El 12 de abril de 1861, a las 4:30 de la madrugada, un primer obús estalla contra las murallas de Fuerte Sumter, en Carolina del Sur. La guerra de Secesión acaba de empezar. 85 años después de su Declaración de Independencia, la nación estadounidense se hunde en la guerra civil durante la cual morirán cientos de miles de hombres, inmersos en el fango y el horror de los campos de batalla.
Las raíces de este conflicto se remontan a principios del siglo. Fruto de una evolución diferenciada en el seno de un mismo país, el norte y el sur de los Estados Unidos presentan muchas diferencias: mientras que el primero es industrializado y liberal, el segundo es conservador, con una economía basada en las plantaciones de algodón. Sin embargo, las tensiones se producen en torno a la cuestión de la esclavitud: condenada por el norte, es primordial para el reino del algodón.
En 1860, cuando el republicano abolicionista Abraham Lincoln accede a la presidencia, se consuma la ruptura. Los Estados sudistas, que rechazan la política nordista, se escinden y crean los Estados Confederados de América. La guerra estalla, y tanto los yanquis nordistas como los confederados sudistas pretenden combatir hasta el final, librando una lucha encarnizada. Las batallas se encadenan y hacen destacar a brillantes estrategas como Ulysses S. Grant o Robert E. Lee. La guerra de Secesión, que acaba el 9 de abril de 1865 con la capitulación de los Estados Confederados, sigue siendo hoy el conflicto más mortífero de la historia de los Estados Unidos.
Contexto político, social y económico
Norte y sur: dos mundos en una misma nación
Lejos de los estragos de la guerra, los Estados Unidos de la primera mitad del siglo XIX son, por varias razones, una potencia territorial, demográfica y económica en pleno auge. El siglo parece prometedor. El territorio nacional no deja de crecer con las conquistas, las compras de tierras y la colonización de territorios en detrimento de las poblaciones indias. En 1860, el país está formado por 33 estados federados y ya cuenta con las fronteras que tiene hoy en día, exceptuando Alaska y el archipiélago de Hawái. Esta vasta extensión territorial va acompañada por un importante crecimiento demográfico procedente de la renovación natural de la población, pero sobre todo de una inmigración constante de europeos que buscan riquezas y libertades. La población pasa de los 4 millones en 1790 a los 31 millones en 1860.
Esta expansión territorial y demográfica impulsa la economía del país, y la inmensidad de las tierras adquiridas a lo largo de las décadas ofrece un sinfín de oportunidades. La agricultura y ganadería, lejos de contentarse con el mercado interior, ahora se abren a la exportación. Asimismo, el sector industrial de los Estados Unidos sigue la vía de la primera revolución industrial del hierro, del carbón y de la máquina de vapor (1830-1870) que ya ha transformado la faz de Europa. Las industrias textil, metalúrgica y mecánica gozan de un crecimiento de casi el 8 % anual, gracias al apoyo de una mano de obra inagotable, de una revolución de los medios de transporte (los barcos y trenes de vapor) y de la innovación de los instrumentos técnicos (el telégrafo eléctrico inventado por Samuel Morse en 1844 o la máquina de coser creada por Isaac Singer en 1851). El estilo de vida de los estadounidenses cambia inevitablemente: las pequeñas producciones agrícolas autosuficientes son cada vez más escasas y dan paso a inmensas explotaciones especializadas, mientras que la afluencia de inmigrantes colma las ciudades, que se convierten en verdaderas metrópolis económicas. La población de Nueva York, de 100 000 habitantes en 1810, se ha multiplicado por diez 50 años más tarde.
Sin embargo, este increíble auge de los Estados Unidos también produce fracturas entre el norte y el sur de la joven nación. Estos dos mundos, que disfrutan de forma desigual de los avances de la época, tienen intereses y necesidades totalmente opuestos. En el norte, el clima, más frío, ha limitado las explotaciones agrícolas en provecho de la economía mercantil e industrial. Esto favorece el liberalismo, el espíritu emprendedor y el deseo de ascenso social. En el sur, en cambio, el clima es mucho más suave, por lo que los habitantes se dedican al cultivo intensivo del tabaco, de la caña de azúcar y, sobre todo, del algodón. La sociedad, que yace sobre grandes terratenientes, es mucho más fija y se parece mucho más a la antigua aristocracia europea.
La Revolución Industrial de la primera mitad del siglo XIX refuerza estas diferencias. En efecto, el norte dedica una parte cada vez más importante de su economía a la industria, hasta el punto de que en 1860 el 90 % de la producción industrial del país procede de esta región. Asimismo, preconiza una legislación aduanera proteccionista para proteger a sus empresas. El sur también experimenta las consecuencias de la Revolución Industrial. La demanda de algodón para el norte y para Europa aumenta constantemente, y de ello resulta una especialización peligrosa de la economía del sur y el incremento de la dependencia hacia el mundo exterior, que provoca su endeudamiento progresivo con los bancos del norte. Esta situación, a contrario del caso del norte, requiere una política librecambista necesaria para favorecer las exportaciones.
Así pues, la misma nación alberga dos mundos opuestos. Sin embargo, aunque el norte y el sur logran convivir durante un tiempo, habrá una cuestión que lo pondrá todo en tela de juicio: la esclavitud.
La esclavitud y sus consecuencias
Con sus orígenes en las secuelas de la primera colonización, la esclavitud se practica en el territorio estadounidense desde el establecimiento de los primeros colonos. No obstante, su importancia es evidente en el sur agrícola donde el esclavo negro, acostumbrado a las altas temperaturas, es una fuente indispensable de mano de obra. A través de los siglos, en el sur se ha desarrollado un verdadero modelo socioeconómico que se basa en esta práctica.
En 1787, la cuestión sigue estando en el centro de los debates durante la redacción de la Constitución de los Estados Unidos. Al igual que los principios de la Declaración de Independencia de 1776 que aboga por la igualdad entre los hombres, muchos de los padres fundadores consideran que la esclavitud es una vileza. Pero las divisiones que crea entre los distintos estados del joven país impiden una abolición pura y simple. Por lo tanto, en 1787, la Constitución deja a cada estado la elección de practicar o no la esclavitud, y solo se prevé para 1808 la eliminación del tráfico, es decir, del comercio de esclavos desde África hacia los Estados Unidos. Así, los padres fundadores esperan contener el mal hasta que se produzca su supresión natural.