Jacques Aumont - Las teorías de los cineastas
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- Libro:Las teorías de los cineastas
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2002
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Las teorías de los cineastas: resumen, descripción y anotación
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A menudo las sentencias de los filósofos sobre la realidad son tan engañosas como la lectura del cartel en el anticuario: «Aquí se plancha». Uno lleva su ropa y se da cuenta de su error: lo que se vende es el cartel.
Søren Kierkegaard, Diapsalmata
Existen varias versiones, históricas o semimíticas, del origen del cine, que tan pronto lo relacionan con la perfección finalmente alcanzada de una secular carrera en pos de la mimesis como con el último avatar del mundo de las formas pintadas —la abstracción—, o con la historia de lo fantástico, creador de mundos posibles, tangentes al nuestro o sombra del nuestro. Tres grandes tradiciones: la realista (defendida, como se sabe, en unos célebres artículos de André Bazin), la abstracta (minoritaria en su forma puramente plástica, pero que informó el ideario de todas las vanguardias) y, por último, la fantástica, el cine como «vida de fantasmas» (Jean-Louis Leutrat).
Huelga decir que la teoría del cine ha sido —en los críticos, en los filósofos, en los cineastas— muy a menudo una teoría de lo visible, de la imagen y de la relación de sumisión o independencia entre ambos. Aquí, como en todas partes, el peso de la historia es impresionante, y casi todos los cineastas que piensan la imagen la ven como una representación, afectada por un mayor o menor coeficiente formal y más o menos tendente a lo irreal o a lo imposible —en la tradición del gran Georges Méliès—, pero siempre, en todo caso, como una representación. ¿Cómo puede el cine, partiendo de la realidad visible, alcanzar pese a todo una poesía propia? Éste es el envite de buena parte de la teoría de los cineastas.
La concepción dominante, e incluso estereotipada, hace del cine la imagen fiel, sin más trucajes que los convencionales (encabezados por el montaje), de una realidad que ha de ser tomada en sí misma, a través de su imagen transparente como la de un perfecto espejo. Queda así obviada toda una vertiente del arte cinematográfico: la que se ocupa de las imágenes y no de su fidelidad, de las imágenes en sí, tal y como el cine, a semejanza de otras artes, las inventa y les da vida. Por fuerte que sea la impresión de realidad, cuando asistimos a una sesión de cine lo único que hacemos es someternos a un flujo perceptivo, el de unas manchas luminosas transmitidas por la luz del proyector y materializadas sobre la pantalla, «La pantalla libera la película, que, de no haber obstáculo, sólo derramaría un haz blanco.» Si veo una película es únicamente porque, ante una pantalla blanca, he visto cómo ésta se convertía en el soporte de una imagen, infinitamente cambiante y «en movimiento», pero imagen pese a todo.
¿Qué es la imagen? Si existe un cineasta atormentado por esta pregunta, ése es Jean-Luc Godard, quien, en sus ensayos filmados, ha librado una sistemática batalla por pasar del cine «moderno» a un cine de la era televisiva, de un cine del plano a un cine de la imagen.
En el principio fue la reflexión sobre el montaje, tema teórico primordial del joven Godard. Uno de sus primeros artículos afirma que no existe una planificación clásica, si por ello se entiende un modo de filmar constituido y fijado de una vez por todas, «al extremo de equipararse a un modo de pensamiento autónomo, aplicable a cualquier tema con idéntico éxito». Godard nunca se cansa de ilustrar esta dialéctica: «Saber hasta cuándo podemos hacer durar una escena ya es montaje, del mismo modo que preocuparse por los raccords forma todavía parte de los problemas de rodaje». Su concepción del cine, influida por Astruc y Rohmer pero fascinada por Eisenstein y Welles, se basa en estas nociones: por un lado, puesta en escena, autor, mirada, y por el otro, plano, escena, drama.
