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Natalia Ginzburg - Las pequeñas virtudes

Aquí puedes leer online Natalia Ginzburg - Las pequeñas virtudes texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 1964, Editor: ePubLibre, Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Natalia Ginzburg Las pequeñas virtudes
  • Libro:
    Las pequeñas virtudes
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1964
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Las pequeñas virtudes: resumen, descripción y anotación

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A medio camino entre el ensayo y la autobiografía, «Las pequeñas virtudes» reúne once textos de tema diverso que comparten una escritura instintiva, radical, una mirada comprometida llana y conclusivamente humana. La guerra y su mordedura atroz de miedo y pobreza, el recuerdo estremecedor y bellamente sostenido de Cesare Pavese y la experiencia intrincada de ser mujer y madre son algunas de las historias de una historia —personal y colectiva— que Natalia Ginzburg ensambla magistralmente, en estas páginas de turbadora belleza, con una reflexión sagaz siempre atenta al otro, arco vital y testimonio del oficio —vocación irrenunciable, orgánica— de escribir.

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A medio camino entre el ensayo y la autobiografía, Las pequeñas virtudes reúne once textos de tema diverso que comparten una escritura instintiva, radical, una mirada comprometida llana y conclusivamente humana. La guerra y su mordedura atroz de miedo y pobreza, el recuerdo estremecedor y bellamente sostenido de Cesare Pavese y la experiencia intrincada de ser mujer y madre son algunas de las historias de una historia —personal y colectiva— que Natalia Ginzburg ensambla magistralmente, en estas páginas de turbadora belleza, con una reflexión sagaz siempre atenta al otro, arco vital y testimonio del oficio —vocación irrenunciable, orgánica— de escribir.

Título original: Le piccole virtú

Natalia Ginzburg, 1964

Traducción: Jesús López Pacheco

Editor digital: IbnKhaldun

ePub base r1.2

Advertencia Los ensayos que aquí reúno han aparecido en diversos periódicos y - photo 2

Advertencia

Los ensayos que aquí reúno han aparecido en diversos periódicos y revistas. Doy las gracias a estos periódicos y revistas por haberme permitido reimprimirlos.

Fueron escritos en los años y lugares siguientes:

«Invierno en Abruzos»: escrito en Roma en el otoño de 1944 y publicado en Aretusa;

«Los zapatos rotos»: escrito en Roma en el otoño de 1945 y publicado en Politécnico;

«Retrato de un amigo»: escrito en Roma en 1957 y aparecido en Radiocorriere;

«Alabanza y menosprecio de Inglaterra»: escrito en Londres en la primavera de 1961 y publicado en Mondo;

«La Maison Volpé»: escrito en Londres en la primavera de 1960 y publicado en Mondo;

«Él y yo»: escrito en Roma en el verano de 1962 y, creo, inédito todavía;

«El hijo del hombre»: escrito en Turín en 1946 y publicado en Unità;

«Mi oficio»: escrito en Turín en el otoño de 1949 y publicado en Il Ponte;

«Silencio»: escrito en Turín en 1951 y publicado en Cultura e Realtà;

«Las relaciones humanas»: escrito en Roma en la primavera de 1953 y publicado en Terza generazione;

«Las pequeñas virtudes»: escrito en Londres en la primavera de 1960 y publicado en Nuovi Argomenti.

Las fechas son importantes e indicativas, pues explican los cambios de estilo. No he hecho correcciones en casi ninguno de estos escritos, ya que soy incapaz de corregir una obra mía, a no ser en el preciso momento en que la estoy escribiendo; cuando pasa tiempo, ya no puedo corregir. Por ello este libro quizá no tiene mucha uniformidad de estilo, de lo que me excuso.

Dedico este libro a un amigo mío, cuyo nombre callo. No está presente en ninguno de estos escritos, y, sin embargo, en la mayoría de ellos ha sido mi secreto interlocutor. Muchos de estos ensayos no los habría escrito si no hubiera hablado con él algunas veces. Ha dado legitimidad y libertad de expresión a ciertas cosas que yo había pensado.

Le expreso aquí mi afecto y el testimonio de mi gran amistad, que ha pasado, como toda verdadera amistad, a través del fuego de las más violentas discordias.

Natalia Ginzburg

Roma octubre, 1962

Primera parte
Invierno en Abruzos

Deus nobis haec otia fecit.

En Abruzos hay sólo dos estaciones: el verano y el invierno. La primavera es nevosa y ventosa como el invierno, y el otoño es caliente y límpido como el verano. El verano empieza en junio y termina en noviembre. Se van las largas jornadas de sol sobre las colinas bajas y quemadas, el polvo amarillo de la carretera y la disentería de los niños, y comienza el invierno. La gente, entonces, deja de vivir en las calles, desaparecen de las escalinatas de la iglesia los niños descalzos. En el pueblo del que hablo, casi todos los hombres se marchaban tras las últimas cosechas: se iban a trabajar a Terni, a Sulmona, a Roma. Era un pueblo de albañiles: algunas casas estaban construidas con gracia, tenían terrazas y columnitas como pequeñas villas, y sorprendía encontrar en ellas, al entrar, grandes cocinas oscuras con los jamones colgados y amplias alcobas pálidas y vacías. En las cocinas, el fuego estaba encendido, pero había varias clases de fuegos: grandes fuegos con leños de encina; fuegos de ramas y hojas; y fuegos de gamonitos recogidos uno a uno del suelo. Era fácil distinguir a los pobres y a los ricos mirando el fuego que encendían; más fácil que mirando las casas y a la gente, sus ropas y zapatos, que eran más o menos iguales todos.

