PRÓLOGO
RAFAEL ANSÓN
Presidente de la Real Academia de Gastronomía
Pepe Carvalho, el famoso detective surgido de la imaginación de Manuel Vázquez Montalbán, es un gran enamorado de la gastronomía y de los productos alimenticios catalanes. Solía aprovechar sus visitas a la coctelería barcelonesa Boadas para disfrutar de un cóctel de cava, donde el espumoso combinaba con brandy, vodka, azúcar, angostura y triple seco.
Traigo a escena a este gran personaje de nuestra literatura para demostrar la vocación «camaleónica» del cava, bebida de glamour y de antihéroes literarios, de celebraciones especiales y del día a día, ingrediente de recetas caseras y de alta cocina, tan local como universal, toda una panacea gastronómica que empezó su recorrido hace ya varios siglos.
Por encima de otras parafernalias, el «rey de los espumosos españoles» elaborado según el método tradicional, el que se puso en marcha en la Champaña francesa y que llevó al benedictino Dom Pierre Pérignon, encargado de la bodega de su abadía en Hautvillers, a salir de ella entre grandes voces asegurando que estaba «bebiendo estrellas». Hablo del método en el que se impone que la segunda fermentación del vino tenga como escenario la propia botella.
Las primeras botellas de este vino espumoso catalán comenzaron a obtenerse ya en la segunda mitad del siglo XIX. Se inició entonces un gran éxito enológico basado probablemente en la selección de tres de las variedades blancas que en esa época se cultivaban en los valles del Anoia, y que se encuentran en la base de los principales cavas: la macabeo, la parellada y la xarel·lo. Estas tres uvas forman la trilogía sagrada del cava, a la que después se añadieron otras cepas (hoy en algunos figuran también la chardonnay, la malvasía, la monastrell, la trepat y hasta la pinot noir).
La macabeo, originaria de Asia Menor, se cultiva en España desde tiempos muy remotos y se conoce también por otros nombres como viura o macabén. Está muy extendida sobre todo por Cataluña, así como por el Alto Ebro, la Comunidad Valenciana y La Rioja. Cepa muy productiva, presenta racimos de buen tamaño y granos pequeños.
La parellada, que a finales del siglo XIX se tenía por la uva más representativa de la ciudad de Barcelona, recibe los nombres de montonec o montonega. De racimo grande y color verde oscuro, su producción sigue concentrada en las regiones vitivinícolas catalanas, aunque aparece también en zonas del Alto Ebro y el Duero. Prefiere el clima fresco, así que tiende a ocupar zonas altas, lo que le proporciona mayor finura aromática que compensa su baja graduación alcohólica.
Finalmente, la xarel·lo es una uva mediterránea muy tradicional que se presenta en diferentes mutaciones blancas y rosadas. La introdujeron en Cataluña los navegantes que recorrían sus costas procedentes de Grecia y Cartago, aunque fueron los romanos quienes delimitaron su cultivo. La xarel·lo blanca, también llamada «cartuja blanca», tiene racimos medianos y bayas grandes poco compactas.
Podemos decir que con estas uvas comienza la historia del cava, con un recorrido mucho mayor que el que hasta ahora le ha concedido la costumbre, puesto que a veces nos olvidamos de que el cava no es uno sino muchos, uno para cada ocasión, y ahí radica su impresionante fuerza gastronómica, tal como se presenta con gran acierto en este libro.
El nexo de unión entre los diferentes capítulos es la versatilidad de una bebida capaz de armonizar con cualquier escenario y, sin lugar a dudas, con todas las cocinas del planeta. Tan versátil, adaptable y compleja que, paso a paso, va desestacionalizándose y extendiendo su consumo mucho más allá de su tradicional éxito navideño.
Para disfrutarlo, basta con conocerlo.
Dicen los cavistas que el buen cava es aquel que al descorcharse hace un ruido seco, sordo y no muy fuerte, no derrama la espuma y la mantiene durante todo el tiempo en la copa. Dicen también que las burbujas (quizá uno de los símbolos de alegría más universales) deben ser pequeñas y formar una hilera fina que ascienda veloz hasta la superficie. Si un cava satisface ambas condiciones, su calidad estará prácticamente asegurada, pero hay que saber algo más para disfrutar en la mesa de una experiencia completa.
«NO HAY PLACER GASTRONÓMICO CON EL QUE NO ARMONICE EL CAVA.»
Habrá que saber —y de eso se encargan estas páginas— que, teniendo en cuenta el tiempo de crianza y según la denominación más o menos oficial, podemos distinguir entre cava tradicional, cava reserva, cava gran reserva y Cava de Paraje Calificado, y que, en función de los azúcares añadidos por litro, tenemos brut nature, extrabrut, brut, extraseco, seco, semiseco y dulce —la adición de azúcar va desde los 0 gramos por litro en el brut nature hasta los 50 gramos por litro del dulce—. Y, también, que las posibles armonías para cada tipo de comida han de definirse en función de las siguientes variables básicas: acidez, dulzor, estructura y efervescencia.
No hay placer gastronómico con el que no armonice el cava: un tradicional brut es perfecto en aperitivos, ensaladas o mariscos cocidos; un dulce o un semiseco dan un toque magnífico a postres, pastelería o chocolates, y un reserva brut y un brut nature, a aperitivos complejos, patés, pescados o carnes blancas, mientras que un paraje calificado es ideal para platos muy elaborados y complejos, y un rosado con más crianza para arroces y carnes blancas. Y estos son solo algunos de los ejemplos de los Momentos Cava.
A través de este más que necesario volumen, el Consejo Regulador de la DO Cava, presidido por Pedro Bonet —uno de los grandes apellidos de la historia del espumoso español—, confirma que los momentos del cava son todos los momentos, en función de cada cava y de las variables sensoriales que cada uno aporta, como se indica en algunos capítulos de esta obra, entre los que destaco el que ha elaborado Jaume Estruch: «Percibir es vivir».
Además del doctor Estruch, a este propósito ha venido a sumarse un gran elenco de grandes expertos, como los prestigiosos sumilleres Juan Muñoz y Guillermo Cruz, el