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William Ospina - La escuela de la noche

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William Ospina La escuela de la noche
  • Libro:
    La escuela de la noche
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2008
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La escuela de la noche: resumen, descripción y anotación

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WILLIAM OSPINA Padua Tolima Colombia 1954 Nació en Padua departamento - photo 1

WILLIAM OSPINA (Padua, Tolima, Colombia, 1954). Nació en Padua, departamento del Tolima (Colombia), en 1954. Estudió derecho y ciencias políticas en Cali, pero abandonó la carrera para dedicarse a la literatura y al periodismo. Vivió en Europa entre 1979 y 1981, y desde su regreso vive en Bogotá. En 1982 obtuvo el Premio nacional de Poesía del Instituto Colombiano de Cultura. Ha publicado varios libros de ensayos, entre ellos Aurelio Arturo, 1991; Es tarde para el hombre, 1994; Esos extraños prófugos de Occidente, 1994; Los dones y los méritos, 1995; Un álgebra embrujada, 1996; ¿Dónde está la franja amarilla?, 1997; y Las auroras de sangre, 1999. También ha publicado cuatro libros de poesía (Hilo de arena, 1986; La luna del dragón, 1992; El país del viento, 1992; ¿Con quién habla Virginia caminando hacia el agua?, 1995). También es socio fundador de revista Número. En 2005 publicó Ursúa, su primera novela, que inaugura una trilogía sobre la Conquista de América y el hallazgo del río Amazonas.

Borges y el tango

N acieron en el mismo lugar y por la misma época. Una suerte de extraña y ambigua fraternidad unió a Borges y a su poesía con el tango, la música de los arrabales de su ciudad. Al comienzo, la literatura de Borges buscaba lo mismo que el tango, captar la extrañeza de la ciudad humilde y vieja, el enjambre de los destinos humanos sacudidos por la pobreza y por el arrabal, el malevaje que montaba guardia en las esquinas, un mundo bravo y elemental en el que se podía sentir el sabor de la épica.

Borges afirmó que había descubierto la poesía oyendo en su propia casa al joven poeta Evaristo Carriego, que recitaba los poemas de Almafuerte. Allí sintió que el lenguaje podía ser un asombro, una pasión y una música. Almafuerte era el poeta de los desposeídos, la rebelión de los arrabales. Había acuñado un lenguaje de vigorosa rebeldía, porque sintió que a los abandonados por la suerte y por Dios sólo podía quedarles su propia fuerza, su indignación y su valor para aceptarlo todo, incluso la derrota.

Yo veneré, genial de servilismo,

en aquel que por fin cayó del todo,

la cruz irredimible de su lodo,

la noche inalumbrable de su abismo.

Yo derramé con delicadas artes,

Sobre cada reptil una caricia,

No creí necesaria la justicia

Cuando reina el dolor por todas partes.

Pero más a menudo había en él la energía de una voluntad insumisa, que no acepta rendirse:

No te des por vencido ni aún vencido,

No te sientas esclavo, ni aún esclavo,

Trémulo de pavor, piénsate bravo

Y arremete feroz, ya malherido.

Es significativo que en aquella escena de su infancia Borges hubiera escuchado los poemas de Almafuerte en los labios de Carriego que era de otro modo el alma del suburbio. La más alta virtud de aquel muchacho, y la que más influyó en Borges, fue la conciencia de que esos barrios de una ciudad de Suramérica, esos destinos aparentemente insignificantes, eran la vida plena, y eran dignos por ello de la tragedia y de la poesía. Borges solía recordar a propósito de Carriego una anécdota de la Grecia clásica, cuando unos visitantes no se atrevieron a saludar a Heráclito de Éfeso porque lo habían encontrado en la cocina. Heráclito los tranquilizó diciendo: “Entrad que aquí también están los dioses”, y para Borges eso era lo que había hecho Carriego, sentir que en esos conventillos, en esos callejones, también estaban los dioses, y que por ello allí se podía cantar con plenitud.

El tango está lleno de esa bravura de Almafuerte y de esa sensibilidad de Carriego por las orillas y sus humildes destinos, pero también de la elocuencia y la gracia que trajeron al lenguaje los Modernistas, hijos del mismo mundo y de la misma época. Igual Borges era hijo de esa gran aventura literaria de los escritores latinoamericanos de finales del siglo XIX y comienzos del XX: “Si me preguntaran de dónde proceden mis versos —escribió alguna vez—, diría que del Modernismo, esa gran libertad, que renovó las muchas literaturas cuyo instrumento común es el castellano, y que llegó, por cierto, hasta España”.

