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Randi Hutter Epstein - El poder de las hormonas

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Randi Hutter Epstein El poder de las hormonas

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Introducción

Me pasé la mayor parte del verano de 1968 en la piscina de mi abuela, en el Sprain Brook Country Club de Yonkers (Nueva York). Mi abuela Martha y sus tres amigas (siempre se trataba del mismo cuarteto) se sentaban a la sombra, jugaban a la canasta, bebían café caliente y fumaban cigarrillos Kents.

Nadaba con mi hermano y mi hermana, ambos mayores que yo, pero por encima de todo, mi hermana y yo tomábamos el sol, con nuestro cuerpo embadurnado de aceite Johnson’s para bebés y nuestras cabezas en medio del pliegue de la carátula abierta de un disco que habíamos forrado con papel de aluminio, intentando capturar con ella los rayos de sol. De vuelta a casa, mi hermana y yo comparábamos el moreno de nuestros brazos. Ella siempre se ponía morena; yo, al ser pelirroja, adquiría un color similar al de un tomate maduro, ese tipo de color que hace que al día siguiente te despellejes. Pero la abuela Martha lucía un bronceado espectacular. Parecía absorber los mejores rayos sin ni siquiera intentarlo.

Cinco años más tarde, supimos que la razón no era que nuestra abuela tuviera un don especial para broncearse. Tenía un problema hormonal: la enfermedad de Addison. Su cuerpo no producía el suficiente cortisol, una hormona que ayuda a mantener una presión sanguínea saludable y fortalece el sistema inmunológico. Quien padece la enfermedad de Addison sufre fatiga extrema y náuseas, y tiene baja la presión sanguínea, en ocasiones peligrosamente baja. La enfermedad también oscurece la piel. Una vez que se la diagnosticaron, el tratamiento fue fácil. Debía tomar a diario unas pastillas de cortisona que contienen una hormona químicamente parecida al cortisol, que es la que a ella le faltaba.

En el año 1900, cuando nació mi abuela, la palabra hormona todavía no existía. Fue acuñada en 1905. Cuando enfermó, durante la década de 1970, los científicos sabían cómo reconocer su defecto hormonal, medir la cantidad de hormonas hasta una mil millonésima de gramo y prescribir pastillas que mantenían su enfermedad a raya.

En 1855, Claude Bernard, un conocido fisiólogo, tuvo el presentimiento de que el hígado tenía algo que ver con la prevención de las oscilaciones bruscas de los niveles de azúcar presentes en el cuerpo. Había estado estudiando el proceso de digestión y ya había descubierto que el páncreas libera jugos que descomponen la comida. Para comprobarlo, alimentó a un perro con una dieta que contenía únicamente carne y nada de azúcar. Más tarde lo sacrificó, le extirpó el hígado de inmediato y analizó el órgano aún caliente para ver si detectaba la presencia de azúcar, repitiendo la operación unos minutos después y de nuevo unas horas más tarde. Para su satisfacción, el nivel de azúcar en el hígado del perro empezó siendo cercano a cero, para luego aumentar de forma continua. (Aunque el perro estuviera muerto, el hígado —igual que ocurre con otros órganos— siguió funcionando durante unos días, y esa es la razón por la que los trasplantes funcionan).

Bernard anunció a sus colegas que el hígado debía de contener una sustancia química que almacena y produce azúcar. Pero también afirmó que todos los órganos, no solo el hígado y el páncreas, liberan sustancias que permiten que el cuerpo funcione eficazmente. Llamó a estas sustancias químicas «secreciones internas». Era una forma completamente nueva de ver el cuerpo.

Bernard es considerado por muchos historiadores el padre de la endocrinología. Yo discrepo. Los auténticos pioneros reconocieron que estas sustancias químicas no son simplemente secreciones internas, sino que desempeñan un papel mucho más importante. Excitan. Excitan receptores situados en células diana, activando interruptores que hacen que todo funcione.

