Christian Jacq - El saber mágico en el antiguo Egipto
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- Libro:El saber mágico en el antiguo Egipto
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2014
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El saber mágico en el antiguo Egipto: resumen, descripción y anotación
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El templo es un ser vivo
Basta acercarse a él con cuidado, dejarse deslizar a lo largo de la avenida de esfinges que desemboca frente a los dos gigantescos colosos de piedra que ordenó tallar el gran Ramsés II, y comenzar a latir con el ritmo que marca el recinto. Porque, tanto para los antiguos sacerdotes egipcios, como para Christian Jacq y una larga mirada de autores que han sentido Egipto en sus venas, las sagradas piedras de Luxor, en el Alto Egipto, ordenadas —o desordenadas, según se mire— a escasos metros del río Nilo, son parte de un ser vivo de ciclópeas proporciones.
… al menos, eso creyeron sus constructores
Otros templos también, conservan parte de su hálito, pero éste es de los pocos recintos arqueológicos de ese fascinante país en los que todavía se puede sentir esa curiosa sensación de vitalidad. Basta con acudir de noche, cuando el número de turistas ha decrecido drásticamente y las temperaturas se suavizan permitiendo al visitante avisado un paseo tranquilo. Y allí, en cualquiera de sus rincones, frente a cualquiera de sus columnas o de sus paredes preñadas de jeroglíficos, uno puede dejarse ir. Dejar que nuestra respiración se acompase con la del templo y permitir que afloren a nuestra mente aquellas imágenes y símbolos que esas milenarias piedras exhalan.
Y no es broma
Los antiguos iniciados lo sabían, y si tuviéramos que creer a pie juntillas las explicaciones que diera en la segunda mitad de este siglo el filósofo alsaciano René Schawaller de Lubicz, eran también conscientes de que cada una de las partes del templo, de sus salas y arquitrabes, representaba todos y cada uno de los elementos esenciales que conforman el cuerpo humano. Ese conocimiento, por cierto, nunca se transmitió a cualquiera: el acceso a Luxor, o a cualquier otro océano sagrado, mágico por tanto, de Egipto, estaba velado a los mortales, y solo sacerdotes y faraones podían acceder a su interior. Una vez dentro, gracias a juegos de luces y sombras, a la incineración de plantas y raíces aromáticas y al empleo de determinados instrumentos musicales, se creaba una atmósfera especial capaz de inducir a quienes estuvieran dentro a estados especiales de consciencia que les permitían «hablar» con los dioses. Ahí es nada.
Y eso sólo era una mínima parte de la magia egipcia. Una sabiduría transmitida de generación en generación mediante complejos sistemas de iniciación, cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos. Recientemente autores de éxito como Robert Bauval, que descubrió que las tres grandes pirámides de la meseta de Giza en El Cairo representan en realidad las tres estrellas «del cinturón» de la constelación de Orión, tal y como se encontraban en el 10500 a. C. (!), han sugerido que las iniciaciones eran, en realidad, una especie de método mnemotécnico que podría estar enmascarando un conocimiento científico de altura que permitió a los antiguos habitantes del Nilo trasladar bloques de más de doscientas toneladas, modelar como si fuera de plastilina rocas tan duras como la diorita, o hasta desarrollar técnicas curativas y quirúrgicas ciertamente muy avanzadas. Ahora bien, ¿de dónde procedió una «ciencia sagrada» tan osada, y hasta qué punto logró esa magia egipcia dominar a la naturaleza y a todos sus elementos?
En este libro Christian Jacq pasa revista a esos enigmas. Él parte del principio de que para entender la mentalidad egipcia hay que abandonar nuestros prejuicios racionalistas y aceptar que los egipcios creían que todo en la naturaleza estaba vivo —templos, por tanto, incluido—, y que se podía establecer un diálogo con cada una de sus partes.
