INTRODUCCIÓN
Aprender a aprender para ser mejor estudiante
¿Por qué a unas personas se les dan mejor los estudios que a otras? ¿Qué diferencia a unos estudiantes de otros en lo que respecta a su habilidad para aprender? En las últimas décadas, la neurociencia y las ciencias cognitivas han investigado estas preguntas de gran interés, y sus conclusiones son tan sorprendentes como alentadoras.
En general, la explicación que nos viene a la cabeza, cuando nos preguntamos por qué unos estudiantes tienen éxito y otros no, suele aludir a características innatas. En este sentido, solemos apelar a la capacidad intelectual de la persona o a si es aplicada o no. No hay ninguna duda de que existen factores innatos que tienen un papel relevante; por ejemplo, el constructo al que llamamos «cociente intelectual» (CI) es un importante predictor del éxito académico y tanto los estudios con gemelos como los análisis genéticos indican que tiene un componente hereditario elevado. Sin embargo, la investigación científica también ha revelado que, por lo que al aprendizaje se refiere, existen factores ambientales que pueden ser tan importantes como los innatos a la hora de predecir el éxito escolar y académico, o incluso más. Benjamin Bloom, probablemente uno de los investigadores educativos más destacados del siglo pasado, lo expresaba así:
Tras cuarenta años de investigación en la escuela, mi mayor conclusión es: lo que cualquier persona puede aprender, lo pueden aprender todas las demás si se ofrecen las condiciones adecuadas.
Entre esas condiciones adecuadas, sin duda alguna, destacarían las estrategias de aprendizaje que los estudiantes aplican cuando afrontan sus tareas. Estos métodos son uno de los mayores predictores del éxito académico. Así es: la forma en que los alumnos estudian influye extraordinariamente en sus resultados.
Todos sabemos que nuestra memoria no funciona a voluntad, no es como una cámara de vídeo con la que podamos decidir cuándo empezar a grabar y cuándo parar. Así, aunque algunas personas tengan más facilidad que otras para recordar, lo cierto es que todos olvidamos cosas que no querríamos olvidar. Nuestro único recurso para recordarlas es llevar a cabo ciertas acciones que esperamos que surtan efecto y refuercen la memoria. Por eso, estudiar es el conjunto de estrategias que utilizamos de manera deliberada con la esperanza de conseguir recordar o emplear en el futuro unos hechos, ideas o procedimientos concretos, bajo la incerteza de que nuestra memoria lo haga posible. En este sentido, la ciencia ha investigado qué acciones son más efectivas para que lo aprendido perdure y ha concluido que quien las utiliza obtiene una enorme ventaja en su empeño por aprender.
Por desgracia, nadie nos enseña cómo aprender y mucho menos cómo hacerlo tomando como referencia los datos que la ciencia arroja sobre cómo aprende nuestro cerebro. Cuando los niños se enfrentan a las tareas escolares, desarrollan sus propias estrategias de aprendizaje de manera espontánea. Algunos tienen la suerte de dar con las que realmente son efectivas, mientras que otros se quedan atascados con estrategias que no lo son. Ni los unos ni los otros suelen ser conscientes de que esas estrategias puedan marcar la diferencia.
Los estudiantes que no desarrollan estrategias efectivas pueden llegar a tener éxito hasta cierto nivel educativo, sobre todo si su habilidad innata para aprender es elevada. Sin embargo, salvo contadas excepciones, esta habilidad no suele ser suficiente cuando las exigencias aumentan en los últimos años de la educación obligatoria o en los estudios superiores. En este momento, si no antes, se manifiestan las diferencias entre los que estudian conforme a cómo aprende el cerebro y los que no.
En mi labor como investigador, he conocido los casos de muchos estudiantes de primer año de carrera que estaban acostumbrados a obtener buenas notas en el instituto, pero que se dan el batacazo en sus primeros exámenes universitarios. Esto es especialmente habitual en carreras como Medicina, en que la nota de corte selecciona a aquellos alumnos con expedientes escolares brillantes. Cuando esto sucede, los alumnos no son conscientes de que buena parte del problema pueda radicar en sus estrategias de estudio. ¡Al fin y al cabo, siempre les han funcionado! Más bien acaban culpando a su propia capacidad, asumiendo que no era como creían, o bien a factores externos. Sin embargo, cuando conseguimos que acepten que la clave puede estar en su forma de estudiar y logramos que comiencen a aplicar estrategias más efectivas, algo que no es sencillo, los resultados hablan por sí solos.
Resulta curioso que los estudiantes tiendan a confundir la forma en que les gusta estudiar con la que les proporciona mejores resultados. Sin duda, no es lo mismo comer lo que nos gusta que comer lo que nos conviene; para lo segundo hay que tener nociones sobre nutrición y hay que hacer un esfuerzo deliberado para seguir las pautas que estos conocimientos recomiendan. En el caso de las estrategias de estudio, aún vamos más allá: no solo confundimos nuestras preferencias con su supuesta efectividad, sino que además nos autoetiquetamos y nos autoconvencemos de que tal forma de aprender forma parte de nuestra naturaleza como aprendientes (así se denomina al sujeto que aprende).
La idea de que existen diferentes estilos de aprendizaje porque el cerebro de cada uno aprende de una forma distinta por naturaleza es un mito que los científicos no se cansan de refutar. Si algo han revelado la neurociencia y las ciencias cognitivas es que los mecanismos por los que el cerebro aprende son prácticamente iguales en todos nosotros, igual que lo son los mecanismos por los que el cerebro ve, por ejemplo. Nuestras diferencias como aprendientes son una cuestión de grado, no son cualitativas. Y, en realidad, algunas de las más importantes no son innatas. Entre ellas destacarían los conocimientos que ya tenemos, la motivación y, como vengo indicando, las estrategias de aprendizaje que hayamos desarrollado.
Todas las habilidades cuentan con técnicas que nos hacen más eficaces en ellas, independientemente de nuestras diferencias de grado, y aprender no es una excepción. Por ejemplo, en el salto de altura, la técnica de saltar de espalda, inaugurada por Dick Fosbury en los Juegos Olímpicos de México de 1968 (antes los atletas saltaban de frente o de lado), permite a cualquier persona saltar lo más alto que le resulta posible. De hecho, desde que Fosbury la mostrara al mundo, todos los atletas la han adoptado. Es evidente que esta técnica no es intuitiva y requiere entrenamiento, incluso puede darnos algo de apuro ponerla en práctica, pero ¿se imaginan un atleta candidato a saltador de altura que dijera «es que a mí se me da mejor saltar de frente»? Seguramente no: saltar de frente puede ser más cómodo o tal vez nos guste más, pero hacerlo de espaldas es más efectivo. Y lo es para todo el mundo en condiciones normales. Desde luego, con ella algunos conseguirán saltar más alto que otros, pero todos lo harán mejor que si se colocaran de otra manera.
Pues bien, con el aprendizaje, aunque es una habilidad más compleja que el salto de altura, sucede lo mismo; sin embargo, nos empeñamos en pensar que se pueden conseguir los mismos resultados con técnicas muy distintas y que cada uno tiene la suya en particular. Además, por algún motivo, damos por hecho que un estudiante descubrirá espontáneamente la estrategia que mejor resultados le dará a pesar de no haber probado las otras. Con ello, reducimos la facultad de aprender a una habilidad meramente innata, que se tiene en menor o mayor grado, pero que no puede mejorarse con buenas prácticas.