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Jos Barnola - Turista sin reservas

Aquí puedes leer online Jos Barnola - Turista sin reservas texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2018, Editor: Caligrama, Género: Ordenador. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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  • Libro:
    Turista sin reservas
  • Autor:
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    Caligrama
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  • Año:
    2018
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Turista sin reservas: resumen, descripción y anotación

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Decálogo del turista que pretende, mediante líneas de pensamiento y conductuales básicas, plantar los cimientos para que ese ansiado viaje le ocasione al usuario una licuefacción masiva del ego. Y así poder partir de cero.

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Esta es una obra de ficción Cualquier parecido con la realidad es mera - photo 1

Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son, o bien producto de la imaginación del autor, o han sido utilizados de manera ficticia.

Turista sin reservas

Primera edición: septiembre 2018

ISBN: 9788417321079
ISBN eBook: 9788417426705

© del texto:

Jos Barnola

© de esta edición:

, 2018

www.caligramaeditorial.com

info@caligramaeditorial.com

Impreso en España – Printed in Spain

Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright . Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Agrade cimientos
(y no necesar iamente por este orden):

A la única chica que vive en Londres
y siempre contesta mis correos.

A mis amigos de San Siro,
con los que viajé de verdad.

A los guitarristas del Covent Garden,
por no desafinar nunca.

Al último tren que perdí un miércoles a las 3 de la madrugada, que me llevó a donde quería.

A la pintora uruguaya,
que presta atención y regala ilusiones.

A Sarah y Emily, que las conocí de oídas
y me enseñaron bonitas canciones.

A los cafés vulgares,
en los que no me sentí nunca solo.

A los plateros de Tiznit,
que saben lo que es la honradez.

A la secretaria de la última embajada que visité,
por andar tan bien de cabeza.

Rerum natura nihil fortuitum

Saint-Malo, marzo 2012

Nota preliminar

No todos los personajes que aparecen en este escrito son necesariamente reales, ni las afirmaciones o postulados que vierten éstos o el autor deben considerarse ciertos.

Los lugares que se mencionan, unos se antojarán próximos, otros remotos, y algunos ignotos, pues a veces pocos son los datos que los acompañan.

Corresponde al lector, por tanto, con el recurso de la lógica y según su paciencia e interés, discernir entre lo probable y lo imposible, y ubicar en el mapa cada plaza o paraje.

Prefacio

Me llamo Juan Pirro Villadiego, vivo en una ciudad tan absurda como acogedora, y la mayoría de los que me han conocido tratan de olvidar tan lamentable experiencia.

Durante un montón de años puse todo mi empeño en viajar como un loco insensato allá donde una enfermiza obligación me imponía. No sé porqué me dio por ahí, que lo mismo habría valido el billar o el macramé, pero el caso es que no paraba.

Llegaba de un viaje y ya planeaba un nuevo destino, y de forma automática olvidaba lugares visitados y personas que había conocido. Y así durante años.

Un buen día hace ya algún tiempo, tras un almuerzo madrugador en las inmediaciones de Veruela, conseguí sosegarme y meditar durante un rato gracias a la atmósfera apacible del monasterio. Tuve la certeza de que el mundo es muy ancho y que con tanto viaje lo estaba encogiendo; y el cielo, que tan cambiante nos parece día a día, es siempre el mismo el que nos cubre por los siglos de los siglos. Así, por las buenas, sin otro estimulante que unos huevos fritos con chistorra y los efluvios becquerianos que emanan por toda esa zona, y de que andaba yo con la guardia algo baja gracias a un parásito rebelde que combatí finalmente con éxito gracias a un tinto local.

Como una cosa lleva a la otra, pasé sin darme cuenta a analizar la opresión y zarandeo que la mente sufre cuando se aleja del escenario cotidiano, y la forma que cada uno tiene de combatirlos. Y decidí que se imponía sacar alguna conclusión práctica.

Pasaron semanas y seguía dándole vueltas al magín, hilvanaba retazos de vivencias y relatos viajeros. Lo que comenzó como análisis superficial, derivó en conclusiones que creí acertadas.

