El abajo firmante solicita ser adoptado por vuestras mercedes.
Actualmente soy huérfano, por lo que tengo que trabajar cada dos por tres. Debo aclarar que he terminado la escolaridad—dieciséis años de escuela primaria, dos por curso—y también el servicio militar. O sea que no tendrían ustedes que ocuparse de mi instrucción y les sería muy útil, porque podría cuidar de sus otros hijos, mis queridos hermanitos y hermanitas.
Estoy sano, a excepción de los días uno y quince de cada mes y de los domingos por la mañana en que me duele la cabeza. Y me falta un diente por culpa de una bronca con un compañero, pero en general estoy fuerte, especialmente de piernas.
Tengo un carácter alegre. Me gusta cantar y me sé muchos chistes, por ejemplo el de la viuda y el deshollinador o el de aquel que estaba en cuclillas. Se los contaré con mucho gusto, pero únicamente si les apetece.
Soy un muchacho obediente. Se me puede dejar en casa con la criada o incluso solo, no necesito ayuda para afeitarme y nunca me duele la tripa. Por lo que se refiere a la educación sexual, se ahorrarán el mal trago, porque ya estoy iniciado. Llegado el momento, podría añadir algún detalle sobre el tema si viniera a cuento.
Soy práctico y puedo hacer buen servicio en casa: arreglar un grifo, sacarle brillo a la corona, descargar el carbón para el invierno; sé hacer de todo, y así no tendrían ustedes que llamar a gente de fuera. Barato y de confianza.
Domino el inglés. Cuando en el cine echan una película en inglés, leo los subtítulos en voz alta y lo entiendo todo, especialmente si es de indios y vaqueros.
Sin más que añadir, quedo a disposición de Su Majestad para cualquier aclaración. Estoy siempre junto al chiringuito de cerveza, pero por si alguna razón no me encontrara allí, déjele el recado a mi amiga que trabaja en la esquina. Recuerdos para papá.
TÉ Y CAFÉ
—¿ T é o café?—preguntó la anfitriona.
Me gustan ambas cosas y aquí me obligaban a elegir. Eso quería decir que pretendían escatimar el café o el té.
Soy bien educado, de modo que no di muestras de cómo me asqueaba semejante tacañería. Justamente estaba ocupado conversando con el profesor, mi vecino de mesa, a quien estaba convenciendo de la superioridad del idealismo sobre el materialismo, y fingí no haber oído la pregunta.
—Té—contestó el profesor sin vacilar. Naturalmente, ese animal era un materialista e iba directo a atracarse.
—¿Y usted?—se dirigió a mí.
—Disculpe, tengo que salir.
Dejé la servilleta y fui al servicio. No tenía ninguna necesidad de hacerlo, pero quería reflexionar y ganar tiempo.
Si me decido por el café, perderé el té, y viceversa. Si los hombres nacen libres e iguales, pues el café y el té también. Si escojo el té, el café se sentirá menospreciado, y viceversa. Semejante violación del Derecho Natural del café o del té es contraria a mi sentido de la justicia como Categoría Superior.
Pero no podía quedarme en el servicio eternamente, aunque sólo fuera porque no era la Idea Pura del Servicio, sino un servicio concreto, es decir, un servicio normal y corriente con azulejos. Cuando volví al comedor, todo el mundo estaba ya bebiendo el té o el café. Era evidente que se habían olvidado de mí.
Aquello me tocó en lo más vivo. Ninguna atención, ningún miramiento para con el individuo. No hay nada que deteste más que una sociedad desalmada, así que fui corriendo a la cocina a reivindicar los Derechos Humanos. Al ver encima de la mesa un samovar con té y una cafetera, me acordé de que aún no había resuelto mi dilema inicial: té o café, o bien café o té. Por supuesto, era preciso exigir las dos cosas en lugar de aceptar la necesidad de una elección. Sin embargo, no sólo soy bien educado sino también delicado por naturaleza. De modo que dije con amabilidad a la anfitriona, que trajinaba en la cocina:
—Mitad y mitad, por favor.
