William Ospina - Los caminos de hierro de la memoria
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- Libro:Los caminos de hierro de la memoria
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2013
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Los caminos de hierro de la memoria: resumen, descripción y anotación
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DE LA MEMORIA
William Ospina (Padua, Tolima, Colombia, 1954) es autor de numerosos libros de poesía, entre ellos Hilo de Arena (1986), La luna de dragón (1992), El país del viento (Premio Nacional de Poesía del Instituto Colombiano de Cultura, 1992), y de ensayo, entre ellos Los nuevos centros de la esfera (Premio de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada de Casa de las Américas, La Habana, 2003), Es tarde para el hombre (1992), ¿Dónde está la franja amarilla? (1996), Las auroras de sangre (1999), La decadencia de los dragones (2002), América mestiza (2004), La escuela de noche (2008).
Su primera novela, Ursúa (2005), da comienzo a su trilogía sobre la Conquista, que continúa con El País de la Canela (2008) y termina con La serpiente sin ojos (2002).
Cuatrocientos años había durado el imperio de Siam cuando la ciudad de Ayuthaya fue arrasada por los birmanos y los tesoros acumulados por el pueblo thai fueron entregados a los lagos o al fuego.
Tak Sin, un simple capitán de tropas, huyó con quinientos hombres hacia las montañas de Luang Prabang, y tiempo después reconquistó el país y se nombró rey. Tan grande fue la hazaña de expulsar a los invasores y construir una nueva dinastía, que a Tak Sin no le bastó el título de rey y acabó por creerse un nuevo avatar de Buda. Exaltado a la divinidad, fue él quien prohibió que las gentes de Siam mostraran las plantas de los pies a las imágenes de El Iluminado, y que las mujeres tocaran a los monjes o les entregaran algo de mano a mano.
Muchas de sus disposiciones se siguen obedeciendo hasta hoy, desde las montañas que confinan con Laos y Myanmar hasta las cincuenta islas del archipiélago de Trat, en el gran golfo. Y en el tiempo posterior, cuando ya los descendientes de aquel rey habían construido palacios dorados en los montes, hubo en Siam un hombre al que todos llamaban el fantasma blanco.
Anduvo más de cincuenta años recorriendo el país, pasando sin entrar ante las puertas de las ciudades, incluso de la hermosa Bangkok, cuyo nombre significa Ciudad de los cerezos silvestres, y al parecer con nadie habló jamás. Las gentes tenían prohibido hablarle, e incluso mirarlo, pero una curiosa disposición del emperador autorizaba al pueblo a dejar pan para él en un plato de porcelana o de barro, y algún otro alimento, nueces, legumbres o agua de frutas, sólo si quien lo hacía estaba dispuesto a romper el plato o la taza en que le hubiera ofrecido esos alimentos.
Siempre hubo quien hiciera el sacrificio de algún tazón o alguna fuente, así como siempre hubo quien abandonara a su paso una vieja capa de lana, unos tamiles gastados pero todavía útiles para abrigar las piernas, una camisa así fuera de algodón basto, y dos o tres veces en su vida un gran príncipe de Siam vino hasta el umbral de la ciudad donde el fantasma dormía, o hasta la boca del puente bajo el cual se amparaba del invierno, y le dejó una tela rica de la casa real, tejida incluso con perlas o con hilos de oro.
Pero el fantasma no podía negociar esas cosas, no se atrevía a vestirse con aquellas telas radiantes, y nadie habría aceptado hablar con él ni negociar nada. La gente temía encontrarlo, no porque fuera un hombre agresivo o peligroso, sino porque los conmovía su destino y nadie podía ayudarlo. La ley que lo aislaba del mundo era tan severa que nadie osaba contrariarla, ni siquiera en las fiestas de medio año, cuando todo el mundo lleva máscaras de colores hechas con madera de coco y los thai se preparan entre danzas para las lluvias benditas de julio.
La prohibición de hablarle era fácil de acatar, la de mirarlo era más difícil, y la gente prefería dejar pasar su mirada sobre él, ignorándolo, como si vieran a través de su cuerpo los árboles y los estanques que estaban detrás. De todos modos sentían la incomodidad de haberlo visto, y el malestar les amargaba a veces días enteros.
