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Christian Jacq - El Egipto de los grandes faraones

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Christian Jacq El Egipto de los grandes faraones
  • Libro:
    El Egipto de los grandes faraones
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2013
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El Egipto de los grandes faraones: resumen, descripción y anotación

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Introducción

Durante el año 1881 ocurren en Egipto hechos singulares. En el mercado de antigüedades aparecen numerosos objetos antiguos, sin duda auténticos y de gran calidad. En un período como éste, en que apenas acababa de iniciarse la exploración científica del Antiguo Egipto, su arte atrae ya a muchos coleccionistas de dudosa honestidad. Un egiptólogo francés, Gastón Maspéro, director del Servicio de Antigüedades instalado en El Cairo, presintiendo la importancia del asunto, abre una investigación para intentar descubrir de dónde provienen estas obras.

En el medio rural egipcio no es nada fácil discutir. Todo lo que represente la autoridad, venga de donde venga, inspira un cierto sentimiento de desconfianza. Hay muchos crímenes que nunca se han llegado a aclarar, aun habiendo testigos oculares de sobra. La venta, más o menos fraudulenta, de antigüedades encontradas casualmente ha sido siempre la especialidad de ciertos clanes y familias. En el caso que nos ocupa, la abundancia de objetos en circulación implica la participación de varias personas. La pista conduce hasta la región de Tebas, la fabulosa capital del Imperio Nuevo, y concretamente hasta la familia de Abd-er-Rasul; es imposible, sin embargo, ir más lejos. Mucha gente parece estar al corriente, pero nadie quiere hablar.

La paciente obstinación de los egiptólogos se verá de todos modos recompensada. En Egipto el tiempo transcurre más despacio, es más eterno y hay que saber esperar. Una persona que trabajaba para Maspéro, Emile Brugsch, recibe la visita de un fellah que acepta indicarle el lugar donde se encuentra el tan codiciado escondrijo. Se organiza una expedición a un profundo pozo cavado en la roca, al sur del extraordinario templo de Dayr al-Bahari. Tienen que bajar, seguir una pequeña galería y llegan, al final, a una cámara funeraria. En principio estaba destinada a una reina oscura, llamada Inhapy. Por el suelo hay vasijas, muchas de ellas rotas, pero también sarcófagos con momias.

Para un egiptólogo, encontrar intacta una sepultura real significa un momento de gran emoción. Emoción llena de respeto porque se está en presencia del cuerpo momificado de monarcas que gobernaron el imperio más rico y más enigmático del mundo. Cuando Brusch descifró los jeroglíficos que le revelaban el nombre de los faraones que dormían allí eternamente, su corazón empezó a latir con violencia. Lo que él acababa de descubrir no eran las momias de reyes desconocidos o poco conocidos, sino las de los faraones más importantes del Imperio Nuevo: Tutmés III, Amenofis I, Seti I, Ramsés II. Se trataba de nombres encontrados cientos de veces en las inscripciones, nombres que evocaban templos, batallas, una civilización esplendorosa. Así pues, merced a una rivalidad entre campesinos que desembocó en una denuncia, volvían a aparecer los cuerpos de esos nombres ilustres.

Maspéro iba a recibir otra gran sorpresa. Una vez sacadas las momias del lugar en que los sacerdotes las habían resguardado durante uno de los períodos más agitados de la historia egipcia, el egiptólogo buscó la manera de llevar su preciada «carga» a El Cairo. Hubo de tomar la «autopista» que se utiliza siempre, es decir, el Nilo. Las momias se colocaron en una barca y salieron de Tebas en dirección a El Cairo. ¡Cuál no sería su sorpresa al ver, en la orilla del río, mujeres que gritaban en señal de duelo y hombres disparando sus fusiles! Al practicar estos ritos funerarios, los egipcios del siglo XIX rendían homenaje a sus antiguos monarcas, que habían construido la grandeza de su país.

Desgraciadamente, cuando llegó a El Cairo, el funcionario encargado de recibirle fue mucho menos respetuoso. Contemplaba las momias con un aire de perplejidad sin interesarle el destino póstumo de esos gigantes de la historia universal. El único problema que se planteaba era qué tasa se podía aplicar a esa mercancía. Como las momias no constaban en ningún fichero aduanero, las consideró al final como pescado seco.

A diferencia de ese funcionario que no mostró ningún interés, nosotros, rindiendo homenaje a los grandes faraones de Egipto, descubriremos con suma admiración la imagen de una de las civilizaciones más antiguas que se conocen. Se suele considerar que la historia egipcia abarca del IV milenio antes de Cristo hasta la era cristiana. Según Manetón, autor antiguo cuya importancia veremos más adelante, hay que remontarse mucho más en el tiempo, atribuyéndole unos 6.000 años de duración a la historia propiamente dicha —sin tener en cuenta el reinado de los dioses—; sin embargo, la egiptología adopta, en algunos clanes universitarios, una «cronología corta» de unos 3.200 años. La cronología sigue siendo oscura y muchas fechas son hipotéticas. Cuando empieza la historia escrita, hacia el 3.000 a. de J. C. (esta fecha tampoco es del todo fiable), la aventura egipcia tiene ya un pasado que es difícil de evaluar.

