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Timothy Snyder - Sobre la tiranía

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Timothy Snyder Sobre la tiranía
  • Libro:
    Sobre la tiranía
  • Autor:
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    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2017
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TIMOTHY SNYDER 18 de agosto de 1969 Ohio EEUU es titular de la cátedra - photo 1

TIMOTHY SNYDER (18 de agosto de 1969, Ohio, EE. UU.) es titular de la cátedra Housum de Historia en la Universidad de Yale y es fellow permanente del Instituto de Ciencias Humanas de Viena. Se doctoró en Oxford y ha sido investigador en las universidades de París, Viena, Varsovia y Harvard. Sus libros anteriores recibieron destacados premios. Es autor de Tierras de sangre. Europa entre Hitler y Stalin (2011), traducido a trece idiomas, que recibió doce premios, entre ellos el Premio Hannah Arendt de Pensamiento Político, el Premio Leipzig para la Comprensión Europea y el Premio Emerson de Humanidades de la Academia Americana de las Artes y las Letras. Ayudó a Tony Judt a escribir una historia temática de las ideas políticas y de los intelectuales en política, Pensar el siglo XX (2012). Sus artículos académicos han aparecido en revistas como Past and Present y Journal of Cold War Studies; también ha escrito en The New York Review of Books, Foreign Affairs, The Times Literary Supplement, The Nation y The New Republic así como en The New York Times, The International Herald Tribune, The Wall Street Journal y en otros periódicos. Es miembro del Comité de Conciencia del Memorial del Holocausto de Estados Unidos y del Consejo Asesor del Instituto Yivo de Investigaciones Judías. También han sido publicados los libros El príncipe rojo. Las vidas secretas de un archiduque de Habsburgo (2014) y Tierra negra. El Holocausto como historia y como advertencia (2015).

En política que a uno le engañen no es excusa LESZEK KOAKOWSKI Epílogo La - photo 2

En política, que a uno le engañen no es excusa.

LESZEK KOŁAKOWSKI

Epílogo
La historia y la libertad

En la tragedia de Shakespeare, Hamlet, el protagonista es un hombre virtuoso que se indigna con razón ante el abrupto ascenso de un gobernante malvado. Hamlet, atormentado por visiones, desbordado por las pesadillas, solo y marginado, siente que tiene que reconstruir su sentido del tiempo. «Los tiempos están dislocados —dice Hamlet—. ¡En mala hora nací para poder deshacer estos yerros!». No cabe duda de que nuestro tiempo está dislocado. Hemos olvidado la historia por una razón y, si no tenemos cuidado, la desatenderemos por otra. Tendremos que restablecer nuestro sentido del tiempo si queremos renovar nuestro compromiso con la libertad.

Hasta hace poco, nos habíamos convencido a nosotros mismos de que en el futuro no habría sino más de lo mismo. Los traumas aparentemente lejanos del fascismo, el nazismo y el comunismo parecían estar retrocediendo hasta volverse insignificantes. Nos permitimos el lujo de aceptar la política de la inevitabilidad, la sensación de que la historia solo podía avanzar en una dirección: hacia la democracia liberal. En 1989-1991, cuando tocó a su fin el comunismo en Europa oriental, nos tragamos el mito de un «final de la historia». Al hacerlo, bajamos las defensas, limitamos nuestra imaginación, y dejamos la puerta abierta justamente al tipo de regímenes que nos decíamos que no podrían volver jamás.

Y, por cierto, la política de la inevitabilidad parece a primera vista una especie de historia. Los políticos de lo inevitable no niegan que existe un pasado, un presente y un futuro. Incluso admiten la vistosa variedad del pasado lejano. Sin embargo, pintan el presente simplemente como un paso hacia un futuro que ya conocemos, un futuro de expansión de la globalización, de profundización de la razón y de una prosperidad cada vez mayor. Es lo que se denomina una teleología: una narración del tiempo que conduce a una meta cierta y a menudo deseable. El comunismo también ofrecía una teleología, ya que prometía una utopía socialista inevitable. Cuando esa historia quedó hecha añicos hace veinticinco años, nosotros sacamos una conclusión equivocada. En vez de rechazar las teleologías, nos imaginamos que nuestro propio cuento era verdad.

