Tankred Dorst - La Cabeza De Harry - Toller - El Jardin Prohibido
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- Libro:La Cabeza De Harry - Toller - El Jardin Prohibido
- Autor:
- Genre:
- Año:2002
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La Cabeza De Harry - Toller - El Jardin Prohibido: resumen, descripción y anotación
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A algunas de las estatuas les faltan miembros, a una le falta la cabeza. Por el suelo hay alrededor brazos y piernas caídos.
Mientras habla, se abren las otras puertas y van entrando paulatinamente otros señores y algunas damas, comentando también sus visitas en casa de Heine. Hablan todos a la vez de manera que en medio del barullo de voces tan sólo pueden entenderse palabras aisladas y fragmentos de frases) Un señor En los ocho días que duró mi estancia tuve la oportunidad de visitar, con una carta de recomendación, a mi muy admirado poeta Heinrich Heine en su lecho de dolor y mantener con él una breve conversación. He de reconocer que subí los tres pisos que conducían hasta su casa no sin cierta angustia. Al llamar a la puerta, vino a abrirme una señorita vestida al estilo de las criadas francesas, de negro austero y con cofia blanca... ya no era una jovencita, pero seguía siendo atractiva. Tras exponerle el motivo de mi visita, me condujo a una estancia, con aspecto de estar muy limpia, sobriamente amueblada, pero luminosa y provista de algunos cuadros y estanterías de libros.
Me pidió que, llegado el caso, no prolongara mi visita en demasía, pues su marido (mon mari) estaba aquejado de fuertes dolores. Por esta observación descubrí después que la persona que yo había tomado por la criada era en realidad la prometida del poeta, que más tarde habría de convertirse en su esposa, su tan loada Mathilde. Al entrar en la estancia, quedé horrorizado al ver ante mí su lamentable estampa, el rostro pálido como el de un cadáver y los ojos cerrados, con una camisola blanca y acostado en una cama limpia y cuidada al máximo, su "Lecho de muerte", como lo llamaba él. Se le partía a uno el corazón al verlo. Las mejillas macilentas, la nariz ligeramente corva, el cabello todavía oscuro, no muy canoso, daban a su rostro una expresión absolutamente noble y apacible. Me preguntó qué tal seguían las cosas por el Rin, hermoso río que él tanto ama y que seguramente ya no habría de volver a ver.
Cuando le dije que nací muy cerca de su tierra, me preguntó por los corifeos de la Academia de Pintura de aquel lugar y si había llegado a conocer a Immermann y a Grabbe, a lo que le contesté negativamente. No fue menester que su mujer Mathilde me hiciera señas para que yo me retirara. Cuando le deseé una pronta recuperación se despidió de mí dándome la mano, pálida, y el recuerdo doloroso de su tenue apretón ha permanecido siempre en mi memoria. Otro señor La última vez que lo vi fue a primeros de mayo de 1848. Me lo encontré recorriendo de arriba abajo los jardines del Palacio Real, buscando el cálido sol de primavera. Ya estaba por entonces muy aquejado, se lamentaba de su padecimiento, pero a la vez hacía las observaciones más graciosas ysatíricas sobre sus médicos.
Un señor La muchacha que me abrió la puerta dudaba que el señor fuera a recibirme, porque tenía muchos dolores y había vuelto a pasar la noche en vela. Ni siquiera asegurandole que yo era alemán logré convencerla para que hiciera una excepción en mi caso, ya que, según dijo, en los último tiempos su señor evitaba a los alemanes precisamente. Esta discusión tuvo lugar en una pequeña cocina, muy bien ordenada sin embargo, donde permanecí aguardando la respuesta, mientras ella, abriendo una puerta lateral anunciaba la visita de monsieur allemand a su señor, a quien no logre ver por estar oculto tras un biombo, a pesar de que la puerta se había quedado abierta. No me quedó otra que escuchar cómo Heine le recriminaba diciéndole que no estaba en disposición de recibir a nadie, y mucho menos aquel día y que el monsieur allemand tuviera la amabilidad de irse por donde había venido. Pero como yo no estaba dispuesto a cejar en mi empeño de ver a Heine tomé la palabra y le rogué que me permitiera entrar, aunque sólo fuera un momento. Tras lo cual iniciamos, separados únicamente por un biombo, una acalorada discusión en la que siempre volvíamos, él a su imposibilidad de recibir a nadie y yo a mi deseo de volver a verle.
Otro señor Estando en París hace algunos años, me resultó imposible hallar a Heine a pesar de lo mucho que pregunté a mis conocidos alemanes. En otra ocasión fui directamente al número 50 de la Rué d'Amsterdam. Nada más decirle mi nombre a la criada que salió a abrir la puerta, y al reconocerme por la voz, Heine -que yacía en el cuarto contiguo a la entrada, oculto tras un biombo-, me hizo pasar con un "¡Adelante, querido Lehmann!" y mientras espetaba a la criada, que le llevaba el desayuno, Je ne veux pas déjeuner, je ne veux pas!, se incorporó con grandes esfuerzos en la cama para darme la única mano que aún tenía sana, pues la otra, consumida, como el resto de su cuerpo, la tenía paralizada por la misma enfermedad que le ha afectado inmovilizándolo desde la medula hasta la punta de los pies. "Querido Lehmann", me dijo, "llega justo a tiempo: de encontrarme no como un completo cadáver camino del cementerio de Montmartre, donde desemboca la Rue d'Amsterdam. Dentro de un año habría tenido que buscarme allí, porque no voy a poder aguantar mucho más este suplicio". Unaseñora Hoy he estado hablando un buen rato con Heine y podía moverse como antes.
Tiene gracia conversando, pero a la larga yo no aguantaría mucho a su lado; se mofa de todo, y esa actitud negativa, que finalmente se convierte en una auténtica falta de creencias, me resulta francamente desagradable. Unseñor Puedo asegurarles que estuve buscando la casa que servía de albergue al entusiasta poeta de la libertad con el corazón en un puño. Me recibió una criada explicándome que el señor Heine aun estaba en cama -eran las once de la mañana— y que no estaba visible. Pero eso no me arredró, le hice entrega de mi tarjeta de visita, confiando de este modo en ser recibido. Y efectivamente pasados unos minutos dicha criada me condujo a una pequeña estancia, donde una voz, que provenía de cama situada frente a la ventana, me dio los buenos días, instándome a tomar asiento. Esto último pudo llevar a efecto no sin dificultad, puesto que la silla situada ante la cama estaba ocupada por el juego de café y la otra única silla que pude ver que había tenia encima todo tipo de efectos, los cuales deposité en el suelo, aproximando luego la silla a la cama y dando al traste con algunas de mis ilusiones, al ver, en lugar del individuo que había imaginado, a un hombre bajo, incluso acostado,bastante entrado en carnes y con un rostro redondo y de rasgos orientales, resaltado por sus ojos, verdaderamente hermosos.
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