En el caso de Egipto, lo que resulta prodigioso es la coherencia de la civilización y, sobre todo, la duración de la institución faraónica. Pocos siglos separan la Edad Media francesa de la época actual y, sin embargo, todo ha cambiado; pero los egipcios de la época ptolemaica y los del Antiguo Imperio reconocían la existencia de un rey-dios, de un faraón jefe del Estado, aunque les separasen miles de años. Se trata, pues, de una larga historia, pero sobre todo de una historia que posee un centro vivo —el faraón— que permanece inmutable a pesar de acontecimientos a veces dramáticos. Esta continuidad enraizada en lo sagrado y no en lo político puede sorprender profundamente. Hay que tener en cuenta también que ninguno de los 350 faraones que ocuparon el trono de Egipto traicionó esta concepción en cuanto a sus principios; si consideramos, por último, que de Cleopatra hasta nuestros días hay como mínimo la mitad de tiempo que de Menes, el primer faraón «histórico», hasta Cleopatra, comprenderemos claramente que la civilización faraónica es una parte esencial de la aventura humana.

Egipto es hijo del sol. Es la forma visible del dios Ra, principio creador a quien los sacerdotes de la ciudad santa de Heliópolis, actualmente desaparecida, consagraban una vida de trabajo y de búsqueda. Todas las mañanas, al salir el sol por encima de las colinas del desierto oriental, el país volvía a nacer. El recorrido del sol es un modelo teológico, mostrándonos que cualquier movimiento se produce entre un nacimiento y una muerte. Muerte solamente aparente, después de todo, porque el sol al desaparecer bajo la Tierra prepara su resurrección. Así sucede con la historia de Egipto, que muchas veces pareció hundirse en la nada para luego resurgir mejor de las tinieblas.

Egipto es también un gran loto; el Alto Egipto, la parte meridional del país, es su tallo, y el Delta o Bajo Egipto es la flor. De unos mil kilómetros de longitud, pero sin alcanzar los treinta kilómetros de anchura en el Alto Egipto, la tierra de los faraones, en su parte cultivada y habitable, ocupa una superficie algo menos extensa que la de Bélgica. Limita al este y al oeste con desiertos, al norte con el Mediterráneo que sirve de frontera natural, y en el sur cumplen esta función las sucesivas barreras formadas por las cataratas del Nilo. Vemos, pues, que el conjunto geográfico convierte a Egipto en un territorio muy especial que permite el desarrollo de estructuras originales.

Desde un principio, hay un hecho histórico que corrobora este análisis; a pesar de invasiones extranjeras, influencias externas, contactos con el mundo exterior, el Egipto faraónico se mantuvo intacto en lo esencial, preservando su genio propio.

«Nuestra propia civilización, así como la de toda Europa, está vinculada por miles de lazos indisolubles a ese mundo», escriben los egiptólogos alemanes Erman y Ranke. Esta constatación es fundamental. Al leer la historia de los faraones no nos perderemos en un exotismo tan alejado de nosotros que no lo podamos comprender. El Oriente Próximo de la Antigüedad (y en especial Egipto) es antepasado nuestro. Nuestras raíces espirituales, sensibles, intelectuales, se hunden en él. Es totalmente erróneo creer que Egipto es una civilización prefilosófica y que Grecia y Roma fueron las primeras culturas capaces de «pensar» y de «hacer ciencia». Es muy de lamentar que Egipto ocupe un lugar tan reducido en el proceso educativo, desempeñando como desempeña un papel tan importante en nuestra vida espiritual y en nuestra memoria profunda. Para todos aquellos que tuvieron la suerte de viajar a Egipto, resulta evidente que en este lugar, en la tierra del dios-sol, se formaron elementos fundamentales de la conciencia humana. ¿Acaso hace falta ensalzar el arte egipcio, subrayar su extraordinaria belleza, su profunda significación? Sin embargo, en realidad sólo conocemos pocas obras, y muchas de las que albergan los museos merecerían ser descubiertas o redescubiertas. La religión egipcia, durante demasiado tiempo estudiada desde un punto de vista racionalista, contiene tesoros que aún pueden seguir suscitando una fe que procede del interior. Se conoce todavía mal la literatura egipcia (sea «religiosa» o «profana», además esas distinciones solamente poseen un carácter muy relativo en Egipto). En los Textos de las pirámides, en los Textos de los sarcófagos, en las Sabidurías, en los cuentos… se encuentran un sinfín de enseñanzas. En la escritura, la estatua, el símbolo sagrado, se perfila una prodigiosa alegría de vivir y de existir.

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