Dado que todo ser humano que se tiene por honesto alberga en el fondo buenas intenciones para con el prójimo y le gusta devolver los favores recibidos por el destino —y en tales aspectos no creo ser yo menos—, concluí que sería ingrato con el azar y mezquino con mis semejantes si guardaba para mí experiencias y teorías tan reveladoras que los viajes pusieron al alcance de mi modesto raciocinio.

A base de mucho cavilar, opté por que mis hipótesis vagas y dispersas tomaran forma en un manual que contuviera, siempre a mi entender, las líneas maestras de conducta para que el turista —cualquier viajero ocasional con ánimo lúdico— se sumerja en un mundo de situaciones límite que —al igual que las guerras, los naufragios y los tsunamis— anulen los prejuicios cotidianos que bloquean su existencia y den lugar a grandes ingenios y mayores pasiones.

De todas formas, romanticismos y deudas con el destino aparte, el detonante para que plasmara mis experiencias sobre el papel y divulgarlas según dispusiera la fortuna estoy convencido que tuvo lugar bastantes meses antes de la jornada de Veruela: un peregrinaje en dos furgonetas con otro matrimonio y los vástagos correspondientes por los Estados Unidos de América. Ni más, ni menos. Émulos del Kerouac más beat cuando le daba por meterle tralla sin misericordia a la Ruta 66 y sus inmediaciones, pero en versión chalet adosado y controlando bastante más el consumo de sustancias tóxicas. El que suscribe —Dios me valga— conducía prudente e inquieto la westfalia color magenta. La otra, que las señoras dieron en llamar «la blanco hielo» —es para morirse, vamos— avanzaba indemne, a pesar de que la choferesa en funciones se empeñaba hasta el imposible en estamparla contra cualquier persona, animal o cosa colocados a ras de suelo. Puri Mari oficia de crack en todas las facetas de su existencia, miopía incluida, y ¡ay! de aquél que no la deje ir a su aire. Ella es así en todo, y al volante no iba a cohibirse. Consiguió ponerme cardiaco desde que le vi tomar la primera curva.

Nada más empezar a rodar nos sobrevinieron problemas logísticos, mecánicos e indisposiciones menores que agriaron la relación del grupo, y los rictus hicieron su aparición. Llegó un momento en que afrontar cada situación de la forma más nefasta se convirtió en obligación: el intento de soborno con una botella de Soberano al poli local de Peach Springs para que no nos clavara un multazo, es un magnífico ejemplo; porque eso, ya me dirán, está mal visto aquí y en Toronto.

Sin darme cuenta, y por soportar tanta presión, empecé a desbocarme hasta el punto de no conocerme, y una buena noche me despisté con una cantante de blues ferroviario, lo cual no sé si catalogarlo de holocausto conyugal, pero en todo caso no mejoró en nada el concepto que Teretina, mi mujer, pudiera tener de un servidor.

Semejante cuadro, con los nervios a flor de piel —se lo pueden imaginar— desembocó en una espléndida y tonificante crisis global, tal y como era su obligación.

Cuando al regreso por fin abrí la puerta de mi casa, la estrecha relación cimentada a base de años con todos y cada uno de los compañeros en la adversidad podía darse por zanjada para siempre. Fui declarado culpable por unanimidad, tanto de mis desafueros, que los hubo, que a veces me salgo de madre, como de las trabas que puso el azar para que nuestra travesía tuviera de todo menos momentos placenteros.

En definitiva, que es lo que importa, mi mujer había decidido, firme e irrevocablemente mientras sobrevolábamos el Atlántico, poner nuestro matrimonio en manos de un abogado (por suerte para mí no era un criminólogo, aunque casi), y mis hijos tenían claro que preferían depender del Estado antes que de alguien capaz de remedar el comportamiento de un orate con tanta fidelidad y ahínco. De los amigos que fueron testigos y partícipes de la aventura americana, mejor no me extiendo: no me volvieron a mirar a la cara.

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