Sin embargo, el fantasma no era monstruoso ni deforme; la soledad, el silencio y una vida de gran austeridad habían hecho de él un anciano de aspecto noble, con pocas aunque profundas arrugas en su rostro, con una larga barba blanca que no era astrosa ni enmarañada, pues el hombre no tenía prohibido entrar en los estanques del bosque y bañarse, aunque sólo ante los ojos dorados de los pájaros y ante los ojos ariscos de los ciervos. Gentes que no pudieron impedirse mirarlo, aunque fuera en el lapso de tres granos de arena, recordaban sus finas facciones y la sonrisa que los hombres de su raza, como los delfines del agua, tienen dibujada por naturaleza en su rostro, pues no por error el país de Siam fue llamado siempre “el país de las sonrisas”.
Pero si esa sonrisa no se borró jamás en sus labios es porque era un rasgo escrito por los dioses, ya que la vida del fantasma blanco no era para sonrisas. Afortunadamente la gente de Siam es compasiva, hasta el extremo de comprar a los mercaderes de los caminos pájaros, peces y tortugas con el único fin de liberarlos enseguida en el viento y en los ríos. Según ellos la compasión es lo único que aplaca a los temibles phi, los espíritus de las selvas, tan molestos para el campesino cuando no se los satisface. Pero ese afán de liberar a las criaturas corresponde al espíritu de un país que odia la esclavitud (pues thai, como se sabe, significa libre).
La generosidad o la compasión con que las gentes de las aldeas lo alimentaban, o hacían cobertizos en invierno dejándolos muy visibles para que el fantasma blanco los encontrara si acertaba a pasar por su rumbo, difícilmente podían compensar el dolor de no tener trato con persona alguna, el silencio forzoso a que se veía sometido. Si alguien por error, por ignorancia, o por rebeldía contra la ley, se animara a hablarle, el fantasma no podía contestar; si él hubiera hablado nadie podía responderle. Todos tenían el deber de tratarlo como si fuera incorpóreo, invisible, inaudible.
En su juventud había sido hermoso y afortunado. Algún anciano recordaba a aquel hombre como un gran nadador y un gran remero. Porque el fantasma blanco no siempre fue un fantasma, aunque lo fue por más de medio siglo, hasta el final de su vida. Pero como el mundo es contradictorio, ese ser inexistente existió demasiado para su país, no había quien no supiera de él, en secreto todos hablaban de sus correrías, siempre estaban interesados en saber su rumbo, y los thai justificaban irónicamente ese interés alegando que, dada la prohibición imperial, había que estar preparados para no verlo, había que estar listos para no hablarle.
Era frecuente ver a la gente hablando del fantasma blanco en todo momento del año: en marzo, en los bazares, mientras los mercaderes se pasaban de mano en mano las piedras preciosas; en abril, en las fiestas del agua, cuando todos los fieles bañan las imágenes de Buda y guardan reliquias en el interior de los pequeños chedis de arena; en mayo, cuando los campesinos celebran la ceremonia del Arado porque comienza la estación de la siembra de arroz, y cuando en las noches del Bun Bon Fai encienden el cielo miles de cohetes de bambú que les recuerdan a las nubes su obligación de traer los aguaceros que pintan de verde las llanuras. En cualquier momento los campesinos, los leñadores y los cazadores, cuando estaban seguros de que quien los oía no era un juez, ni un guardia, ni un miembro de la armada imperial, se atrevían a compartir historias del fantasma.
Contaban de gente que le había hablado por error, de niños inocentes que lo habían tocado, de ancianas que en su juventud se habían enamorado de él. Todos aprovechaban para alimentar leyendas ociosas: para afirmar que las serpientes no lo mordían, que su cuerpo no proyectaba una sombra, que cuando se sumergía en las aguas del lago éstas no se agitaban, que en un atardecer de Khorat un asaltante había intentado apuñalarlo y su brazo le atravesó el cuerpo como si fuera de niebla. Todo, o casi todo, eran fantasías alimentadas por su apodo espectral. Pero nadie ignoraba que el fantasma era un ser casi más real que los demás, porque su cabeza estaba obligada a pensar todo el tiempo, porque su lengua estaba obligada a callar, que es un oficio más arduo que hablar, porque sus brazos fuertes y sus piernas recias no iban hacia ningún abrazo, hacia ningún encuentro. Sabían que aquel hombre dejaba como todos hormigas aplastadas bajo sus pies, que asustaba como todos a las salamandras y a los pájaros, y que por los caminos siempre lo acompañaba su sombra.
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