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William Ospina - La lámpara maravillosa

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William Ospina La lámpara maravillosa
  • Libro:
    La lámpara maravillosa
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
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  • Año:
    2018
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La lámpara maravillosa: resumen, descripción y anotación

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WILLIAM OSPINA Padua Tolima Colombia 1954 es autor de numerosos libros de - photo 1

WILLIAM OSPINA (Padua, Tolima, Colombia, 1954) es autor de numerosos libros de poesía, entre ellos Hilo de Arena (1986), La luna del dragón (1992), El país del viento (Premio Nacional de Poesía del Instituto Colombiano de Cultura, 1992), y de ensayo, entre ellos Los nuevos centros de la esfera (Premio de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada de Casa de las Américas, La Habana, 2003), Es tarde para el hombre (1992), ¿Dónde está la franja amarilla? (1996), Las auroras de sangre (1999), La decadencia de los dragones (2002), América mestiza (2004), La escuela de la noche (2008).

Su primera novela, Ursúa (2005), da comienzo a una trilogía sobre la Conquista, que continuó con El País de la Canela (2008) y terminará con La serpiente sin ojos.

Carta al maestro desconocido

Los gobiernos suelen confiar a los guerreros la misión de salvar a sus pueblos. “Salve usted la patria”, le dicen a un hombre a caballo que tiene una lanza en la mano, y que tiene el deber heroico de desbaratar a grupos feroces de enemigos armados. Hoy, la situación es otra. Es el maestro el que tiene el deber y la posibilidad de salvar a la sociedad.

Pero ¿quién es el maestro? No necesariamente alguien que tiene esa profesión y a quien se le paga por enseñar: yo creo que en todos nosotros tiene que haber un maestro, así como en todos tiene que haber un alumno. Es tanto lo que hay por aprender que nadie puede darse el lujo de ser solo el que enseña y nadie puede darse el lujo de ser solo el que aprende. Estamos en tiempos difíciles, estamos en tiempos sombríos, por eso tampoco podemos darnos el lujo de pensar que sólo hay unos sitios especializados llamados escuelas donde se enseña y se aprende. El país entero es la escuela, el mundo entero es la escuela, y un buen maestro debe ayudarnos a aprender también las lecciones que nos dan los ríos cuando se desbordan, las selvas cuando son taladas, la industria cuando no tiene conciencia de sus responsabilidades, los políticos cuando en lugar de cumplir con la noble misión de administrar los recursos públicos para el beneficio común, se abandonan a la corrupción y al egoísmo.

Todos los seres humanos estamos aprendiendo a cada instante. Lo real no es que no aprendamos, sino que a menudo aprendemos lo que no se debe. Porque de nada se aprende tanto como del ejemplo: y cualquier persona en el mundo moderno está expuesta siempre a elocuentes y pésimos ejemplos. Nadie diría que la televisión es una cátedra de buenas maneras, la política no es siempre una lección de honestidad, la publicidad no es que sea una lección de modestia y de austeridad, la economía mundial no es ni mucho menos una lección de generosidad, el modo como se gobierna el mundo no es por supuesto una admirable lección de lógica. Y cuando los alumnos, al responder las pruebas de evaluación de sus procesos de entendimiento, demuestran que no saben manejar los principios básicos de la lógica, que no logran razonar, que no saben deducir, que no comprenden bien el sentido de los textos, que no consiguen argumentar con claridad y con método, a menudo lo que nos están demostrando es que viven en un mundo que no enseña lógica, que no muestra sensatez, que no trasmite orden mental, que no enseña a entenderse con los demás.

No cometamos el error de pensar que todo ello se debe exclusivamente a que están fallando los maestros, a que están fallando los métodos pedagógicos, a que está fallando la escuela. Lo que ocurre es que la escuela es una parte apenas del sistema educativo, y a veces descargamos sobre ella toda la culpabilidad de los males y toda la responsabilidad de las soluciones. Por eso repito que la educación tiene el deber de corregir los males de la sociedad y de salvarla en momentos de tanta confusión y de tanta angustia, pero me apresuro a aclarar que esa educación tiene que comprometer a toda la comunidad y no sólo a la escuela y a sus maestros.