Me atrajo la historia de las hormonas porque el último siglo ha sido un periodo de descubrimientos increíbles y también de afirmaciones escandalosas en ese campo. Durante la década de 1920, el descubrimiento de la insulina y de su uso como tratamiento logró que la diabetes pasara de ser una sentencia de muerte a una enfermedad crónica. Durante la década de 1970, una prueba de hormonas tiroideas a los recién nacidos impedía que miles de niños crecieran intelectualmente incapacitados. Durante la misma época también se dieron flagrantes pasos en falso. Se popularizaron las vasectomías como tratamiento para rejuvenecer a los ancianos, una moda iniciada a mediados de los años veinte y que duró casi una década. No mucho después de eso, un médico que trataba a la élite intelectual afirmó que podía detectar las enfermedades hormonales estudiando las heces de la gente, y recetaba remedios a base de hormonas. Era una mezcla de magia con tratamientos potentes y potencialmente peligrosos.

El poder de las hormonas cuenta las historias de osados científicos y también de padres desesperados. Antes de que aparecieran las sofisticadas técnicas de análisis de imágenes mediante escáneres, un neurocirujano de los primeros años del siglo XIX realizó intervenciones en el cerebro para retirar una porción de una glándula que según él albergaba enfermedades producidas por una sobredosis de hormonas. Durante la década de 1960, una pareja recorrió laboratorios de patología y depósitos de cadáveres para obtener la hormona del crecimiento para su hijo de corta estatura. El poder de las hormonas es también la historia de curiosos compradores que se morían (en ocasiones literalmente) por obtener la hormona de moda para vivir un poco más o para sentirse un poco mejor. Empiezo este relato hablando de médicos de finales del siglo XIX que extraían glándulas a cadáveres, algunos de los cuales eran robados de los cementerios. Y finalizaré con científicos que siguen el rastro de las hormonas hasta llegar a los genes que las fabrican.

¿Cómo descubrimos que la hormona del crecimiento no sirve solo para crecer? ¿Cuándo aprendimos que los testículos y los ovarios están controlados por una hormona del cerebro? ¿Significa el reciente descubrimiento de la hormona del hambre que en realidad no es mi falta de voluntad sino mi química la que me induce a atiborrarme de comida? Y, si así fuera, ¿existe alguna diferencia entre ambas causas? Después de todo, yo soy mi química. ¿Y qué dicen los estudios más recientes sobre las hormonas que se usan en la actualidad: los geles de testosterona que son tan populares entre los hombres de cierta edad y la terapia de reemplazo hormonal para las mujeres menopáusicas?

El poder de las hormonas empieza en la época en la que todavía no se conocían las hormonas, cuando los médicos del siglo XIX empezaban a observar las glándulas que secretaban sustancias químicas que se dispersaban por todo el cuerpo. Esa investigación condujo a principios del siglo XX a la creación del concepto de hormonas. En la década de 1920, ese campo (la endocrinología) se expandió, pasando de ser una oscura ciencia a una de las especialidades médicas que más debates suscita. Además del descubrimiento de la insulina, se aislaron el estrógeno y la progesterona. Al mismo tiempo, se popularizaron libros de consejos que fomentaban toda clase de remedios disparatados.

Si los felices años veinte fueron testigos de la aparición de la endocrinología, la época en la que se popularizó gracias a remedios tanto reales como los ofrecidos por curanderos, la década de 1930 consolidó su papel como ciencia seria. Tres avances fundamentales de la bioquímica desacreditaron el dogma de los años anteriores. Se pensaba que el estrógeno y la testosterona eran sustancias completamente diferentes, pero los investigadores de esta década descubrieron que solo se diferenciaban en un grupo hidroxilo, es decir, solo en un átomo de hidrógeno y en otro de oxígeno. El estrógeno y la testosterona son, básicamente, mellizos vestidos con distinta ropa. En segundo lugar, cuando por fin se logró aislar el estrógeno a partir de orina de caballo, esta no era de hembra sino que provenía de sementales. Los científicos habían supuesto que los ovarios fabrican estrógeno y que los testículos fabrican testosterona; este descubrimiento hizo que los científicos se dieran cuenta de que ambos fabrican ambas. Y, por último, los investigadores pensaban que el estrógeno y la testosterona eran sustancias químicas antagónicas: como niños en un balancín, el aumento de una hacía bajar la cantidad de la otra. En realidad, las dos sustancias no son antagónicas en absoluto, sino compañeras que a menudo trabajan codo con codo.

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