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William Ospina - Un álgebra embrujada

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William Ospina Un álgebra embrujada
  • Libro:
    Un álgebra embrujada
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2012
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ALFONSO REYES Y LOS HADOS DE FEBRERO

El 9 de febrero de 1913, a las puertas del Palacio Nacional, y a punto de convertirse en jefe de la nación mexicana, fue ametrallado el general Bernardo Reyes. Este hecho tuvo para la historia de México una doble importancia. Le arrebató al hombre que acaso habría podido conjurar una gran tragedia nacional, o que al menos pudo haber influido notablemente sobre ella. Y además, de un modo a la vez más poderoso y más secreto, marcó para siempre la vida de Alfonso Reyes, el hijo del general, quien tenía a la hora de la tragedia 24 años y que llegaría a convertirse en uno de los más grandes escritores de nuestra lengua.

La muerte gloriosa e inútil de su padre, teniendo al fondo los fuegos y las músicas de la Revolución mexicana, hizo que la vida de Alfonso Reyes se dedicara de un modo tan firme y tan infatigable a los trabajos del pensamiento. “El que quiera saber quién soy —escribió años después— que lo pregunte a los hados de febrero”.

Cuando pensamos en Alfonso Reyes nos llega la imagen de un hombre maduro y afable, rodeado por una inmensa biblioteca, entregado la vida entera a trabajar y transformar la lengua castellana, a escribir “de cara a los volcanes” nítidos y conmovidos poemas, ensayos rigurosos y apasionantes sobre la antigüedad clásica y sobre la modernidad de la América mestiza, a reflexionar sobre la complejidad de nuestros orígenes, a enriquecer la tradición literaria y a estimular toda suerte de empresas intelectuales en las naciones de habla española. Amigo de Borges, de Victoria Ocampo, de Pedro Henríquez Ureña, Reyes sería también el encargado de llevar la palabra en el entierro de su amigo Porfirio Barba Jacob, y sabemos que la voz se le quebró antes de terminar su oración. Amigo de Jorge Zalamea y de muchos otros colombianos, escribió páginas memorables sobre Jorge Isaacs y José Asunción Silva, y siguió la evolución de nuestras letras con la misma pasión y lucidez que puso siempre en todas sus empresas.

Es corriente afirmar, como una fórmula piadosa, casi como un consuelo, que los muertos no están muertos, que siguen vivos en nosotros. México ha hecho de ese sentimiento algo más que una fórmula: ha hecho una fiesta y un culto. Hijos de una cultura que alcanzó una inquietante familiaridad con la muerte, los mexicanos celebran anualmente una suerte de carnaval donde la muerte es el invitado, donde los muertos, como en los expresivos grabados de Posada, reciben el homenaje de los vivos y alternan con ellos. Esa fiesta de calaveras de colores, donde por todas partes nos miran cuencas de azúcar, no se agota en su mera superficie pintoresca: es la expresión del alma de un pueblo. Basta leer Pedro Páramo para saber hasta qué punto la idea de la fusión entre los mundos de los vivos y los muertos es una obsesión de la cultura mexicana. Podríamos explicarla como una tenaz persistencia de la memoria, como una obstinada negativa a olvidar, que confiere a los seres idos la condición de presencias ineluctables.

Este extremo ejercicio de la memoria podría parecemos algo enfermizo si no fuera porque evidentemente no asume allí la forma de una ceremonia ominosa y lúgubre sino que se manifiesta más bien de un modo poético y creador. En otras regiones del continente, aquí mismo, en pueblos de la cordillera, persiste la costumbre familiar de hablar de los muertos como si estuviesen vivos, e incluso de hablarles, de esperar y comentar su respuesta. Pero en ninguna parte esto ha alcanzado la magnitud que tiene en México.

La persistencia de esos muertos pueriles o alegres que ciegos a la gravedad de su inexistencia se abandonan otra vez a las fruslerías del mundo es conmovedora. Parece que una inmensa nostalgia los arrebatara a su nicho y los arrojara de nuevo a la luz. Pero son los vivos quienes los convocan al gran carnaval. “En ausencia de los dioses reinan los fantasmas”, y este carnaval de fantasmas es tal vez la manera como todo un pueblo se sobrepone a la muerte violenta de sus dioses, una muerte que, aun olvidada por las conciencias, dura en los cuerpos como desamparo y ansiedad.

