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William Ospina - El dibujo secreto de América Latina

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William Ospina El dibujo secreto de América Latina
  • Libro:
    El dibujo secreto de América Latina
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2018
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El dibujo secreto de América Latina: resumen, descripción y anotación

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WILLIAM OSPINA Padua Tolima Colombia 1954 Es autor de numerosos libros de - photo 1

WILLIAM OSPINA (Padua, Tolima, Colombia, 1954). Es autor de numerosos libros de poesía, entre ellos Hilo de Arena (1986), La luna del dragón (1992), El país del viento (Premio Nacional de Poesía del Instituto Colombiano de Cultura, 1992); de ensayo, entre ellos Los nuevos centros de la esfera (Premio de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada de Casa de las Américas, La Habana, 2003), Es tarde para el hombre (1992), ¿Dónde está la franja amarilla? (1996), Las auroras de sangre (1999), La decadencia de los dragones (2002), América mestiza (2004), La escuela de la noche (2008) y Pa que se acabe la vaina (2013), y de las novelas Ursúa (2005), El País de la Canela (Premio Rómulo Gallegos 2009) (2008) y La serpiente sin ojos (2012).

BORGES Y GINEBRA

Si Buenos Aires fue la ciudad de su niñez, Ginebra fue la ciudad de su adolescencia. Allá nació el lector y aquí nació el poeta. Borges se había educado en la biblioteca de su padre, en el barrio Palermo; allí conoció a Stevenson y a Oscar Wilde, de quien tradujo un cuento cuando tenía diez años; allí se deleitó con los terrores de Edgar Allan Poe, y allí conoció también no sólo los libros de la literatura argentina sino a los hombres: a Macedonio Fernández, a Almafuerte y a Evaristo Carriego.

El mismo nos dijo que al comienzo no sabía que hablaba dos lenguas distintas: pensaba que eran apenas la manera de relacionarse con dos abuelas diferentes. Pero dos tradiciones literarias le habían llegado por la sangre, las dos grandes lenguas de América, la lengua castellana, “el bronce de Francisco de Quevedo”, y “el inglés de aquella Biblia que su abuela leía frente al desierto”.

Había nacido en una frontera abierta al mundo: en los años previos a su nacimiento, Argentina, el enorme país casi deshabitado, se había ido llenando de inmigrantes, y esa infancia de fábulas en inglés y en español debió de estar rodeada también por el rumor del italiano y del portugués, del polaco y del ruso.

Tenía quince años cuando llegó con su familia a Ginebra. Alguna vez dijo con ironía que sabían tan poco de historia universal que escogieron para llegar a Europa precisamente el año 1914.

Uno podría citar al poeta Housman y decir que llegaron a Ginebra in the day when heaven was falling (en aquel día en que se caía el cielo), pero también les tocó la fortuna de estar rodeados por la guerra y casi no sentirla. O tal vez sentirla de otra manera, como encierro y como acechanza, como tristeza que cargaba la atmósfera, como espacio donde se refugiaban los sueños y las voces. Borges llegó a pensar que lo que más recordaría de Ginebra sería ese sentimiento de encierro y las lloviznas interminables. En una nota autobiográfica de 1926, dice: “He estudiado en Ginebra durante el triste decurso de la guerra y en 1918 fui a España con mi familia”. En 1927, lo que más pesaba en su recuerdo eran el encierro y las lluvias, y Borges creyó que aquella época persistiría en él como un malestar para siempre: “La época de la guerra la pasé en Ginebra, época sin salida, apretada, y que recordaré siempre con algún odio”.

Sin embargo, con el paso del tiempo, él mismo advirtió que los recuerdos que le iban quedando de Ginebra eran más bien felices: recuerdos de libros y de versos, de amistades y de grandes aventuras espirituales. Porque mientras las vivimos pesan mucho las incomodidades físicas, las atmósferas sombrías y los pequeños contratiempos, pero en la memoria pesan más las ideas y los sueños, el cuerpo procura purificarse de sus malos recuerdos, y tal vez por eso a la humanidad le interesa menos la historia que la leyenda. Es fácil advertir que creemos más en la imaginación y en el sueño que en la realidad, recordamos más a don Quijote que a Cervantes.

