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Truman Capote - Color local

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Truman Capote Color local
  • Libro:
    Color local
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1950
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Luz

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NUEVA YORK

(1946)


E S UN MITO; la ciudad, los cuartos y las ventanas, las calles que escupen vapor; un mito diferente para todos y para cada uno, una cabeza de ídolo con ojos de semáforo, que va haciendo guiños de un verde tierno o de un rojo cínico. A esta isla —flota en el agua dulce como un témpano diamantino— llámala Nueva York, o dale el nombre que quieras; éste apenas si importa porque quien entra en ella desde la realidad mayor que es cualquier otra parte va solo en pos de una ciudad, de un lugar donde esconderse, donde perderse o encontrarse a sí mismo, donde construir un sueño en el que pruebas que tal vez, después de todo, no eres un patito feo, sino un ser maravilloso y digno de amor, como lo pensaste cuando te sentabas en el porche frente al cual pasaban los Fords; como lo pensaste cuando planeabas tu búsqueda de una ciudad.


He visto a la Garbo dos veces en la última semana; la primera en el teatro, donde ocupaba el asiento de al lado, y luego en un anticuario de la Tercera Avenida. A los doce años de edad una tediosa serie de percances me hizo permanecer mucho en cama, empleando la mayor parte del tiempo en escribir una comedia, cuya estrella habría de ser la mujer más hermosa del mundo, que fue como describí a la señorita Garbo en la carta que acompañó el manuscrito. Jamás acusaron recibo de la comedia, ni de la carta, y por mucho tiempo albergué un rencor intenso, que no se disipó por cierto hasta la noche pasada cuando, con un vuelco total del corazón, reconocí a la mujer en el asiento vecino. Fue sorprendente encontrarla tan pequeña y de colores tan vivos; como lo señaló Loren MacIver, además de aquellos rasgos uno apenas si espera que haya color también.

Alguien preguntó: «¿Piensa usted que ella tiene tan siquiera una pizca de inteligencia?», lo que me parece una pregunta absurda; en realidad, ¿a quién le importa si es inteligente o no? Ciertamente, basta con que haya podido existir un rostro así. Aunque ya la Garbo misma debió llegar al punto de deplorar la trágica responsabilidad de poseerlo. No por bromear quiere estar sola; es apenas lógico, me imagino que es el único momento en que no se siente sola: quien recorre un camino singular lleva siempre consigo algún dolor, y uno no se lamenta en público.

Ayer, en el anticuario, caminaba de un lado a otro, muy atenta a todo, aunque sin interesarse en nada, en realidad, y en un momento de locura pensé en hablarle; sólo para oír su voz, ¿me entiende? El momento pasó, a Dios gracias, y a poco había salido ella por la puerta. Fui hasta la ventana y la observé, caminando presurosa por la azul calle crepuscular, con aquel paso largo, agalopado. En la esquina dudó, como insegura de la dirección deseada. Las luces de la calle se encendieron, y una ilusión óptica creó de repente sobre la avenida un ciego muro blanco: sola y con el viento azotándole el abrigo, la Garbo, aún la mujer mis hermosa del mundo, la Garbo, un símbolo, se fue derecho hacia él.


Hoy, almuerzo con M. ¿Qué se puede hacer con ella? Dice que el dinero terminó por acabársele y que, si no regresa a casa, la familia se niega por completo a ayudarle. Es cruel, me imagino, pero le dije que no veía otra alternativa. Desde un punto de vista, por cierto, no creo que le resulte posible regresar a casa. Pertenece a la secta de quienes muy veloz e irrevocablemente son atrapados por Nueva York: la de los talentosos sin un talento. Demasiado agudos para aceptar un clima más provinciano, mas sin la agudeza necesaria para poder respirar con libertad dentro del apetecido, siguen su camino, alimentándose de manera neurótica de la periferia de la escena neoyorkina.

Sólo el éxito, y éste en una cima peligrosa, podría traer algún alivio, pero los artistas sin arte sufren siempre la tensión sin el descanso, la irritación sin la perla. Tal vez podría darse el éxito, si la presión por alcanzarlo no fuese tan tremenda. Se sienten impulsados a demostrar algo, porque la clase media, de la que brotan en su mayor parte, sólo tiene palabras fulminantes para los hombres sensibles de su medio, para sus jóvenes de inteligencia experimental que no muestran de inmediato que estos esfuerzos resultan rentables, en términos de dinero. Pero si una civilización cae, ¿es el dinero lo que sus herederos encuentran en las ruinas? ¿O es una estatua, un poema, una obra de teatro?

