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William Ospina - Por los países de Colombia

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William Ospina Por los países de Colombia
  • Libro:
    Por los países de Colombia
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2002
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Por los países de Colombia: resumen, descripción y anotación

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En las noches mestizas

ALGUNA vez le confesó a un amigo que se proponía escribir un largo poema sobre el Descubrimiento de América. Muchos versos, sin duda, ya habían tomado forma en su mente, por ese procedimiento singular de su poesía, que crecía lenta y segura en él, y que solo circunstancialmente se resignaba a lo definitivo del lenguaje escrito. Repetiría para sí largamente los versos hasta que su música delicada fuera satisfactoria, por concertar la vastedad de los paisajes y el vigor de los hechos con ese tono íntimo que es su don principal. Nunca llegó a terminarlo, y descendió con él a la muerte, pero es el poema que nos prometen los primeros, enigmáticos versos de Morada al Sur. Esas noches donde se cruzan las razas, esa épica descripción de los potros que avanzan castigando y modificando la tierra.

En las noches mestizas que subían de la hierba,

jóvenes caballos, sombras curvas, brillantes,

estremecían la tierra con su casco de bronce.

Ese tono épico, al comienzo de un poema autobiográfico, puede sorprendernos, sobre todo si pensamos en lo sosegado y sedentario de la vida de su autor. Lo poco que sabemos de ella nos muestra a un muchacho de provincia llegado a la ciudad y convertido en un funcionario, sobrio y silencioso, tímido y huraño, dedicado al solo goce de la lectura y casi indescifrable para los seres que le fueron cercanos. Una vida tal nos desconcierta, tan habituados como estamos a esperar de los poetas hechos memorables y patéticas o agradables anécdotas. Los poetas conocidos de nuestra tierra suelen cumplir con esa convención: Silva, Guillermo Valencia, Porfirio Barba Jacob, León de Greiff. Y de pronto, el más notable, el más perdurable de todos, nos deja la imagen de un funcionario modesto y de un padre de familia sumiso a los rituales de la vida cotidiana, al lado de una obra asombrosa de pasión, de música verbal, de armonía y de brevedad.

Su poesía parece tan lejana de su existencia corriente, tan encerrada en un ámbito distante y hermético, que tal vez ese primer enigma podría ser una clave central de su vida y de su obra.

ERA EN EL BELLO SUR

En lo fundamental, la poesía de Aurelio Arturo deriva del ámbito de su infancia y de su juventud. Transcurre, ante todo, en la vieja casa de sus padres, en los valles del sur, en los campos vecinos, en un mundo tan intensamente vivido y tan perdido, que el poeta nunca logró escapar a su fascinación. Morada al Sur es, entre tantas cosas, un monumento de la nostalgia. En él Arturo nos confía sus primeros encuentros con el mundo, los aros concéntricos de esa relación apasionada y fabulosa. Allí donde por primera vez se sintió ser, donde se supo vivo y solitario, rodeado por leguas de misterios precisos. Donde miró la luz y los ciclos del mundo, y donde lo conmovieron la constancia de los fenómenos y la mágica metamorfosis que el tiempo opera en nosotros.

Miraba el paisaje, sus ojos verdes, cándidos.

Una vaca sola, llena de grandes manchas,

revolcada en la noche de luna, cuando la luna sesga,

es como el pájaro toche en la rama,

“llamita”, “manzana de miel”.

Donde, sobre todo, aprendió el amor de la belleza, que nunca se nos aparece en sus versos como una relación con algo ideal, sino como un regocijo nacido de las cosas más nítidas. Los bosques y sus árboles, las bestias silenciosas, los concertados fenómenos de la naturaleza, la firmeza de las moradas humanas en un ambiente reposado y propicio.

