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Jorge Ayala Blanco - A salto de imágenes

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Jorge Ayala Blanco A salto de imágenes

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Crímenes de pasión Crimes of Passion 1984 del histérico realizador inglés ya - photo 1

Crímenes de pasión (Crimes of Passion, 1984) del histérico realizador inglés ya hollywoodizado Ken Russell (Mujeres apasionadas 69, Tommy 75) quiebra desde el ulterior toda verosimilitud ficcional, se desentiende a poco de la trama-pretexto (la doble vida como diseñadora de alta costura y como prostituta callejera de un imposible sex-symbol), llena el relato con fantasías eróticas de baratura absoluta (tipo pornohistorietas mexicanas como el aún dibujado Picante de los 50s o como las Locas por el sexo con fotos sin penetración en los 80s), convoca la vulgaridad más provocadora y convierte a su segundo filme norteamericano (después de los sicodélicomaniacos Estados alterados 80) en un verdadero panfleto contra la sexualidad reprimida de la sociedad reaganiana. De picuditos senos más bien hipotéticos y frondosísimas caderazas, la bella Kathleen Turner de Cuerpos ardientes (Kasdan 81) y El honor de la familia Prizzi (Huston 85) vaga por model shops y hoteles de cuarta de la neoyorquina Calle 42 como una especie de indomesticable hermana de la caridad del sexo exasperado, una omnisatisfactora dé imaginaciones masturbatorias y simulacros perversos, una Mujeruca en Llamas de callejones fosforescentes, la perfecta reveladora de los Estados Alterados de toda la fauna masculina o menos culina. Desmembrada entre las solicitaciones de un grotesco Profeta del Diablo todo masoquismo (Toña Perkins) y un fascinado galán todo tortuoso amor redentor (John Laughlin), ella sigue fingiéndose aeromoza para aterrizar sobre braguetas conmovidas, simulándose víctima de sórdidas violaciones amarrada de muñecas sobre la cama del sacrificio sabrosón y metiéndole el garrote al policía que copula mientras evoca con flashes mentales algún sádico operativo antimotines. Desmembrada entre la cursilería rotunda (lo sulbime fallido en redentorismos de oropel) y la brutalidad (show-clave del pene viviente, explícita concreción de sueños húmedos para el consultorio sentimental del Dr. Mengele), acabará triunfando la inmolación vaginolátrica sobre las fanatizadas insistencias del castigo ejemplar, pues el rito también se ha vuelto parodia de sí mismo.

La colina del terror (The Hills Have Eyes, Part II, 1984) del soberbio estilista del horror sanguinolento Wes Graven (La última casa a la izquierda 72, Pesadilla en la calle del infierno 84) se solaza soltando a un grupo de alegres vacacionistas en un desierto donde merodean fatídicos los instintos de muerte del más arcaico primitivismo, las postumas señales pielrojas contra los herederos blancos en automóvil, la casucha infestada de sótanos con despojos humanos, la ominosa presencia de un corpulento Segador con gran guadaña y un Plutón incestuoso con cráneo afeitado de ideas normales, una Masacre en cadena que sintetiza sus tres Martes 13 sin retroceder ante ninguna atrocidad, un relato in crescendo más allá de las sutilezas y un canibalismo más visual que dramático, en pos del onirismo del zapador momificado con navajas en cada dedo Fredy de la Pesadilla en la calle del infierno. Se trata de la segunda parte, deliberadamente ampulosa de un clásico del gore film del mismo título y del propio Craven (77), por lo que los highlights más inolvidablemente inmundos de la primera cinta funcionan como paradigma o inconsciente mentalista del nuevo filme, sólo tolerable con óptica análoga a la de esa joven ciega medio vidente, sumergida en una sucesión de cuerpos hendidos y macerados. Ahora es la pesadilla quien tiene más vida propia que las creaturas reales y quiere llevárselas a su territorio y tragárselas. Lo mórbido, si truculento y cínico, doblemente disfrutable (cf. el erotómano decapitado con su cabeza en bandeja aún succionando el pezón de la heroína amarrada en Resurrección satánica de Gordon 85 o la cumbre del horror vomitivo con virtuosos movimientos de cámara El despertar del diablo de Raimi 81).

