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Denis Guedj - El teorema del loro

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Un buen día Monsieur Pierre Ruche un librero de viejo de París recibe una - photo 1

Un buen día Monsieur Pierre Ruche, un librero de viejo de París, recibe una carta de un amigo matemático de Brasil que no ha visto desde la Segunda Guerra Mundial. Casi simultáneamente se entera de que su amigo ha muerto quemado en circunstancias misteriosas. Releyendo la carta que le había enviado, llena de referencias matemáticas, Monsieur Ruche cree detectar un mensaje cifrado que le revela el enigma de su antiguo compañero.

El teorema del loro es una novela muy original, didáctica y entretenida a la vez, que ha sido saludada por la crítica francesa como El mundo de Sofía de las matemáticas.

Denis Guedj

El teorema del loro

Novela para aprender matemáticas

Título original: Le Théorème du Perroquet

Denis Guedj, 1998

Traducción: Consuelo Serra

Retoque de cubierta: Rob_Cole

Editor digital: Rob_Cole

ePub base r1.2

A Bertrand Marchadier

Gracias a Brigitte, Jacques Binsztok, Jean Brette, Christian Houzel, Jean-Marc Lévy-Leblond e Isabelle Stengers.

1. Sin futuro

Como todos los sábados, Max se había dado un garbeo por las Pulgas de Clignancourt; había ido a pie por el norte de la colina de Montmartre. Después de revolver en el tenderete del vendedor a quien Léa había cambiado las Nike manchadas que Perrette le había regalado la semana anterior, entró en el gran almacén de excedentes coloniales y se puso a escarbar en un montón de objetos heterogéneos cuando divisó, hacia el fondo del local, a dos tipos elegantones muy excitados. Pensó que se pegaban. No era asunto suyo. Entonces vio al loro; los dos tipos intentaban capturarlo.

Eso sí lo convertía en asunto suyo.

El loro se defendía a picotazo limpio. El más bajo de los dos hombres le agarró un extremo del ala. Rápido como el rayo, el loro se dio la vuelta y le picó el dedo hasta hacerle sangre. Max vio que el individuo abría la boca gritando de dolor. El otro, el más alto, furioso, asestó un puñetazo a la cabeza del loro. Max se aproximó, creyó oír al loro aturdido que chillaba: «Asesi… Asesi…». Uno de los dos individuos sacó un bozal. ¡Poner un bozal a un loro! Max arremetió contra ellos.

En ese mismo instante, en la calle Ravignan, Perrette, que contenía la respiración a causa del fuerte olor a aceite de motor, entró en el garaje-habitación. Separó las cortinas de la cama con baldaquín y alargó una carta a Ruche. Un sello del tamaño de un boniato coloreaba el sobre. ¡Un sello de Brasil! Perrette observó que la carta había sido echada al correo hacía bastantes semanas. El matasellos informaba que venía de Manaos. Pero Ruche no conocía a nadie en Brasil y mucho menos en Manaos.

Monsieur Pierre Ruche

1001 Hojas

Calle Ravignan

París XVIII Francia.

Las señas de la carta eran correctas, aunque faltaba el número de la calle y la razón comercial estaba escrita de forma curiosa: «1001» en lugar de «Mil y Una».

Manaos, agosto de 1992

Querido π R:

La manera de escribir tu nombre te revelará quién soy. No te desmayes, soy yo, tu viejo amigo Elgar a quien no ves desde hace… medio siglo, sí, sí, lo tengo contado. Nos separamos después de habernos escapado, ¿recuerdas?, era en 1941. Querías marcharte, me decías, para seguir luchando en una guerra que tú aún no habías empezado. Yo quería abandonar Europa para dejar atrás la que, en mi opinión, había durado demasiado. Y eso es lo que hice. Cuando nos separamos embarqué hacia la Amazonia, donde resido desde entonces. Vivo cerca de la ciudad de Manaos. Habrás oído hablar seguramente de ella, la famosa capital del caucho, ahora venida a menos.