Y Jacq sabe bien lo que se dice. De hecho, este autor francés, famoso gracias a su trilogía de novela El juez de Egipto o a su pentalogía sobre Ramsés que ha sido traducida a 23 idiomas y que lleva millones de ejemplares vendidos, es un auténtico experto en esoterismo egipcio. Tras su doctorado «oficial» en egiptología y su pátina de academicismo, se encuentra en realidad un prolífico autor e investigador, que se cree heredero —si no reencarnación— del mismísimo Champollion, y cuyas primeras obras estuvieron consagradas a la astrología y la masonería; ambas por cierto, entroncadas con Egipto de otra manera. Y es que Jacq sabe que estudiar la civilización de los faraones aislándola de su componente mágico, iniciático y esotérico es sesgar drásticamente una comprensión global de aquellos tiempos.
Este libro es, por tanto, consecuencia directa de la búsqueda íntima del autor por alcanzar las fuentes primeras del conocimiento egipcio. Una obra en la que desnuda sus verdaderos intereses, que van mucho más allá de la popularización del país del Nilo gracias a sus novelas, y que, de paso, permitirán al lector conocer más de cerca por qué autores como él se han quedado atrapados en la fascinación que ejerce el antiguo Egipto.
JAVIER SIERRA
Diciembre 1997
La vida de un egiptólogo, incluso en nuestros días, se sitúa a menudo bajo el signo de la aventura. Es necesario, desde luego, pasar largas horas inclinado sobre los papiros, atento a los textos de los templos y estelas. Las bibliotecas son cavernas con tesoros en las que, gracias a los trabajos de los predecesores, es posible conocer los caminos que llevarán al descubrimiento. Pero toda esta erudición, por indispensable que sea, no reemplaza a un contacto vivo con Egipto.
Un egiptólogo que no crea en la religión egipcia, que no participe de una total simpatía hacia la civilización que estudia, no podrá, a nuestro entender más que pronunciar palabras vacías. El intelectualismo por brillante que sea, no ha reemplazado nunca al sentimiento vivo, incluso en una disciplina científica. Los más grandes sabios son aquéllos que participan del misterio del universo y tienden a expresarlo por medio de su visión del Conocimiento, nutrido a través de los años.
Si esto es cierto para ciencias tales como la física, como indicó Eisenberg, Einstein y tantos otros, se comprenderá que el antiguo Egipto reclame, por parte del que lo estudia, otra actitud distinta del frío racionalismo y del «distanciamiento» histórico.
Una tarde de Navidad en Luxor, se me ofreció un suntuoso regalo. Una invitación para cenar con una familia de cazadores de serpientes. El abuelo, amigo de Francia, hablaba admirablemente nuestra lengua. Me ofreció el lugar de honor, a su lado, durante la cena, en presencia de su mujer, sus cuatro hijos y sus tres hijas. Fuera, la noche era suave. Cuando el sol se puso, estalló en decenas de colores que se fueron apagando en un último tono rojizo que fue a morir en los muros del templo de Luxor, la obra maestra del faraón Amenophis III y de su genial arquitecto Amenhotep, hijo de Hapou.
La vivienda de mi anfitrión no tenía nada de magnífica. Pobremente amueblada, pretendiendo ser bonita, era, sin embargo, un templo a la amistad. Palomas asadas, arroz, tortas, pasteles… se había dispuesto un festín para honrar al viajero.
En esta fiesta cristiana de Navidad, en el transcurso de una larga cena que no acabó hasta poco antes del alba, nuestra conversación giró sobre un solo y único tema: la magia. Mi anfitrión y sus hijos realizaban una extraordinaria función: capturar serpientes y escorpiones. Ante los periodistas que, de vez en cuando, venían a preguntarles sobre su curioso oficio, se presentaban como personas sencillas, precavidas, herederos de una antigua tradición familiar, comerciantes de veneno vinculados a una función lucrativa. Estas declaraciones no me satisfacían. En el curso de mis investigaciones, me había encontrado, como todo egiptólogo con la magia. Muchos «sabios» han intentado separarla de la religión egipcia como una tara incompatible con la altura de las concepciones metafísicas expuestas en los grandes textos. Pero la magia es sólida. Está siempre presente en Egipto, tanto en los recovecos de un cuento que creemos «literario» como en el interior de una tumba o sobre los muros de un templo. En la época de los faraones, los que se ocupaban de los animales venenosos eran magos que habían recibido una iniciación, un saber, que utilizaban fórmulas específicas cuyo manejo requería cualidades excepcionales.
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