La política de la inevitabilidad es un coma intelectual autoinducido. Mientras existió una pugna entre los sistemas comunista y capitalista, y mientras siguió vivo el recuerdo del fascismo y el nazismo, tuvimos que prestar algo de atención a la historia y conservar los conceptos que nos permitían imaginar futuros alternativos. Sin embargo, una vez que aceptamos la política de la inevitabilidad, dimos por supuesto que la historia ya no era relevante. Si todo lo ocurrido en el pasado se rige por una tendencia conocida, no hay ninguna necesidad de enterarse de los detalles.

La aceptación de la inevitabilidad provocó que al hablar de política en el siglo XXI nuestro lenguaje se apartara de la realidad. Ahogaba el debate sobre las políticas y tendía a generar sistemas de partido donde un partido político defendía el statu quo mientras que otro planteaba una negación total. Aprendimos a decir que «no había alternativa» al orden básico de las cosas, una sensibilidad que el teórico político lituano Leonidas Donskis calificaba de «maldad líquida». Una vez que se dio por sentada la inevitabilidad, efectivamente la crítica resultaba complicada. Lo que parecía ser un análisis crítico a menudo presuponía que en realidad el statu quo no podía cambiar, y por consiguiente, de forma indirecta, lo reafirmaba.

Algunos hablaban críticamente de neoliberalismo, la sensación de que la idea del libre mercado de alguna manera había desplazado a todas las demás. Eso era bastante cierto, pero el mismo uso de la palabra muchas veces equivalía a rendir pleitesía a una hegemonía inmutable. Otros críticos hablaban de la necesidad de algún tipo de disrupción, tomando prestado un término del análisis de las innovaciones tecnológicas. Cuando se aplica a la política, una vez más adquiere la connotación de que en realidad nada puede cambiar, que el caos que nos entusiasma acabará siendo absorbido por un sistema autorregulado. El hombre que corre desnudo en medio de un campo de fútbol indudablemente perturba, pero no modifica las reglas del juego. El concepto mismo de disrupción es adolescente: presupone que después de que los jóvenes lo dejen todo hecho un asco, llegarán los adultos y lo limpiarán.

Pero aquí no hay adultos. Este desorden es nuestro.


La segunda modalidad antihistórica de considerar el pasado es la política de la eternidad. Al igual que la política de la inevitabilidad, la política de la eternidad lleva a cabo una mascarada de la historia, aunque diferente. Se ocupa del pasado, pero ensimismadamente, libre de cualquier preocupación real por los hechos. Su actitud es de añoranza de unos momentos pasados que realmente nunca existieron, durante unas épocas que, a decir verdad, fueron desastrosas. Los políticos de la eternidad nos presentan el pasado como un enorme patio brumoso, repleto de monumentos ilegibles a la condición de víctima de la nación, todos ellos igualmente distantes del presente, todos ellos igualmente susceptibles de manipulación. Cualquier referencia al pasado parece implicar un ataque de algún enemigo exterior contra la pureza de la nación.

Los populistas nacionales son políticos de la eternidad. Su punto de referencia favorito es la época en que las repúblicas democráticas parecían derrotadas y sus rivales nazi y soviético imparables: la década de 1930. Quienes abogaban por el Brexit, por la salida del Reino Unido de la Unión Europea, imaginaban un Estado-nación británico, pese a que nunca existió tal cosa. Hubo un Imperio británico, y después hubo una Gran Bretaña que formaba parte de la Unión Europea. La decisión de separarse de la Unión Europea no es un paso atrás para volver a un terreno firme, sino un salto a lo desconocido. Curiosamente, cuando los jueces dijeron que era precisa una votación en el Parlamento para dar validez al Brexit, un periódico sensacionalista británico los calificó de «enemigos del pueblo» una expresión estalinista de la época de los juicios farsa de los años treinta. En Francia, el Frente Nacional insta a los votantes a decir no a Europa en nombre de un imaginario Estado-nación francés anterior a la guerra. Pero Francia, al igual que Gran Bretaña, nunca ha existido sin un imperio o sin un proyecto europeo. Y también los líderes de Rusia, de Polonia y de Hungría hacen gestos parecidos hacia una imagen gloriosa de la década de 1930.

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