Simplemente sangre (Blood simple, 1983) de los debutantes judíotexanos Hermanos Coen (el realizador Joel, el productor Ethan) ya ha adquirido la gloria del cult movie, típico fenómeno producto del posmodernismo y fundador fílmico del mismo en circuito cerrado sin fallas. Cine independiente, bajo presupuesto, pero imaginación desbordada que revitaliza y se mofa por exceso de los más aplaudidos lugares comunes del cine negro. Ausencia de estrellas, pero inolvidables personajes excéntricos, como el cerdesco detective todo sudor untuoso (M. Emmet Walsh). Ideas obsedentes, detalles mitológicos de creación instantánea, como el cigarrillo dejado en la nariz del animal disecado. Atmósfera de turbia sensualidad muy eficaz y una trampa-excipiente: un detective privado desiste de matar a dos adúlteros (John Getz, Deborah Newman) prefiriendo liquidar al celoso marido cornudo (Frances McDormand) que ha ordenado la ejecución, pero el torpísimo sabueso traidor ha olvidado un encendedor en el sitio del crimen, etcétera y etcétera con derivaciones sorprendentes, pues el libreto en vez de resolver llanamente la intriga goza complicándola cada vez más y la retuerce hasta un final delirante: esa mano del detective clavada en el marco de una ventana mientras la otra destroza a puñetazos la pared semicontundente. Proliferan los efectismos rabiosos en el encuadre, sin las pretensiones poshitchcockianas de Brian de Palma (Vestida para matar 80, Doble de cuerpo 84), y un anticultista dramatismo desquiciado. Como su soporífico antecedente Cuerpos ardientes, la cinefilia negra, negrísima, invoca a Dashiell Hammett y Raymond Chandler, no para homenajearlos beata y subdesarrolladamente (El crack 1 y 2 de Garci), sino para producir monstruos de convulsa poesía.

Academia de locos (Crimewave, 1985) del inventivo provocador irrealista Sam Raimi (El despertar del diablo aludido dos párrafos atrás) da una vuelta de tuerca a las triquiñuelas, ultrancias e ideas desaforadas de los Hermanos Coen de Simplemente sangre, que redactaron el guión en colaboración con el director. Ahora el tono sólo puede ser cómico, entre el modo historietístico, los dibujos animados y el cine de gags compulsivos que inauguró la serie de ¿Dónde está el piloto? (Abrahams-Zucker 80). El objetivo confeso y convicto es el de escenificar los recuerdos desesperados de un condenado a muerte medio angelical medio lelo (Paul Smith) que instalaban infalibles sistemas de seguridad hasta que sus jefes decidieron aniquilarse mutuamente. Durante una noche atrabancada que culminaría en indeseables transferencias de culpa, el muchacho había logrado que por fin le hiciera caso una fenomenal rubia babotas (Louise Lasser). Las peripecias de humor son tan negras como el cuidadoso cepillado de la silla eléctrica donde se atenderá como a un cliente exquisito al reo, tan desafiantemente absurdistas como el empavorecedor equilibrio de un carro mitad en el vacío y tan abundantes como cualesquiera reincidencias maniacas.

La sangre del juego posmoderno fluye atropellada y se tapona en mortales trombosis dentro de un cine culto a priori, de poesía a huevo (Mario) o de insaciables prestigios literarios (Benvenuta). Cine de ludus acedo, residuos del juego modernista.

Mario (idem, 1984) del canadiense Jean Baudin vuelve plasticista con foco suave, luego musical con sacarina auditiva y por fin ultrarrelamida transpuesta la relación de veinteañero repartidor de tienda costera (Xavier Norman Petermann) con su hermanito Mario siempre en los médanos (John Cooper), pues se trata de un subnormal a quien el mayor hace vivir en un imaginario mundo de aventuras y persecuciones en el desierto sable en mano, hasta que el muchacho normal se enamora y provoca la desgraciada conversión del pequeño en asesino de un amiguito, queriendo prolongar en la realidad su agraviado imaginario. En la muerte compartida de los hermanos, el mundo estalla literalmente como bomba iridiscente, la realidad se desmaterializa en cámara lenta y la imaginación se enrancia hasta su autoextinción.

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