La escuela, sin embargo, tiene unas posibilidades de ayudar al cambio que otros sectores no tienen. Recibe a las personas en una edad temprana, cuando son más receptivas, más curiosas, más vivaces y más capaces de confiar en quien las guía. Tiene todo el tiempo para experimentar métodos de aprendizaje apelando al entusiasmo, a la solidaridad, a la sana emulación, a la cooperación, a la capacidad de juego, a la extraordinaria memoria y al alto sentido del honor y del orgullo personal que normalmente tienen los jóvenes cuando no se los trata de un modo ofensivo o despótico. Todo niño está lleno de preguntas, y la educación sería más fácil si no creyera estar llena de respuestas, si aprendiera que, como decía Novalis, todo enigma es un alimento, algo que nos mueve a buscar, que debe movernos a buscar la vida entera; que lo peor que le puede ocurrir a una pregunta verdadera es saciarse con la primera respuesta que encuentre.

La educación no debe consistir tanto en llenarnos de certezas como en orientar y alimentar nuestras búsquedas. Si a alguien le interesa, por ejemplo, el tema de la salud y de la enfermedad, valdría la pena preguntarle por qué casi todas las medicinas vienen de las plantas, qué misterio casi milagroso hay en esos surcos y en esas semillas. Y a todos nos conviene preguntarnos cuándo se separaron la gastronomía y la medicina. Yo no tengo duda de que en sus orígenes la gastronomía y la medicina debían ser la misma cosa, como creo que tendrán que volver a serlo. La medicina preventiva son los alimentos, y buena parte de la medicina curativa deben serlo también. El mundo moderno parece demostrarnos que cuanto más separadas ambas cosas, más rentables son, y más dañinas. Si lo que comemos nos hace daño, la industria farmacéutica gana más.

Todo eso tiene que ver con la idea que planteaba antes de que el mundo entero es en cierto modo la escuela, y que la educación está, o debería estar, en todas partes. Voy a poner otro ejemplo que tiene que ver con la alimentación. Una especie tan antigua y diestra como la especie humana debió aprender hace mucho tiempo que los alimentos confiables tienen cincuenta siglos de seguro. Quiero decir, alimentos que hayamos puesto a prueba durante cinco mil años, nos brindan ya todas las garantías de que son sanos, de que son provechosos. Esas semillas que hemos domesticado a lo largo de los milenios: el maíz, el trigo, la cebada, el centeno; esa leche, esos quesos, esas frutas, esas verduras y esas nueces. Hay que decir que esas bebidas, también, los jugos, las cervezas, los vinos. Pero en tiempos recientes la experimentación científica ha empezado a modificar esas semillas tan largamente conquistadas. La genética está en condiciones de incorporar genes de una especie a otra, para fortalecer o alterar algunas de sus características, y todo eso está bien, es muy humano investigar y experimentar. Pero por supuesto, una especie sensata y prudente lo que no puede hacer es incorporar enseguida esos resultados a la dieta común, cuando faltan décadas, si no siglos, para saber cuáles serán las consecuencias de esas modificaciones. Conviene estar alertas frente a las locuras de la industria, capaz a veces de proponer que se incorpore de modo abrupto a la dieta humana un producto manipulado genéticamente, por mero afán de rentabilidad, pretendiendo que se han hecho pruebas suficientes, sin saber aún qué efecto causarán esos cambios sobre la información genética de las generaciones.

Otra característica casi divina de la naturaleza es la prodigalidad de las simientes. Desde siempre en el mundo cada especie derrocha sus semillas, el polen fecundo vuela en el viento, la simiente humana y animal, los mecanismos de reproducción, son de una abundancia abrumadora, y ello prueba que la principal tendencia de la vida es la voluntad de permanencia, el designio de la perpetuación, y que el principal seguro de las especies es la generosidad, la abundancia de recursos para multiplicar eso que Rubén Darío llamaba, “la universal, omnipotente, fecundación”. Ahora la técnica y la industria han empezado a obrar modificaciones curiosas: a inventar, por ejemplo, frutos sin semilla, con el fin de hacerse dueños de las patentes y de obligar a los cultivadores a tener que comprar las semillas de nuevo, siempre y siempre. Pretenden que haber obrado una innovación sobre los bienes de la tierra les asegura la propiedad sobre ellos, la privatización de sus dones. Nunca he visto nada que contraríe de un modo más alarmante la prodigalidad de la vida. ¿Cuándo nos cobró la naturaleza por sus semillas? ¿Cuándo nos privó del derecho a cultivar naranjas y viñedos? Yo no suelo hablar de pecados, pero me resulta difícil concebir un pecado más evidente que ese de reemplazar la generosidad infinita de la naturaleza por la mezquindad del mercado. Educación es plantear el debate sobre temas como estos, y en ese sentido, lo que hay que aprender aquí es lo mismo que hay que aprender en todo el planeta. El planeta es la escuela. Hay, sin embargo, otros campos en que la educación tiene que ver con temas locales.

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