Pero las relaciones de Borges con el tango no fueron apacibles. Después de reconocerse en las milongas bravas de malevos y cuchilleros de la primera época, rechazó lo que llamaba las blanduras y los sentimentalismos del tango canción, que fue consagrado por Gardel y Le Pera en las primeras décadas del siglo. Ello tiene su explicación más allá de la estética. La verdad es que los Borges viajaron a Europa en vísperas de la Primera Guerra Mundial, precisamente por los años en que Gardel comenzaba a cantar. Borges volvió a Buenos Aires en 1923, cuando Gardel estaba definiendo el estilo del tango que enseguida hizo célebre en Francia, en Italia y en España. Pero Borges, cansado de europeísmo, venía buscando el sabor de lo criollo, lo que de América estaba todavía sin conquistar. Venía deslumbrado por Whitman, y quería ser el Adán de un mundo virgen. Grande fixe su desagrado al descubrir que el tango (esos tangos de Arólas y de Greco/ que yo he visto bailar en la vereda) se había convertido en un ritmo de salón, que ya lo bailaban en las casas decentes y en las salas de Buenos Aires. Concluyó, no sin cierta razón, que lo que lo había vuelto tan aceptado por las clases medias porteñas era la noticia de que se bailaba en París.

Adán no podía compartir esos gustos: lo suyo era más volcánico, más salvaje y anterior. Sintió que la América innominada que era su vocación cantar no podía estar en esos bailes de salón, en esos pianos y esos violines que habían sustituido a las humildes guitarras primitivas, en esas cocottes del trianón de Villa Crespo que estaban afrancesando a Buenos Aires.

Pero todo era una bienintencionada ilusión. Era importante que Borges buscara el sabor original de su mundo criollo, pero Buenos Aires se había europeizado desde mucho antes, desde cuando las oleadas de italianos y polacos, de judíos rumanos y rusos llegaron buscando el bravo nuevo mundo. Borges mismo, tan ávido de criollismo, hijo de la “salvaje unitaria” Leonor Acevedo, era nieto de la inglesa Frances Haslam, “que pidió perdón a sus hijos por morir tan despacio”, y no había sido amamantado sólo con “la leche de la ternura humana” sino con “the milk of the human kindness”.

Emprendió su propia exaltación del arrabal, lo que él mismo llamaría “una nostalgia de ignorantes cuchillos”, su pasión por “la secta del cuchillo y del coraje”. Compró sus diccionarios de argentinismos, escribió su asombroso y maravilloso libro “Evaristo Carriego”, cuyo capítulo “Palermo de Buenos Aires” no sólo es un conmovido homenaje a su barrio de infancia sino que marca el comienzo de su gran prosa literaria y de una época de las letras latinoamericanas; escribió el cuento-tango “Hombre de la esquina rosada”; se dedicó a recorrer con sus amigos “la alta noche universal” de los suburbios de Buenos Aires; hizo lo posible por detestar el tango canción y a sus mitos, Gardel, el francés, Magaldi, Corsini, fiel a uno de sus credos de esos tiempos, cuando dijo: “yo no me conformo con detestar a los italianos, no: yo los calumnio”.

Pero con el tango le pasaba lo mismo que con Lugones. Cuanto más lo rechazaba, cuanto más huía de él, más lo atormentaba la sospecha de parecérsele demasiado. Así como había dicho:

Cuando en Ginebra o Zurich, la fortuna

Quiso que yo también fuera poeta,

Me impuse como todos la secreta

Obligación de definir la luna.

Con una suerte de estudiosa pena

Agotaba modestas variaciones,

Bajo el vivo temor de que Lugones

Ya hubiera usado el ámbar o la arena.

El tango no era sólo el tango sentimental de pebetas ingratas y de bacanes sin suerte, de viejecitas “lavando ropa ajena”, de “hombres con futuro y mujeres con pasado”, para usar la expresión de Oscar Wilde sobre los salones de Londres, sino que era también la búsqueda de la poesía de la ciudad, de sus arrabales, de sus árboles, de la luz atrapada en sus calles. Eso que Borges buscaba en sus poemas lo estaba buscando el tango también. Por eso con tanta frecuencia encontramos en los versos de Borges el sabor del tango:

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