William Ospina - El taller, el templo y el hogar
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- Libro:El taller, el templo y el hogar
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- Editor:ePubLibre
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- Año:2018
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El taller, el templo y el hogar: resumen, descripción y anotación
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WILLIAM OSPINA (Padua, Tolima, 1954) es autor de los libros de poesía Hilo de Arena (1984), La luna del dragón (1991), El país del viento (Premio Nacional de Poesía del Instituto Colombiano de Cultura, 1992), ¿Con quién habla Virginia caminando hacia el agua? (1995) y África (1999); de varios libros de ensayo, entre los que se destacan Los nuevos centros de la esfera (Premio de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada de Casa de las Américas, La Habana, 2003), Es tarde para el hombre (1992), ¿Dónde está la franja amarilla? (1996), Las auroras de sangre (1999), América Mestiza (2004), La escuela de la noche (2008), En busca de Bolívar (2010), Pa que se acabe la vaina (2013), El dibujo secreto de América Latina (2014), De La Habana a la paz (2016) y Parar en seco (2016), y de las novelas Ursúa (2005), El País de la Canela (2008, Premio Rómulo Gallegos 2009), La serpiente sin ojos (2012), El año del verano que nunca llegó (2015), El taller, el templo y el hogar (2018).
A comienzos del siglo XIX, el poeta alemán Friedrich Hölderlin pronunciaba continuamente una frase con movedora: “Están envenenando los manantiales”.
Que alguien haya percibido tan temprano, apenas empezando la Revolución Industrial, el problema central de esta época, la peligrosa alteración de nuestro en torno natural por la acción humana, es conmovedor y es asombroso. Porque todavía hoy, cuando el cambio climático nos hace despertar cada día en un mundo distinto, cuando la contaminación del agua y del aire, el arrasamiento de la selva planetaria, la extinción de los tigres, las lluvias de pájaros y el basurero industrial nos alertan poderosamente sobre el peligro de las fuerzas históricas que hemos despertado, todavía hoy, repito, hay quienes niegan que la acción humana esté poniendo en peligro los fundamentos de la vida.
Pero a comienzos del siglo XIX, cuando según Paul Valéry las gentes todavía podían disfrutar “la perfección de Europa”, cuando todavía Turner no había pintado su inquietante cuadro Lluvia, vapor y velocidad, en los tiempos románticos de Missolonghi y de Villa Diodati, cuando la historia todavía se movía al ritmo del caballo y del viento, era casi imposible advertir las ráfagas que empezaban a soplar sobre el mundo, a menos que se contara con un lenguaje délfico y con la ayuda de un oráculo.
“Están envenenando los manantiales”. Es extraño comprobar que ese peligro ni siquiera lo advirtió Carlos Marx, el principal critico del capitalismo, casi medio siglo después. En su célebre Manifiesto del Partido Comunista, Marx lo advierte casi todo: la irrupción de un mundo nuevo, la entronización del mercado mundial, el sometimiento de todas las cosas al espíritu del lucro y a las fuerzas ciegas del gran capital, el desencadenamiento de los poderes descomunales que estaban guardados en la caja de Pandora de la industria, de la ciencia y de la tecnología. Incluso advirtió que el capital gradualmente iba sometiendo a su imperio todo lo que antes se consideraba venerable y sagrado. “La burguesía —dice Marx— ha despojado de su halo de santidad a todo lo que antes se tenía por venerable y digno de piadoso respeto. Ha convertido en sus servidores asalariados al médico, al jurista, al poeta, al sacerdote y al hombre de ciencia”.
Pero Marx, como buen hegeliano, creía también en el triunfo del hombre sobre la naturaleza; como buen pensador del siglo XIX, seguía deslumbrado por las bengalas del progreso; veía en todas esas transformación es y esas fuerzas unas potencias benéficas, sólo peligrosas por estar en las manos indebidas, las manos de eso que llama “la burguesía”, y no acabó de asumir todas las consecuencias de algo que él mismo había comprendido: que el capitalismo no es un conjunto de seres mal vados avasallando a la humanidad, sino un estado del alma humana y un orden o desorden del conjunto de la civilización.