Luego grité:
—¡Y una cerveza!
LA ENTREVISTA
A l llamar a la puerta del taller, oí:
—Pase.
En lo alto, un tejado acristalado, cubierto con la suciedad de la gran urbe, apenas si dejaba pasar la luz. En las paredes no había ventanas. Resbalé en la penumbra sobre algo y casi me caigo. Escuché una voz:
—Acaba de tropezar con la obra de mi vida.
—Demasiada modestia, maestro.
—En absoluto, deje que le explique—dijo el anciano sentado en una butaca y envuelto en una manta—. Cuando era joven, esculpí un monumento al Universo; en esa época usted no hubiese corrido ningún peligro. Era una escultura enorme, de estilo abstracto, que llenaba, por supuesto, todo este pozo hasta el tejado.
—¿Y qué pasó con ella?
—Más bien debería preguntar qué pasó conmigo: bueno, cambié mi ideología metafísica por una más pequeña y convertí el Universo en Karl Marx. Naturalmente, la talla figurativa seguía siendo muy grande, aunque ya sólo llegaba por allí, en la pared, donde ahora ve usted aquellas manchas de humedad.
—¿Y ésa también…?
—Lo ha adivinado. La transformé en una obra llamada La humanidad como tal, sin ideología. Relativamente más pequeña, sobre todo debido a razones técnicas, ya que tuve que quitar bastante al labrarla. En estilo abstracto, claro está. Por aquel entonces, llegaba ya sólo a la altura de aquella tubería de gas, por debajo de la mancha.
—¿Y después?
—El desencanto por la humanidad y algo todavía menos ambicioso.
—Obra que usted de nuevo…
—Ya no hay «de nuevo», fue la última y definitiva. Ahí está.
—Disculpe, pero no la veo.
—Busque.
Me puse a cuatro patas y, a tientas, encontré una bola de mármol.
—¿Cuál es el título?
—Estudio del ping-pong.
Me incorporé.
—Muchas gracias por la entrevista. Le deseo que siga trabajando con igual éxito.
—No hay de qué—respondió el maestro.
LA RUTINA
S oy capitán del cuerpo de bomberos. Corresponde a mis obligaciones apagar los incendios y salvar a las personas que quieren suicidarse.
De estas últimas cada vez hay más. Es algo rutinario: recibimos la noticia de que en una dirección determinada alguien tiene la intención de saltar desde una planta alta o, aún con más frecuencia, desde un tejado. Vamos allí. No tenemos problemas para encontrar la dirección: ante el edificio suele apiñarse ya una multitud considerable que mira hacia arriba.
Sobre la cornisa está el suicida. Ponemos la escalera y yo subo. Cuanto más alto, con más cuidado, para no asustarlo. Es decir, para que no salte antes de que lleguemos a tiempo de salvarle.
En mi opinión, no hay nada que temer. Al fin y al cabo él no hace más que esperarme. Podía haber saltado inmediatamente, no sólo antes de llegar nosotros, sino antes de que se agrupara la multitud. Podía haber saltado diez o veinte veces antes de que nadie le hubiese visto. Pero no, él espera primero a la multitud y después a nosotros. Es entonces cuando empieza el espectáculo.
Así que voy subiendo por la escalera, estoy cada vez más cerca de él y pretendo estar enormemente interesado en que él consienta en conservar su vida. A fin de cuentas es lo que se espera de mí, me pagan por eso. Además, si fingiera menos, el público reunido abajo estaría menos satisfecho conmigo.
Hoy estoy de mal humor, por añadidura hace un tiempo de perros: frío, viento, sobre todo aquí arriba. Si me hubiese puesto ropa interior de invierno tal vez me sentiría más en forma. Con buen tiempo es más fácil hacer el imbécil. Pero no cuando el frío te llega hasta la médula. Además me estoy haciendo viejo, ¡cuántas veces he representado ya este papel!