Te preguntarás por qué te escribo después de tantos años. Pues para avisarte de que vas a recibir un cargamento de libros. ¿Por qué tú? Porque éramos los mejores amigos del mundo y tú eres el único librero que conozco. Voy a mandarte mi biblioteca. Todos mis libros: varios cientos de kilos de libros de matemáticas.

Ahí están todas las joyas de ese tipo de literatura. Seguramente te extrañará que al referirme a matemáticas hable de literatura. Te garantizo que hay en estas obras historias que valen tanto como las de nuestros mejores novelistas. Historias de matemáticos como, por ejemplo, y cito a voleo, las de los persas Omar al-Jayyam o al-Tusi, el italiano Niccolò Fontana Tartaglia, el francés Pierre Fermat o el suizo Leonhard Euler. Y muchos otros. Historias de matemáticos, pero también de matemáticas. No tienes por qué compartir mi punto de vista. En eso serías como tantos, infinitos, que no ven en ese saber más que un montón de verdades tristemente aburridas. Si algún día se te ocurriera abrir uno de esos libros, hazme el favor, amigo mío, de hacerte esta pregunta: «¿Qué me cuentan estas páginas?». Estoy seguro de que entonces verás esas matemáticas tristes y opacas bajo otra luz, que te satisfará, insaciable lector de las mejores novelas. Dejémoslo aquí.

En los paquetes que no tardarás en recibir está lo que, a mis ojos, constituye el súmmum del opus matemático de todos los tiempos. Está todo.

No lo dudes: es la colección privada de obras de matemáticas más completa que se ha reunido jamás. ¿Cómo he podido hacerlo? Cuando las veas, enseguida comprenderás, como experto librero que eres, cuánto me ha costado. En tiempo, en energía y en dinero, por supuesto: ¡una fortuna! Descubrirás entre ellas originales, a veces de hace cinco siglos, que he podido conseguir muchas veces tras años de… cacería, ésa es la palabra. ¿Cómo las he podido comprar? Comprenderás que guarde un púdico silencio sobre ese tema. No siempre he seguido los caminos más honestos ni he usado los medios más lícitos, pero quiero que sepas que ninguna de esas obras está manchada de sangre. Puede ser que, aquí y allá, solamente algunas gotas de alcohol, y turbios compromisos.

Esos libros que yo mismo he escogido uno a uno, y que he tardado decenios en reunir, eran para mí, sólo para mí. Cada tarde escogía aquéllos con los que iba a pasar una larga noche en vela. Noches voluptuosas, tórridas y húmedas del ecuador. Eran perfectamente comparables, créeme, a aquellas noches ardientes que nosotros vivimos en las pensiones de los alrededores de la vieja Sorbona. Pero me estoy desviando del tema.

Una palabra más. Si tú no has cambiado, como supongo, con respecto a esa biblioteca tengo pensado que: 1) como sé la poca atracción que sientes por el dinero, no la venderás, y 2) como soy consciente de lo poco que te atraen las matemáticas, no leerás ninguna de esas obras, y así no las estropearás más de lo que ya lo están.

Un abrazo,

Elgar

La provocación de la última frase era evidente. Elgar Grosrouvre no había cambiado. Ruche se prometió a sí mismo que, por una vez, iba a contrariar los retorcidos planes de su amigo. Si recibía esos libros, se prometió que los leería. Y que los vendería.

¡Exactamente lo que Grosrouvre había supuesto! Sabía que Ruche no procedería de otro modo para actuar como librero: en primer lugar leer los libros, y luego venderlos. Pero también sabía que, tras su lectura, Ruche nunca los vendería.

¿Estaba en la Amazonia? ¿Qué diablos había ido a hacer allí? ¿Por qué a la ciudad de Manaos? Absorto en sus pensamientos, a Ruche se le habían pasado por alto las dos notas añadidas en la segunda cuartilla:

N. B. : Las hermosas cajas que me había esforzado en confeccionar se rompieron. Para remediarlo, tuve que rellenar deprisa, con los libros puestos de cualquier modo en el interior, unas cajas de madera. Será necesario, querido π R, que los vuelvas a clasificar y los ordenes siguiendo los criterios que te parezcan más convenientes. Pero eso ya no es de mi incumbencia.

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