Para dilación de su gloria, el genio de Alfonso Reyes no se condensó en una obra que subyugue poderosamente la imaginación o en unos personajes inolvidables, sino que está dispersa como un continuo ejercicio de la inteligencia, la gracia y la nobleza del estilo. Borges ha dicho de él que “escribió la mejor prosa de la lengua castellana de todos los tiempos”. Si hay protagonistas en su obra, habría que decir que son el lenguaje y el pensamiento, aunque con frecuencia se encarnan en personajes. En “Trayectoria de Goethe”, por ejemplo, nos pinta con la maestría de un gran biógrafo, el retrato físico y mental de ese memorable alemán, y rastrea de un modo a la vez austero y minucioso su destino.

Una de las labores fundamentales de Alfonso Reyes fue la de contribuir toda la vida con su ejemplo y sus obras a la definición de lo que son nuestros pueblos y sus culturas, a la eficaz construcción de nuestra identidad. No teníamos deber más imperioso que encontrar un lenguaje que realmente nos perteneciera, que no sonara en nuestros labios como una música desajustada y prestada sino que adquiriera nuestra respiración, nuestra malicia, nuestro humor y el modo de nuestro sentir. Rubén Darío y sus discípulos realizaron fundamentalmente esa labor con el verso y cambiaron al continente. Nadie como Alfonso Reyes cumplió esa labor con la prosa, puliéndola para el futuro, para la conversación, para la novela y la filosofía, para muchas cosas que ya vemos y para muchas otras que aún son promesas.

Sin embargo, sé que hay quienes, impacientes de una identidad súbita, deseosos de que nuestra cultura sea espontánea y mágicamente poderosa sin que tengamos que esforzarnos por conseguirlo, esperaban que Reyes fuera menos riguroso y más pintoresco, y le exigían, como a Borges, menos inteligencia y más patriotismo, menos cultura y más cotidianidad, menos reflexión y más folclor. Entiendo que lo censuran por haber sido tan universal y por no haber sido más mexicano.

Reyes, quien nunca se sometió a ciertas supersticiones, amaba mucho a su país, y alguna vez se definió, no como hombre ni como mexicano, sino como sincero aprendiz de hombre y aprendiz de mexicano, “porque —añade— he conocido tan pocos hombres, y entre éstos tan pocos mexicanos!” Pero basta para entender cuán mexicano fue el oírlo hablar, veinte años después de la muerte de su padre a las puertas del Palacio Nacional, de la curiosa relación que ha establecido con ese muerto altivo y glorioso. “Discurrí que estaba ausente mi padre —situación ya tan familiar para mí— y de lejos, me puse a hojearlo como solía. Más aún: con más claridad y con más; éxito que nunca, logré traerlo junto a mí a modo de atmósfera, de aura. Aprendí a preguntarle y a recibir sus respuestas. A consultarle todo. Poco a poco, tímidamente, lo enseñé a aceptar mis objeciones —aquellas que nunca han salido de mis labios pero que algunos de mis amigos han descubierto por el conocimiento que tienen de mí mismo. Entre mi padre y yo, ciertas diferencias nunca formuladas, pero adivinadas por ambos como una temerosa y tierna inquietud, fueron derivando hacia un acuerdo más liso y llano”. Y al final añade: “Yo siento que, desde el día de su partida, mi padre ha empezado a entrar en mi alma y a hospedarse en ella a sus anchas”. Venturosa idea de la inmortalidad por el amor, vivida en la carne, no como ese cementerio inmóvil que suele ser la memoria de nuestros muertos sino haciendo de la vida el escenario para que otros seres sigan viviendo y transformándonos. Tal vez es esa la enseñanza que ardía en el corazón del ritual mexicano, y por su reflexivo pertenecer a ese pueblo Alfonso Reyes pudo convertirla en precisas palabras.

También él ha dejado su espíritu alentando en nuestro idioma, en el lenguaje que hoy hablan más de veinte ansiosas repúblicas, y creo que no es una fórmula convencional decir que pocos muertos están tan vivos como este mexicano ejemplar que tanto nos ha dado.

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