Paradoja: quince años después estará realizando películas enteramente creadas en el montaje, como Le Gai Savoir (1977), donde la banda de imágenes está constituida por planos filmados en la tituladora y ordenados según criterios puramente semánticos. Entonces el lenguaje lo preside todo; montar ya no es hacer latir un corazón sino encadenar argumentos; lo verbal sofoca a lo visual. Una película como Pravda se somete por completo a los diálogos de su banda sonora, que esgrimen la verdad («pravda») contra los mentirosos que difunden falsas verdades. A la postre, el montaje deja de crear sentido y pasa a someterse, por el contrario, a la ilustración literal de un discurso previo. Será su período de mayor desconfianza respecto a la imagen como inadecuación o trampa: «Ce n’est pas une image juste, c’est juste une image». La primitiva fascinación por un montaje-puesta en escena se ha vuelto pesadilla: el montaje se ha convertido en una herramienta mecánica, como jamás los rusos soñaron.
Todos los esfuerzos de Godard en el período siguiente se encaminarán a escapar de ese analitismo y de esa preeminencia de lo verbal, y la imagen se le volverá a aparecer, esta vez como noción salvadora. Primer momento: denunciar la sumisión de lo visible y de la mirada a lo verbal y la escritura. En Comment ga va (1976), un sindicalista trata de poner título (=leer), interpretar a una fotografía de la revolución portuguesa, entre otras. Durante la prolongada sesión de trabajo, que ocupa la parte central de la película, es criticado por su colaboradora (una izquierdista interpretada por Anne-Marie Miéville); le recrimina por no mirar lo bastante la fotografía que quiere comentar y por pasar demasiado rápido a lo verbal: aplasta lo visible bajo el lenguaje, hace un «trabajo de ciegos». De ahí en adelante la idea vuelve y se ramifica sin cesar. Godard explorará, en sus dos series de televisión, las modalidades de una articulación de lo visible y lo visual: entrevistas en tiempo real (sin montaje, sin cortes en nombre del sentido, respeto a la palabra en su valor de acontecimiento); cámaras lentas, que sirven para ver (allí donde nuestra visión es demasiado imprecisa o demasiado lenta) y para crear un ritmo; construcción de imágenes-metáfora, destinadas a explicitar, haciéndola visible, la verdad que contiene cada episodio.
Salve, quien pueda, la vida (Sauve qui peut, la vie, 1979) recupera uno de esos caminos para estudiar lo visual: la cámara lenta. En el «guión» filmado que había realizado en principio, Godard expone su lección teórica: la cámara lenta no es sólo cuestión de velocidad o musicalidad, también es una especie de prótesis de la visión. Ralentizar equivale a ver los momentos decisivos; es, sobre todo, ver mejor el conjunto del proceso (y no únicamente los momentos ralentizados); es, pues, intervenir en el acontecimiento mostrado para liberar su sentido. La diferencia con lo anterior estriba en que el cineasta no calcula ni impone ese sentido en función de un discurso verbal, sino que el sentido viene dictado por el propio acontecimiento. La cámara lenta, como el montaje «de intervalos» de Vertov, se encarga de guiar la percepción del espectador, sin restricciones (en este sentido, se opone al montaje asertivo eisensteiniano que Godard practicó en su primera época).
Scénario du film Passion (1982) inaugura una última etapa, una nueva expansión de las ideas de lo visual y lo visible. La película se abre con la oposición entre imagen y escritura, recalcando que Pasión (1982) no se hizo a partir de un guión escrito sino de uno visual: «La originalidad de la película, a mi entender, es que no quise escribir el guión, quise verlo […]. Creo que uno primero ve el mundo y luego lo escribe, y el mundo descrito en Pasión era necesario verlo antes; ver, ver si existía para poder filmarlo». En esa época Godard insistirá: en cine, la escritura apareció en forma de guión por imperativos comerciales: «El guión sale de la contabilidad, comenzó siendo un rastro de cómo se había gastado el dinero». Por otra parte, un cineasta que no ve las imágenes acaba recordando a la gente de televisión, que no mira las imágenes y, de pronto, las tiene «a su espalda». Ver es dominar, quien ve domina y quien no ve no domina. Estamos, decididamente, en los antípodas de la apología baziniana y rosselliniana del ver. No es un «ver» puramente documental; se trata de ver para comprender y para ejercer la propia responsabilidad (ecos vertovianos y también sartrianos, como pasa a menudo con Godard).
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