ABLACIÓN
Lidia Barugel
A la mujer que Sol será un día
Principio y Fin
Suceden Siempre
La Bashbá
Índice
Parte I
1. El Madero de Manglar 2. Cortar. Eso es lo que nos hará ahora. 3. Te lo Debía y Aquí Estoy 4. Y Después sí, Pude Comprar a Aminatá 5. Con mi Madre y Sólo con Ella 6. Un Blanco está Entrando en la Aldea 7. Dibuja un Círculo alrededor del Ombligo con un Dedo 8. La que Volverá 9. Era Mucho más Hermoso Desnudo que Vestido 10. El Corazón Abierto como una Manzana Picada por Gusanos 11. Esta Idea Tuya está en las Mismas Fronteras del Prejuicio.
Parte II
12. La Nieve no se Come, Aminatá
Parte III
13. ¿La que Andaba en Tetas? 14. Dunkerque 15. Sí, los Libros se Lamen 16. Mouette, Repite Inés Sólo Produces Horror en Quien te Escucha 18. Algo Grave, muy Grave 19. ¿Retroceder a Dónde? 20. Las Mariposas más Grandes, los Pájaros más Raros 21. África 22. La Estampida de los Impalas 23. ¿Qué te Hicieron allí Abajo, Hermana? 24. Wara-Wara 25. La Sombra es tu Gente, Safara 26. ¡Regresa, Aminatá! 27. Una Gran Tormenta 28. Verás lo que Viniste a Buscar 29. Tatuarse… ¡Ni se te Ocurra! 30. Mon Bijou 31. ¿Qué Harán con esta Niña Aterrada? 32. Serena, no Des un Paso Más 33. Que la niña no Olvide su Sombra de Tierra
Parte I
1. El Madero de Manglar
Aminatá se retuerce en el aire y patalea con violencia.
Cuando llegue el momento no gritarás, Aminatá. ¿comprendes? Tantas veces se lo había advertido su madre.
¿Dime, comprendes?
Y ella decía que sí con la cabeza.
Pero Aminatá lanza un aullido que le brota de las entrañas mismas y se resiste como un jabalí encerrado en una trampa.
¿Entonces hoy es el día?
El hombre que la levanta del suelo es altísimo, ancho, con la cara redonda y los labios gruesos y una rizada barba negra que le cubre el cuello. Es el Shamán.
Wara-Wara escucha el grito de Aminatá y mira hacia arriba. Aún está sentada en la tierra, muda y con los ojos muy abiertos. No ofrece resistencia, es más, alza los brazos al Shamán para que también la tome a ella.
Pocos momentos antes las dos niñas jugaban en la orilla del río, desnudas y transpiradas como si recién hubiesen salido del agua, porque el calor es tan fuerte en la aldea de Koboa Kobah como en todo el resto de África.
Aminatá y Wara-Wara tienen la misma edad, ocho años. Habían nacido al mismo tiempo. Sus madres se sentían hermanas y parieron una echada al lado de la otra en la Gran Casa de las Mujeres. Con diferencia de segundos dieron a luz dos niñas que también se sentirían hermanas de por vida.
Bajo el sol ardiente, Wara-Wara y Aminatá habían construido un pequeño dique con guijarros para desviar a las termitas de su camino hacia el termitero. Aminatá, con la nariz pegada a la tierra y en cuatro patas, había tomado una termita entre los dedos y la balanceaba a la altura de los ojos.
¡Mira cómo patalea y se retuerce en el aire!
Déjala, Aminatá.
¡Pero mira cómo mueve las patitas frenéticamente, Wara-Wara!
Déjala ya.
Aminatá la depositó otra vez en la tierra. La termita parecía desorientada, caminaba hacia un lado y al otro hasta que Aminatá la empujó con un dedo y por fin pudo incorporarse a la fila.
Una nube de mosquitos zumbaba sobre sus cabezas. Las dos niñas estaban tan absortas en armar un pequeñísimo puente con hojas sobre el sendero de las termitas, que no percibieron al Shamán que se acercó a paso firme.
Estos mosquitos sólo anuncian tormenta, había dicho Aminatá justo en el momento en que el hombre la tomó por las axilas, primero a ella y luego a Wara-Wara, para llevárselas con él.
Sí, hoy es el día.
