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William Ospina - Esos extraños prófugos de Occidente

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William Ospina Esos extraños prófugos de Occidente
  • Libro:
    Esos extraños prófugos de Occidente
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2018
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Esos extraños prófugos de Occidente: resumen, descripción y anotación

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WILLIAM OSPINA Padua Tolima 1954 Escritor ensayista novelista y poeta - photo 1

WILLIAM OSPINA (Padua, Tolima, 1954). Escritor, ensayista, novelista y poeta colombiano.

Es autor de numerosos libros de poesía, entre ellos Hilo de Arena (1986), La luna del dragón (1992), El país del viento (Premio Nacional de Poesía del Instituto Colombiano de Cultura, 1992), y de ensayo, entre ellos Los nuevos centros de la esfera (Premio de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada de Casa de las Américas, La Habana, 2003), Es tarde para el hombre (1992), ¿Dónde está la franja amarilla? (1996), Las auroras de sangre (1999), La decadencia de los dragones, América mestiza (2004), La escuela de la noche (2008).

EMILY DICKINSON EL EXILIO INTERIOR Entre 1830 y 1886 muchas cosas - photo 2
EMILY DICKINSON

EL EXILIO INTERIOR

Entre 1830 y 1886 muchas cosas trascendentales ocurrieron en los Estados Unidos. Fue terminado el primer ferrocarril, y con él se abrió una nueva etapa en la ardua conquista del continente. Fue inventada la máquina cosechadora, que moldearía el rostro de esos territorios conquistados. Walt Whitman convirtió en ritmo y en júbilo los ideales de libertad, igualdad y fraternidad que la Revolución francesa había procurado realizar con sangre. Ralph Waldo Emerson llevó a sus extremos más generosos la reflexión sobre las posibilidades de la democracia. Fue tendida la primera línea telegráfica que permitió a los hombres esa cosa increíble, dialogar a distancia. Irlandeses y alemanes entraron en la composición de los pueblos del Norte. El oro de California, como una montaña magnética, arrastró caravanas a través de las interminables praderas. Un insomne solitario le regaló a su patria, ebria de optimismo, un bálsamo de pesadillas. La tierra se llenó de factorías, el cielo se llenó de humaredas, las paralelas de acero unieron los estados. La tripulación del capitán Ahab vio aparecer entre las olas a la descomunal y satánica ballena blanca. Henry David Thoreau inventó la desobediencia civil. Abraham Lincoln asumió el comando de la república. Durante cinco años intercambiaron fuego y prodigaron sangre los cañones del norte y del sur. Las cadenas que doblaban a los negros sobre los algodonales inmensos se rompieron. Las llamas de Chicago hicieron pensar a los hombres que ardía el lago Michigan. Sobre el estruendo de las máquinas que se multiplicaban cruzó las praderas con bisontes una voz humana llevada por un hilo. Huckleberry Finn miró las estrellas sobre las embravecidas aguas del Mississippi. Los obreros rugieron, los anarquistas dispararon, y el fonógrafo con sus voces y sus flautas mágicas ocupó los salones. Tal vez más asombroso que estos hechos fue que en medio de ellos hubiera discurrido la existencia y la poesía de Emily Dickinson.

El 15 de abril de 1862, el editor Thomas Higginson recibió una carta acompañada de cuatro poemas. Los firmaba Emily Dickinson, de Amherst, quien quería saber si había vida en sus versos y presurosamente se disculpaba por la molestia. No podía saber entonces Higginson que ese tímido ser que lo requería era ya la más grande poetisa de América y una de las voces femeninas más puras y personales de la historia. Se dice que le respondió severamente a su pregunta sobre la vida de los versos, pero con afecto le preguntó por su edad, por su aspecto y por sus amistades.

