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Mario Haley Mora - Cita En El San Roque

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Mario Haley Mora Cita En El San Roque

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Datos del libro
Autor: Halley Mora, Mario
ISBN: 9789992593493
Generado con: QualityEbook v0.62
Cita En El San Roque
Mario Halley Mora
Vocabulario
A GUAÍ: Guaraní. Fruto nativo del Paraguay. Figurado: Victima de un asesinato.
Kuñá macho: Guaraní-Español. Mujer masculinizada, viril, luchadora.
Opareí: Se diluye, se esfuma, se agota por sí solo. Se aplica a conflictos que no terminan.
Pombero: Guaraní. Folklore. Duende maligno de la noche.
Plata Yvygüy: Guaraní-Español. Tesoro escondido de los invasores de la Guerra de 1865-1870.
Pyragüé: Guaraní. Literalmente: pies peludos cuyos pasos no se perciben. Delator, informante de la policía.
Lecayá: Guaraní. Persona mayor en general. Patrón, el que manda o administra.
La lección de un maestro
A manera de prólogo
De un artículo de Mario Vargas Llosa, en el diario ABC, del domingo 7 de noviembre de 1999, Sección Piedra de Toque y bajo el título de «La Mentira de las Verdades». Fragmento cuya transcripción es ocurrencia exclusiva del autor.
...la historia cuenta (o debería contar) verdades, y la ficción siempre es una mentira (solo puede ser eso), aunque a veces, algunos ficcionistas -novelistas, cuentistas, dramaturgos- hagan esfuerzos desesperados por convencer a sus lectores de que aquello que inventa es verdad («la vida misma»). La palabra «mentira» tiene una carga negativa tan grande que muchos escritores se resisten a admitirla y a aceptar que ella define su trabajo. Sin embargo, no hay manera más justa y cabal de explicar la ficción que diciendo de ella que no es lo que finge ser la vida, sino un simulacro, un espejismo, una suplantación, una impostura, que, eso sí, logra embaucarnos y nos hace creer aquello que no es, acaba por iluminarnos extraordinariamente la vida verdadera. En la ficción, la mentira deja de serlo, porque es explícita y desembozada, se muestra como tal desde la primera hasta la última línea. Ésa es su verdad: el ser mentira. Una mentira de índole particular, desde luego, necesaria para todos aquellos seres a los que la vida tal como es y como la viven no les basta, porque su fantasía y sus deseos le piden más o algo distinto, y, como no pueden obtenerlo de veras, lo obtienen de mentiras, gracias a ese delicado y astuto subterfugio: la ficción. Es decir, la vida que no es, la vida que no fue, la vida que, por no serlo y por no quererla, la inventamos, la vivimos y gozamos en ese sueño lúcido en que nos sume el hechizo de la buena lectura.
Las técnicas en que se construye una ficción están, todas, encaminadas a realizar esa operación que es un motivo recurrente de los cuentos de Borges: contrabandear lo inventado por la imaginación en la realidad objetiva, trastrocar la mentira en verdad. Y los recursos primordiales de toda ficción, para que ésta simule vivir por cuenta propia y nos persuada de su «verdad», son el narrador y el tiempo, dos invenciones o creaciones que constituyen algo así como el alma de toda ficción. El narrador es siempre un personaje inventado, sea un narrador omnisciente que emula a Dios y está en todas partes y lo sabe todo, o sea un narrador implicado en la acción, y, por lo tanto, un personaje limitado por su experiencia en la hora de dar testimonio. En todo caso, del narrador -de sus movimientos en el espacio, el tiempo y los planos de la realidad- depende todo en una ficción: la coherencia o incoherencia del relato, su autonomía o dependencia del mundo real, y, sobre todo, la impresión de libertad y autenticidad que transmiten los personajes o su incapacidad para engañarnos como tales y aparecer como meros muñecos sin libre albedrío, a los que mueven los hilos de un titiritero y hace hablar un mismo ventrílocuo.