No es el Shamán quien asusta a Aminatá de esa manera, porque lo conoce muy bien: anda de aquí para allá en la aldea, resuelve lo difícil, dirige las ceremonias, cura a los enfermos y habla con los tristes, y aunque jamás sonríe todos saben que es incapaz de hacerle daño a un animal y menos a un niño. Pero nunca las había alzado de esa manera. Y desde esa incómoda posición, cargada como una bolsa de maíz o como un cerdito, boca abajo sobre el inmenso hombro derecho del hombre, Aminatá comprende de qué se trata. Hoy es: de niña a mujer.
¡No gritarás! Mamabé, su madre, muchas veces le había explicado que llegado el momento no debía llorar. Este paso es un orgullo para todas nosotras, las mujeres de nuestro clan, le decía. Pero Aminatá había visto cómo se llevaban a las niñas y cómo después de estar semanas encerradas en la Casa de las Mujeres salían pálidas y caminando con dificultad. Es pasar de ser niña a ser mujer, Aminatá, para tener marido un día, decía Mamabé mientras apartaba a los mellizos que, aunque ya estaban grandes, se le prendían a los pechos en cuanto ella se descuidaba. Pero Aminatá miraba de reojo a las muchachas que regresaban de la Casa de las Mujeres, parecían otras, habían cambiado mucho. Todas pasamos por eso, hija. Yo misma, y tu abuela, y la abuela de ella, cada una de las mujeres de la aldea. Pero regresaban muy demacradas, más delgadas y caminando despacito, con las piernas juntas, con unos pasitos raros que hubiesen sido graciosos si no fuera porque se las veía tan tristes. Yo no recuerdo haber llorado ni una lágrima cuando me lo hicieron, ¿sabes? ¡Ni una!, y tú también serás una iniciada cuando llegue el día, y debes mostrar que eres más fuerte que todas tus amigas, con esos ojos que tienes, tan raros, claros como de agua. Pero las niñas regresaban taciturnas, del brazo de sus madres y quietas, como amansadas. Ya no volvían a jugar ni a correr desnudas por la selva. Mamabé molía los granos de pimienta con ritmo y fuerza en el mortero. No habrás de llorar ni gritar, Aminatá. Te cortarán un poco aquí y otro poco allá y con un gesto vago le señalaba entre las piernas. Las niñas no le parecían a Aminatá más mujeres, y aunque salían de allí luciendo un taparrabos bellamente trenzado, era verdad, pero caminaban con cautela y ya no trepaban a los árboles ni corrían por la orilla del río ni de choza en choza en la aldea. Aminatá no estaba segura si quería que se lo hicieran o no, y cuando pensaba en eso saltaba al regazo de Mamabé para refugiarse en sus brazos. Su madre tenía todavía los pechos erguidos y firmes, mientras que de su propio pecho no sobresalían más que dos botoncitos. Un poco aquí y otro poco allá, y listo, es un ratito. No hay que llorar, porque toda la aldea se burlaría de ti, ¿comprendes?
Y ella asentía con la cabeza como si comprendiera.
No tiene ninguna duda. Hoy es el día.
El Shamán se dirige con pasos largos a la Casa de las Mujeres. Trae a las dos niñas sobre los hombros. Todo el recorrido desde el río había intentado calmarlas con un chasquido de la lengua contra el paladar, un chasquido rítmico y con sonido seco, el mismo que usan las mujeres para juntar el ganado por la tarde. Con ellas sobre sus hombros, tuvo que cruzar un recodo del río y se había metido en el agua hasta la cintura. Transpiraba por el esfuerzo porque, aunque las niñas eran livianitas, una de ellas, Aminatá, la de los ojos claros, se retorcía y pataleaba mucho, y le hacía perder el equilibrio.
Quédate quieta, que ya casi llegamos… y vuelve a chasquear la lengua.
Wara-Wara no se mueve. Está floja y blanda, sobre el otro hombro del Shamán. Tiene los ojos cerrados y sus bracitos se balancean de aquí para allá.
Desde arriba del gigante Aminatá mira la puerta -abierta de par en par- de la Casa de las Mujeres.
El Shamán entra a paso firme y baja primero a Aminatá para acomodarla suavemente en el piso de tierra junto al palo de palmera que sostiene el techo. Después baja a Wara-Wara. Allí les junta las manos a las dos, para darles ánimo.
Y así quedan las dos amigas, con las manos aferradas y temblando, sentadas en cuclillas.
Aminatá sacude la cabeza, se limpia el sudor de la cara con el dorso de la mano y mira alrededor.
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2. Cortar. Eso es lo que nos hará ahora.
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