Había nacido en 1830 y era la segunda hija de una familia notable de Amherst, en Nueva Inglaterra. Pero nada que digamos sobre sus orígenes y su ambiente puede explicar lo que hizo que fuera quien fue. Hija de puritanos ortodoxos, renegó de la fe de sus padres, y durante toda su vida no hizo más que apartarse de la sociedad y de la historia de su tiempo hasta llegar a ser, paradójicamente, uno de sus más altos símbolos. Nunca se casó, rechazó las iglesias, los preceptos literarios, las ideas heredadas, esquivó la compañía de los otros, se fue encerrando en su condado, en su pueblo, en su calle, en su casa, en el silencio, en el color blanco de los trajes, en la vastedad de su espíritu. A su muerte, cuando los hermanos por el dolor recorrieron su cuarto, encontraron centenares de hojas de papel rayadas de composiciones breves que cuidadosamente había encuadernado y cosido sin pensar jamás seriamente en publicarlas.

En esos tiempos, como en todos, la poesía parecía haber degenerado en oficio. Las modas se llamaban trascendentalismo, pietismo, como después se llamarían simbolismo, parnasianismo, imagismo. Emily Dickinson crecía en su casa de Amherst, cerca de unas colinas y un río; veía a los hombres del valle segando el heno, cambiando los colores del campo, miraba con asombro infantil los trabajos de la abeja, del atardecer, de la muerte, y lejos de toda simulación se sentía de pronto poseída por un estado doloroso. Era como si el mundo estuviera a punto de perecer, como si el cielo se volcara sobre las cosas, como si ese secreto que siempre se demora en la hierba y la luz ardiera de pronto en revelaciones. Alguna vez dijo que sabía muy bien cuando llegaba la poesía: “si siento que está a punto de saltar mi cabeza, que mi cerebro estalla, es poesía”. Esto, que a tantos poetas les ocurre a veces, le ocurría a esta muchacha con una frecuencia inaudita.

Creyó renunciar al universo pero se quedó con el lenguaje y es sabido que en él están todas las cosas. Las palabras fueron su refugio y su consuelo. “Por eso canto —dijo— como canta un niño frente a un cementerio… porque tengo miedo”. Era tan sutil, tan liviana, se daba tan exclusivamente a matices delicados y tal vez irrepetibles, que todo nuestro lenguaje parece demasiado tosco y contrahecho para atraparla. Supo captar lo central de las cosas, lo sustancial de los libros que había leído, y trasladarlo a su poesía. En la Biblia halló la intemporalidad de los sentimientos y las situaciones humanas. En Keats, la exaltación romántica; en Emerson, el rigor; en Sir Thomas Browne, la intensidad. En un tiempo sólo frecuentó el diccionario y se propuso decirlo todo con la mayor sobriedad, con la mayor precisión posible. Leyéndola, nos resulta asombrosa su familiaridad con el mundo: habla como una niña o como una santa con el atardecer, con el agua, con la abeja, con la desventura, y mira todo aquello con una idéntica disposición. Aceptó todas las cosas como parte de sus existencia, como realidades de su alma: los ángeles y las ardillas, la arena y la incertidumbre, la siempre indefinible divinidad y los harto nítidos objetos.

Tal vez no hay poema de Emily Dickinson donde no nos aguarde esa sorpresa que el espíritu reconoce, ineluctablemente, como poesía. Para hablar de que aun en la muerte querrá agradecer por los dones del mundo pero no podrá, dice que estará intentándolo con labios de granito. La muerte, para ella, será el momento en que esta breve tragedia de la carne/ se cribe como arena. Describe un atardecer de este modo:

Brillando en oro y apagado en púrpura

como los leopardos hacia el cielo saltando

y después a los pies del anciano horizonte,

abatiendo al morir su rostro moteado.

Dice que los hombres sólo quisiéramos tener alas para huir de nuestro propio pensamiento. Afirma que su hogar es el sitio donde está el ser al que ama: Cachemira o calvario/ rango o vergüenza. Invoca la felicidad de un extraño modo: ¡Oh Paraíso, llega lentamente! Ante la muerte de un ser querido reacciona menos con dolor que con sorpresa y dice que ese ser que se sume en una quietud mineral actúa como si sólo orgullo le quedara. Habla del olvido que borra a los muertos con estas palabras: hasta que el musgo nos llegó a los labios/ y cubrió nuestros nombres

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