Había nacido en La Unión, Nariño, en 1906. Tan lejos del centro de gravedad de un país que entraba en el siglo desangrado por las guerras civiles, tan lejos de la capital donde reinaba una sediciosa aristocracia política y una empobrecida aristocracia cultural; la vida en esas apartadas regiones, sin ser idílica, se aproximaba a un cierto ideal de la vida en la naturaleza que ya parece definitivamente perdido para nosotros. Los padres de Arturo poseían tierras y ganados, eran pequeños señores en una región donde prevalecía la servidumbre, y no carecían de una relación modesta y sincera con la cultura. Amaban a su tierra como aprendió a amarla el niño: detalladamente, y cuando lustros después Arturo se detenía por las avenidas para señalar a sus hijos el movimiento desconcertado y luminoso de las hojas de un álamo, repetía sin duda esa antigua complacencia con la naturaleza que tan difícilmente se adquiere en la ciudad, desde donde los campos se ven como un mundo útil e incómodo, en el que sólo es posible vivir trasladando a él toda la escenografía urbana, la plétora de astucias y de máquinas que nos protegen del tedio y de la aventura.

EN EL UMBRAL DE ROBLE DEMORABA

Una casa amplia y acogedora, cuyos umbrales no eran muy distintos de los naturales umbrales del bosque, una casa con amplios salones y ventanales ávidos que reciben toda la luz exterior, así es en los poemas, acaso magnificada por la devoción pero inevitablemente fiel a su modelo, la casa de la infancia. Por ella vagó cuando niño, sintiendo el contraste entre el destino humano, que adecua los elementos a las necesidades de la vida social, y el turbulento oleaje de la vida silvestre que se ahondaba en valles y bosques hacia ese mundo distante y extraño que habría de ser, años después, su mundo.

Te hablo de días circuidos por los más finos árboles:

te hablo de las vastas noches alumbradas

por una estrella de menta que enciende toda sangre.

En esa casa sintió para siempre la presencia invisible de los antepasados, sintió que el pasado, hondo en rostros y en hechos, le da forma y dignidad a las moradas del hombre. En uno de sus versos perduraría, hermosamente, aquella sensación: en este umbral pulido por tantos pasos muertos, nos dice con su voz siempre afortunada.

Años antes, otro hombre taciturno, menos jubiloso pero igualmente pensativo, escribía junto al Elba: “Un escalón que no esté profundamente gastado por los pasos, no es, al fin y al cabo, más que un poco de madera más bien triste”.

En ese lugar Aurelio Arturo estuvo de algún modo hasta el fin. Cuando, sesenta años después, la muerte lo alcanzó en su modesta casa bogotana, el poeta seguía allá, asomado a mundos inalcanzables, desde las grandes ventanas de su infancia.

ESTA TIERRA DONDE ES DULCE LA VIDA

La de Nariño es una extraña tierra. Tal vez a ninguna parte del país le es más aplicable esa observación de pintor que Arturo le dedica a su patria:

bellos países donde el verde es de todos los colores.

Mesetas y llanuras llenas de verde y de frío, esa región está lejos del resto de la patria, y lo estaba mucho más a comienzos de siglo. Áridos y desolados cañones la separan, verdaderos desiertos donde aún ahora sobreviven, en lo alto de unas sierras pobres y ardientes, caseríos miserables asomados a campos amarillos de maíz. En el esplendor y la delicadeza de sus colores, honduras donde el llano se vuelve rojizo y las mesetas verdosas y azules, y donde a veces, como espuma, una bruma espesa resbala sobre las formas caprichosas de las montañas, habita una raza sin destino, desamparada y sucia de pobreza, que asoma a las puertas de casas vacías unos ojos inmóviles que parecen interrogar pero que en realidad solo miran al mundo sin esperanza. Perdido en esos yermos yo he vivido noches espectrales en las que el cielo parecía mucho más cierto que la tierra. Su firmamento nocturno está lleno de estrellas fugaces, y bajo las constelaciones, como un conjuro, fluye en la sombra la voz pausada de los campesinos, “contando historias”.

Un famoso episodio de nuestro pasado común tiene por escenario esas tierras. A la cabeza de un ejército vacilante, rico en traidores, Nariño avanzó entre el polvo y el fuego, hacia el sur, para anexar a Colombia el más grande fortín de los españoles. Muchos días y muchas noches padecieron esa geografía malvada, diezmados por los cuchillos de los indios y por incesantes deserciones. Cuando al fin, arrastrado por su terquedad y por su conciencia del peligro de la reconquista, Nariño llegó al sur, había sobrevivido a tantas conjuras, había dejado atrás tantos peligros acechando, e iba tan traicionado y tan solo, que debió resignarse a entrar sin escolta y entregarse a los hombres que pensaba destruir.

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