Hegel había escrito que “el Estado es la realización de la idea moral”, y uno diría que si Marx pensó que el Estado iba a ser el instrumento para la liberación de la humanidad de toda tiranía y de toda opresión es por que era, como su maestro Hegel, un buen alemán, un hombre que idealizaba al Estado. Pero Hölderlin también era alemán; es más: era amigo personal de Hegel; es más: había compartido con Hegel y con Schelling su residencia universitaria en Nürtingen, y había discutido noche a noche hasta altas horas con ellos sobre todos los grandes temas de su mundo y su época, y sin embargo no hubo nadie que profesara menos el culto a la razón ni que desconfiara más del Estado que él.
“El hombre es un dios cuando sueña y sólo un men digo cuando piensa”, escribió en su novela Hiperión. Y creo que Thomas Mann tenía razón cuando dijo que Marx habría debido leer mejor a Hölderlin. Porque si es conmovedor hoy saber que Hölderlin alcanzó tan temprano a ver en lo visible lo invisible, como para exclamar “Están envenenando los manantiales”, es todavía más asombroso saber que, cuando comenzaba el siglo XIX, mucho antes de Marx y de Lenin, de Stalin y de Kim Il-sung, Hölderlin también fue capaz de escribir que “siempre que el hombre ha querido hacer del Estado su cielo, se ha construido su infierno”.
Marx firmó su manifiesto proclamando la inminente derrota del capitalismo en plena Revolución Industrial. Para él era un sistema a punto de agotarse, pero ese año de 1848 marca más bien uno de los primeros momentos de auge del capital, antes de que se fortaleciera gracias a la irrupción de la gran maquinaria. Y aunque los fenómenos nuevos de la historia no son fáciles de apreciar y de entender, Marx, supo describirlo con maestría: “Se derrumban las relaciones inconmovibles y mohosas del pasado, junto con todo su séquito de ideas y creencias antiguas y venerables, y las nuevas envejecen antes de echar raíces. Se esfuma todo lo que se creía permanente y perenne. Todo lo santo es profanado, y al final el hombre se ve constreñido por la fuerza de las cosas a contemplar con mirada fría su vida y sus relaciones con los demás”.
El capital se instalaba en el planeta entero, destruía las naciones, creaba nuevas necesidades, disolvía las culturas locales y hacía confluir las literaturas locales y nacionales en una literatura universal. Sometía el campo al dominio de la ciudad, creaba urbes enormes, sometía los pueblos que entonces se consideraban bárbaros al poder de las naciones que entonces se consideraban civilizadas, y el mejor ejemplo de ello para Marx era la subordinación de Oriente a Occidente. Aquel hombre llegó a profetizar, sin saberlo, la formación de bloques tan improbables entonces como la Unión Europea: “Territorios antes independientes, apenas aliados, con intereses distintos, distintas leyes, gobiernos autónomos y líneas aduaneras propias, se asocian y refunden en una sola nación, bajo un gobierno, una ley, un interés nacional de clase y una sola línea aduanera”.
Si hoy pretendiéramos resumir el proceso que ha seguido el mundo en los últimos siglos, tal vez no lograríamos hacerlo mejor de como lo hizo Marx en ese año de 1848: “En el siglo escaso que lleva como clase dominante, la burguesía ha creado energías productivas mucho más grandiosas y colosales que todas las pasadas generaciones juntas. Pensemos en el sometimiento de las fuerzas naturales al hombre, en la maquinaria, en la aplicación de la química a la industria y la agricultura, en la navegación mediante el vapor, en los ferrocarriles, en el telégrafo eléctrico, en la roturación de continentes en teros, en los ríos abiertos a la navegación, en los nuevos pueblos que brotaron de la tierra como por milagro… ¿Quién en los pasados siglos pudo sospechar siquiera que en el trabajo de la sociedad yaciesen ocultas tantas y tales energías, y tales capacidades de producción?”.
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