Viniendo de una ciudad que crecía vertiginosamente, los Borges llegaron a una ciudad pequeña en apariencia pero cargada de memoria, pasaron del mundo casi innominado de América a sentir los ayeres de Europa. Y el que rodeó aquella adolescencia era a la vez un mundo crepuscular y un comienzo. La guerra del 14 fue la más devastadora y la más desalentadora del siglo; aunque no la supera en el número de muertos, sin duda fue aún peor que la segunda, porque las técnicas de muerte que estaba incorporando al mundo fueron escalofriantes. Toda la revolución industrial hizo su aporte, los vehículos terrestres y aéreos recién inventados, las bombas, los químicos, el infierno estaba inaugurando sus almacenes. Paul Valéry vio en ella la agonía de una civilización, y los grandes espíritus de Europa padecieron ese viento apocalíptico que los arrancaba a una suerte de paraíso ilusorio, que los dejaba en una encrucijada llena de incertidumbres y a la orilla de un gran abismo.

Fue esa guerra la que llevó a Joyce a escribir el a tratar de remendar con palabras el tejido desgarrado de la cotidianidad; y fue esa guerra la que llevó a Thomas Mann a escribir La montaña mágica, para examinar el abismo que se había abierto entre la tradición y el presente. Conviene recordar que otros dos ejercicios de minuciosa reconstrucción del pasado se alzaron como recurso del espíritu para enfrentar las desintegraciones de aquel hecho horroroso: El hombre sin atributos, de Musil, y En busca del tiempo perdido.

Para Borges, más allá de las incomodidades del momento, a pesar de la vasta guerra que afuera devoraba a Europa, aquellos fueron años de aprendizaje y de íntima felicidad, y más tarde empezó a sentir creciente nostalgia de ellos. Porque dos nuevas tradiciones literarias lo estaban esperando aquí: el francés, la lengua en que hizo su bachillerato, y el alemán, que buscó por su cuenta a través de las gramáticas y de los diccionarios.

Al comienzo cometió el ingenuo error de pensar que le sería posible aprender alemán leyendo la obra de Kant, pero en cuanto se convenció de esa imposibilidad encontró un camino más dulce y más melodioso: el Intermezzo lírico, de Heinrich Heine.

Ginebra era un mágico cruce de caminos y estaba poblada por numerosas sombras ilustres. La de Rousseau, que inventó una época de la humanidad, la de Voltaire, a quien Borges consideraría el mejor prosista de todas las literaturas, y las de esos poetas ingleses, Milton y Shelley y Byron, que por aquí pasearon siglo a siglo sus pasiones y sus pesadillas.

Viniendo del país de las grandes llanuras, Borges llegó al país de las montañas, y fue tal vez el recuerdo de Suiza lo que alguna vez le hizo decir que todas las llanuras son iguales pero que no hay una montaña igual a otra. También le gustaba recordar que Ginebra le había dado otra lengua, que aprendió y después olvidó, el latín, y que aquí había recibido la revelación.

Pero si bien la tradición del español ya le pertenecía y la tradición del inglés no lo abandonó nunca, el francés y el alemán, los dones de Ginebra, le permitieron entrar en contacto con dos vastas y ricas literaturas, y encontrar algunos de los que serían sus autores más queridos, aquellos por los cuales agradeció vivir. A lo largo de muchos años, cada vez que le preguntaban quién era para él el poeta, siempre respondía: “Paul Verlaine”, y cada vez que le preguntaban por su filósofo favorito, hablaba de “el joven Schopenhauer, que descubre el plano general del universo”. En su más alto canto de gratitud, el “Otro poema de los dones”, en el que se aplicó a enumerar los seres y las cosas que más lo maravillaron del mundo, después de mencionar a Dante y a Las mil y una noches, a Whitman y a Francisco de Asís, vuelve a dar gracias “Por Verlaine, inocente como los pájaros”, y “Por Schopenhauer, que acaso descifró al universo”.

Ginebra le dio nuevas lenguas y nuevas tradiciones literarias. Entre los quince y los veinte años tal vez uno ya haya descubierto la literatura, pero es entonces cuando descubre la amistad y el amor. Los amigos de su adolescencia, compañeros del Liceo Calvino como Maurice Abramowicz, a los que tuvo y perdió muy temprano, en esos tiempos en que de verdad existía la ausencia, fueron una nostalgia de toda la vida. Pero a lo largo del tiempo, Ginebra fue cargándose para él de nuevas significaciones.

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