amor. ¿Le parece ridículo?

SEGUNDO. Así se lo juzgó. Pero su enamorada compró un palco, y nuestro autor tuvo el mayor éxito, y sólo Dios sabe cómo fue besado, festejado, mimado.

PRIMERO. Más lo habría sido si hubiesen silbado la obra.

SEGUNDO. No lo dudo.

PRIMERO. Pero yo persisto en mi opinión.

SEGUNDO. Persista, si quiere, pero como no soy una mujer, me agradaría su explicación.

PRIMERO. ¿De verdad?

SEGUNDO. Sí, de verdad.

PRIMERO. Sería más fácil callar que disimular mi pensamiento.

SEGUNDO. Lo creo.

PRIMERO. Seré severo.

SEGUNDO. Es lo que exigiría mi amigo.

PRIMERO. Pues bien, ya que usted se empeña, le diré que la obra está escrita en un estilo atormentado, oscuro, retorcido, declamatorio, con abundantes frases remanidas. Finalizada su lectura, un gran comediante no sería mejor, ni un actor mediocre dejaría de ser menos mediocre. A la naturaleza corresponde dotar de cualidades: figura, voz, reflexión, agudeza; al estudio de los grandes modelos, al conocimiento del corazón humano, a la frecuentación del mundo, al trabajo asiduo, a la experiencia y al hábito del teatro, tocan perfeccionar el don de la naturaleza. El comediante imitador puede llegar al punto de representarlo todo pasablemente, sin que haya nada que reprender o alabar en su ejecución.

SEGUNDO. O criticarlo todo.

PRIMERO. Como quiera. El comediante de temperamento es muchas veces detestable; a veces excelente. Pero desconfíe de una medianía constante, ya sea en un género o en otro. Por mal que se juzgue a un principiante, es fácil presentir sus triunfos venideros. Las silbatinas sólo matan a los ineptos. ¿Cómo podría la naturaleza sin el arte formar a un gran comediante, puesto que nada ocurre en la escena del mismo modo que en la realidad, y que los poemas dramáticos están compuestos con arreglo a un sistema determinado de principios? ¿Y cómo podría un papel ser representado del mismo modo por dos actores diferentes, ya que en el escritor más claro, más preciso, más enérgico, las palabras no son ni pueden ser sino signos aproximados de un pensamiento, de un sentimiento, de una idea; signos cuyo valor han de completar el movimiento, el gesto, la entonación, el rostro, la mirada, las circunstancias del momento? Cuando ha oído estas palabras:

—¿Qué hace ahí vuestra mano?

—Palpar vuestro traje; es una rica tela.

Pese bien lo que sigue, y comprenderá cuán frecuente y fácil es que dos interlocutores, empleando las mismas expresiones, piensen y digan cosas del todo diferentes. El ejemplo que voy a darle es una suerte de prodigio: es la obra misma de su amigo. Pregunte a un comediante francés lo que opina de ella y afirmará que todo lo que dice es cierto. Haga la misma pregunta a un comediante inglés y jurará by God que no puede quitársele una coma, que es el sacrosanto evangelio de la escena. Sin embargo, no hay nada de común entre la manera de escribir la comedia y la tragedia en Inglaterra y la manera de escribirse dichos poemas en Francia, ya que según el propio Garrick, quien interpreta sobresalientemente una escena de Shakespeare no puede acertar ni el primer acento de la declamación de una escena de Racine y, enlazado por los versos armoniosos de este último como por otras tantas serpientes enroscadas a su cabeza, a sus pies, a sus piernas y a sus manos, su acción perdería toda su libertad: se deduce con la mayor evidencia que el actor francés y el actor inglés, aunque convienen unánimes en la verdad de los principios sentados por su autor, no logran entenderse, porque hay en el lenguaje del teatro una latitud y una vaguedad bastante considerable para que hombres sensatos, de opiniones diametralmente opuestas, crean reconocer allí la luz de la evidencia. Conviene, pues, permanecer adicto a la máxima: «No se explique si quiere entenderse».

SEGUNDO. ¿Así que usted cree que en toda obra, y sobre todo en ésta, hay dos sentidos distintos, ambos encerrados en las mismas expresiones, el uno en Londres, el otro en París?

PRIMERO. Y que esos signos presentan tan claramente esos dos sentidos, que su amigo se ha engañado, puesto que asociando nombres de comediantes ingleses a nombres de comediantes franceses, aplicándoles los mismos preceptos y concediéndoles idénticos elogios y censuras, ha imaginado sin duda que lo que decía respecto de los unos era igualmente justo respecto de los otros.

SEGUNDO. Por lo que dice, ningún otro autor ha incurrido en tantos contrasentidos como ése.

PRIMERO. Las mismas frases de que se sirve enuncian una cosa en la encrucijada de Bussy y otra diferente en la de Drury Lane, según tengo el pesar de comprobarlo. Pero el punto importante sobre el que diferimos completamente su autor y yo es el que se refiere a las cualidades esenciales de un gran comediante. Yo reclamo de él mucho discernimiento, que sea un espectador frío y sereno; en consecuencia, le exijo mucha penetración y ninguna sensibilidad, esto es, el arte de imitarlo todo, o sea una aptitud semejante para todo género de caracteres y para toda clase de papeles.

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