Esto no significa que el mundo le deba a M., ni a nadie, un modo de ganarse la vida; ¡ay!, conociéndola sé que lo más probable es que sería incapaz de escribir un poema, uno bueno, se entiende; sin embargo, conserva su importancia; sus valores se equilibran, pues es suya una dosis más que ordinaria de autenticidad, y merece un destino mejor que pasar de una adolescencia tardía a una edad media prematura, sin pasar por un período intermedio y sin nada que mostrar.


Calle abajo hay un taller de reparación de radios, a cargo de un italiano de edad, Joe Vitale. A comienzos del verano apareció un letrero en la fachada de la tienda: The Black Wido. Y, en letra más pequeña: OBSERVE ESTA VITRINA PARA OBTENER NOTICIAS SOBRE THE BLACK WIDO. Así que nuestro vecindario se preguntó y esperó. Pocos días más tarde se añadieron algunas fotos amarillentas a lo exhibido; éstas, tomadas unos veinte años antes, mostraban al señor Vitale, un hombre corpulento, con su traje de baño negro que le llegaba hasta la rodilla, gorro de natación, negro también, y careta. Bajo los retratos, los subtítulos a máquina explicaban que Joe Vitale, a quien sólo habíamos conocido como el reparador de radios de hombros caídos y ojos tristes, alguna vez, en una encarnación superior, había sido nadador de primera y salvavidas en la Playa de Rockaway.

Se nos anunció que debíamos seguir observando las vitrinas. Nuestro premio llegó a la semana siguiente: en una banderola de letra destacada, Mr. Vitale anunciaba que The Black Wido estaba a punto de reanudar su carrera. Había un poema en la vitrina, y el poema se llamaba «El sueño de Joe Vitale»; contaba de sus sueños por volver a darle el pecho a las olas, a conquistar el mar.

Al día siguiente apareció una nota final: en realidad se trataba de una invitación según la cual todos seríamos bienvenidos a Rockaway el 20 de agosto, pues ese día pensaba nadar desde aquella playa hasta Playa Jones, un lugar lejano. En los días de verano que faltaban el señor Vitale se sentó en el exterior de su tienda, sobre un banco de campaña, a observar las reacciones de los transeúntes a sus diferentes manifestaciones; se sentaba allí, desprendido y como soñando, asintiendo, sonriendo cortés cuando los vecinos se detenían a desearle suerte. Un muchacho sabihondo le preguntó por qué había omitido la última letra de Wido, y él le respondió con calma que widow con w es para las damas.

Por algún tiempo no ocurrió nada más. Luego, una mañana, al despertar, el mundo se burló del sueño de Joe Vitale. Su historia apareció en todos los periódicos; los tabloides pusieron su foto en las primeras páginas. Y tristes fotos eran, ciertamente, pues ahí estaba él, no en un momento de triunfo sino de agonía; ahí estaba, de pie en la playa de Rockaway, con policías a lado y lado. Y en las versiones que daban tomaron esta actitud: había una vez un viejo loco y tonto que se untó de grasa y salió trotando hasta el mar, pero cuando los salvavidas lo vieron nadar tan lejos, se hicieron a sus botes y lo trajeron a la orilla; qué hombre más marrullero, este cómico anciano, pues tan pronto como le dieron la espalda, se lanzó de nuevo, y entonces los salvavidas tuvieron que volver a salir remando, y The Black Wido, traído a la fuerza hasta la playa como un tiburón medio muerto, regresó, no para escuchar el canto de las sirenas, sino los insultos, gritos y pitos de la policía.

Habría que ir a decirle a Joe Vitale cuánto lo siente uno, cuán valiente lo considera, y decirle…, pues, lo que se pueda; la muerte de un sueño no es menos triste que la muerte, y ciertamente exige, a quienes lo han perdido, un dolor igual de hondo. Pero su tienda está cerrada y lo ha estado por mucho tiempo; ya no hay señales de él en ninguna parte, y su poema se deslizó del lugar que ocupaba, yendo a parar a un sitio donde ya no es posible verlo.

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