El narrador no es separable de la ficción, es su esencia, la mentira central de ese vasto repertorio de mentiras, el principal personaje de todas las historias creadas por la fantasía humana, aunque en muchas de ellas, se oculte y, como un espía o un ladrón, actúe sin dar la cara, desde la sombra. Inventar un narrador es inevitablemente, mentir, aunque en su boca se ponga verdades, porque las verdades históricas -los hechos fehacientes y concretos- se viven, no se cuentan, no tienen narradores, existen independientes de las versiones que sobre ellos puedan rivalizar, en tanto que los hechos de las ficciones solo existen en función y de la manera que determina quien los cuenta. Por eso el narrador es el eje, la columna vertebral, el alfa y el omega de toda ficción. Inventar un narrador -una mentira- para contar las verdades biográficas como lo ha hecho Edmond Morris (1) en su biografía, es contaminar todos esos datos tan laboriosamente recolectados en sus catorce años de esfuerzos, de irrealidad y fantasía, y hacer gravitar sobre ellos, la sospecha (infamante, tratándose de un libro de historia) de la adulteración.
Inventar un narrador es, por otra parte, desnaturalizar sutilmente la razón de ser de una biografía que se supone debe estar centrada sobre la vida y milagros del biografiado. Porque el narrador -los narradores- pasan a ser los personajes centrales de la historia, como ocurre siempre en las ficciones: esa egolatría está prohibida a los historiadores esclavos de las verdades de lo sucedido. Es privilegio de los propagadores de mentiras, narradores de irrealidades que, a veces, parecen muy realistas.
Cita en El San Roque
Cualquier parecido de los hechos y personajes de esta novela con hechos y personajes reales, es solo eso, parecido.
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Cita en el San Roque con la paloma azul
Uno
L OS diarios y los comunicadores de la radio lo llamaban barrio marginal. Marginal, qué palabra doliente, pensaba Manuel. Viene de margen, de lo que está al costado, afuera, empujado de la geografía de la realidad. Su barrio era marginal, él vivía en el barrio marginal y entonces él, Manuel, era un hombre marginal. Pero no había edificado la casa marginal, cartón, plástico, chapas de zinc herrumbradas por gusto de vivir en el barrio marginal, sino porque ese pedazo de terreno era el único que quedó libre cuando la multitud ansiosa avanzó como un raudal humano para ir aposentándose poco a poco, como el agua se aposenta en tierra seca, donde cada uno podía y donde cada uno cabía, delimitando su solar con cuatro estacas y levantando allí la casita que no era casita, sino refugio, casi un campamento instalado en la ruta de la necesidad, simple, provisoria, desarmable y portable, listo a ser desmantelado cuando el río crecía o cuando la autoridad ordenaba. Por eso no podía llamarse casa. La casa es el lugar donde uno se instala, y se vuelve hogar, y hasta se puede poner una maceta frente a la puerta, con algo que florezca. Que florezca, porque las flores frente a la puerta dan una sensación de pertenencia, y de permanencia. Él llegó retrasado. En realidad, llegó después que la carrera terminara, de la que no participó porque solo miraba con curiosidad y vio al final de la estampida el trozo que quedó libre. Por eso su pedazo de terreno no era un pedazo de terreno, sino más bien era un resto de pedazo de terreno, un colgajo de terreno que nadie quiso porque quedaba encerrado entre el murallón y la zanja, una situación nada cómoda, porque el muro no permitía el paso del sol, aunque bien mirado tampoco permitía el paso de la lluvia, y la zanja no le permitía el paso a él para salir al sendero, que tampoco era sendero sino el canal por donde fluía al río un hilo verdoso de agua espesa, cloacal y maloliente, pero servía de sendero, y dificultad (de salir al sendero) que superó colocando aquel tablón inclinado, tan inclinado que resultaba un marginal que salía de su casa marginal, patinando sobre una tabla lisa, una manera de salir al sendero que se hizo costumbre y hasta juego, porque aprendió a deslizarse con cierta elegancia y más de un chiquillo aplaudía su airoso porte cuando resbalaba sobre el tablón, con los brazos abiertos, como un alambrista de circo. Claro que la subida era menos garbosa, porque subir un plano inclinado era más difícil que bajarlo.
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