William Ospina - ¿Dónde está la franja amarilla?
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- Libro:¿Dónde está la franja amarilla?
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1997
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¿Dónde está la franja amarilla?: resumen, descripción y anotación
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WILLIAM OSPINA. Poeta, ensayista, novelista y traductor colombiano nacido en Padua, Tolima, en 1954. Estudió Derecho en la Universidad de Santiago de Cali y Literatura Francesa en la Universidad de Nanterre (Francia). Es miembro fundador de la revista Número. Ganó el Premio Nacional de Poesía Colcultura en 1992 con El país del viento. Algunos de sus libros de poemas son: Hilo de arena (1986), La luna del Dragón (1992), y ¿Con quién habla Virginia caminando hacia el agua? (1995). Dentro de sus libros de ensayo más reconocidos están: Es tarde para el hombre (1994), Esos extraños prófugos de Occidente (1994), Los dones y los méritos (1995), Un álgebra embrujada (1996) y ¿Dónde está la franja amarilla? (1997).
En 2005 comenzó a publicar la que será una trilogía literaria, que inició con Ursúa, novela en la que aborda la Conquista de América y el hallazgo del río Amazonas. Un verdadero testimonio dramático de la colonización. La segunda novela, El país de la canela (2008), continúa con esta serie sobre los viajes al Amazonas durante el siglo XVI y fue galardonada con el Premio Rómulo Gallegos en 2009. La tercera lleva por título La serpiente sin ojos (2013).
William Ospina está considerado como uno de los escritores, poeta y ensayista más destacados de las últimas generaciones, y sus obras son mapas eruditos de sus amores literarios, acompañados de una clara posición ideológica sobre la historia y el mundo moderno.
Título original: ¿Dónde está la franja amarilla?
William Ospina, 1997
Fotografiá de cubierta: Alfonso Pérez Acosta
Diseño de cubierta: Patricia Martínez Linares
Editor digital: Himali
ePub base r1.2
[1] Porfirio Barba Jacob, «Acuarimántima».
En alguno de sus relatos Gabriel García Márquez habla de un hombre que está muriendo de indigencia en el paraíso. Cualquier colombiano, rico o pobre, puede hoy reconocerse allí.
Hemos hecho del más privilegiado territorio del continente una desoladora pesadilla. Las sierras eléctricas aniquilan una naturaleza que podría salvarnos; la conquista de América prosigue con su viejo rostro brutal contra los hombres y las selvas; la peste del olvido borró nuestros orígenes y nuestros sueños.
Pero todos necesitamos un país. Las páginas que siguen no son más que un esfuerzo sincero, por entender lo que somos: un escritor tiene el deber de ser parte de su tierra y de su época.
Reinventar el país no puede ser tarea de unos cuantos, pero la enormidad de la labor casi exige milagros. Recuerdo entonces aquellas palabras de Voltaire sobre los hombres de su tiempo: «Necesitaban milagros: los hicieron».
W. O.
Abril de 1997
Una de las más indiscutibles verdades de nuestra tradición es que la sociedad colombiana se funda en el ejemplo de la Revolución Francesa y en la Declaración de los Derechos del Hombre, lo mismo que en sus ideales de libertad, igualdad y fraternidad. Cuando recientemente se celebró el segundo centenario de esa revolución, muchos nos recordaron cuán intensamente procedemos de ella y somos hijos de su ejemplo. Sin embargo, yo creo que si algo demuestra la sociedad colombiana y el aparato de sus instituciones es que nadie procede de una revolución distante y nadie puede simplemente ser hijo de su ejemplo. Una revolución se vive o no se vive, y la pretensión de heredar sus emblemas sin haber participado de la dinámica mental y social que le dio vida, sin haber conquistado sus victorias ni padecido sus sufrimientos, no es más que una sonora impostura. Nuestra historia suele caracterizarse por esa tendencia a pensar que basta repetir con embeleso las palabras que expresaron una época para ya participar de ella. Basta que gritemos Liberté, Egalité y Fraternité, para que reinen entre nosotros la luminosa libertad, la generosa igualdad, la noble fraternidad, para que ya hayamos hecho nuestra revolución, Pero en realidad nos apresuramos a proferir esos gritos para evitar que llegue esa revolución y para simular que ya la hicimos.
Ciento ochenta años después de su independencia del Imperio Español, la colombiana es una sociedad anterior a la Revolución Francesa, anterior a la Ilustración y anterior a la Reforma Protestante. Bajo el ropaje de una república liberal es una sociedad señorial colonizada, avergonzada de sí misma y vacilante en asumir el desafío de conocerse, de reconocerse, y de intentar instituciones que nazcan de su propia composición social. Desde el Descubrimiento de América, Colombia ha sido una sociedad incapaz de trazarse un destino propio, ha oficiado en los altares de varias potencias planetarias, ha procurado imitar sus culturas, y la única cultura en que se ha negado radicalmente a reconocerse es en la suya propia, en la de sus indígenas, de sus criollos, de sus negros, de sus mulatajes y sus mestizajes crecientes.
También se ha negado, después de que fuera ahogada en sangre la experiencia magnífica de la Expedición Botánica, a reconocerse en su naturaleza. Por ello ahora paga las consecuencias de su inaudita falta de carácter. Ha permitido que sean otros pueblos los que le impongan una interpretación social y ética de algunas de sus riquezas naturales. Ha asumido el pasivo y miserable papel de testigo de cómo la lógica dé la sociedad industrial transforma por ejemplo la hoja de coca en cocaína, la consume frenéticamente, irriga con su comercio las venas de su economía, y finalmente declara a los países que la cultivan, la procesan y la venden como los verdaderos responsables del hecho y los únicos que deben corregirlo. Así, un problema que compromete la crisis de la civilización, la incapacidad de las sociedades modernas para brindar serenidad y felicidad a sus muchedumbres, el vacío ético propio de una edad que declina, y la necesidad creciente de esta época por aturdirse con espectáculos y sustancias cada vez más excitantes, es convertido por irresponsables gobiernos y por imperios inescrupulosos en un problema de policía, y siempre son los serviles países periféricos que se involucran los que terminan siendo satanizados por el dedo imperial. Ello porque es ley fundamental de todo poder que la culpa siempre sea de los otros, y sobre todo de los débiles.
La razón por la cual a los seres humanos nos cuesta tanto trabajo encontrar las causas de los males, es porque lo último que hacemos es mirar nuestro corazón. Siempre miramos el corazón del vecino para encontrar al culpable, y nos aturdimos con la presunción infinita de nuestra propia inocencia. Así obra el imperio. Incita, paga, consume, produce substancias procesadoras, pule procedimientos, desarrolla métodos de mercadeo, sostiene inmensos aparatos estatales dedicados a instigar el tráfico para conocerlo y poder reprimirlo, permite que legiones de funcionarios se envilezcan y traicionen en nombre de la patria y de la comunidad, sacraliza prácticas degradantes y repugnantes bajo la vieja enseña de que el fin justifica los medios, y finalmente se declara inocente víctima de una conspiración y convoca a la cruzada de los puros contra los demonios.
Pero esto que ocurre en el campo de las relaciones internacionales, y que repite lo que ocurrió siempre en las desiguales relaciones entre el país y los otros, es apenas uno de los marcos en los cuales se mueve la increíble realidad de nuestro país.
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