Cuando llegué al pueblo del que hablo, al principio las caras me parecían iguales, todas las mujeres se parecían, ricas y pobres, jóvenes y viejas. Casi todas tenían la boca desdentada: allí las mujeres pierden los dientes a los treinta años a causa de las fatigas y la mala alimentación, del desgaste de los partos y de las lactancias, que se suceden sin tregua. Pero, poco a poco, comencé a distinguir a Vincenzina de Secondina, a Annunziata de Addolorata, y comencé a entrar en todas las casas para calentarme con aquellos fuegos diversos.

Cuando empezaba a caer la primera nieve, una lenta tristeza se apoderaba de nosotros. Nos sentíamos como exiliados: nuestra ciudad estaba lejos, y lejos, los libros, los amigos, las vicisitudes varias y cambiantes de una verdadera existencia. Encendíamos nuestra estufa verde, con su largo tubo que atravesaba el techo, y nos reuníamos todos en la habitación de la estufa, y allí se cocinaba y se comía, mi marido escribía sobre la gran mesa oval, los niños esparcían juguetes por el pavimento. En el techo de la habitación había pintada un águila: yo miraba el águila y pensaba que aquello era el exilio. El exilio era el águila, era la estufa verde que zumbaba, era el vasto y silencioso campo y la nieve inmóvil. A las nueve tocaban las campanas de la iglesia de Santa María, y las mujeres acudían para la bendición, con sus chales negros y la cara roja. Todas las noches mi marido y yo nos dábamos un paseo: todas las noches caminábamos del brazo, hundiendo los pies en la nieve. Las casas que bordeaban la carretera estaban habitadas por gente conocida y amiga, y todos salían a la puerta y nos decían: «¡Vayan con Dios!». A veces, alguno preguntaba: «Pero ¿cuándo vuelven a su casa?». Mi marido decía: «Cuando termine la guerra». «¿Y cuándo terminará esta guerra? Usted que sabe tanto y que es profesor, ¿cuándo terminará?».

A mi marido le llamaban «el profesor», pues no sabían pronunciar su nombre, y venían desde lejos para consultarle las cosas más diversas, sobre cuál era la mejor época para sacarse las muelas, sobre los subsidios que concedía el municipio y sobre las tasas e impuestos.

En invierno, nos dejaba algún viejo a causa de una pulmonía, las campanas de Santa María tocaban a muerto, y Domenico Orecchia, el carpintero, fabricaba la caja. Una mujer enloqueció, se la llevaron al manicomio de Collemaggio, y el pueblo tuvo de qué hablar por un tiempo. Era una mujer joven y limpia, la más limpia de todo el pueblo: dijeron que le había pasado por tanta limpieza. A Gigetto di Calcedonio le nacieron dos gemelas, con dos gemelos varones que tenía ya en casa, y armó un escándalo en el ayuntamiento porque no querían darle el subsidio, dado que tenía muchas tierras y un huerto tan grande como siete ciudades. A Rosa, la portera de la escuela, una vecina le escupió en un ojo, y se paseaba por todas partes con el ojo vendado para que le pagaran una indemnización. «El ojo está delicado: el escupitajo es salado», explicaba. Y también de esto se habló algún tiempo, hasta que no quedó nada por decir.

La nostalgia aumentaba en nosotros día a día. A veces era hasta agradable, como una compañía dulce y levemente embriagadora. Llegaban cartas de nuestra ciudad, con noticias de bodas y de muertes, de las que estábamos excluidos. En ocasiones, la nostalgia se hacía intensa y amarga, y se convertía en odio: odiábamos entonces a Domenico Orecchia, a Gigetto di Calcedonio, a Annunziatina, las campanas de Santa María. Pero era un odio que manteníamos oculto, reconociéndolo injusto: y nuestra casa estaba siempre llena de gente que venían a pedir favores o a ofrecérnoslos. De vez en cuando la costurera venía para hacernos rosquillas. Se ataba un delantal a la cintura y batía los huevos, y mandaba a Crocetta por el pueblo a ver quién nos podía prestar una sartén bien grande. Su cara enrojecida estaba absorta y sus ojos brillaban de una voluntad imperiosa. Habría quemado la casa para que sus rosquillas salieran bien. Sus ropas y su pelo se volvían blancos de harina, y las rosquillas iban siendo colocadas en la mesa oval donde mi marido escribía.

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