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La situación es grave, pero no seria.
E NNIO F LAIANO
Lo más seguro es que quién sabe.
Dicho popular caribeño
¡Qué difícil es tener un hijo de una cierta edad!
A LBERTA L OVRIC ,
madre de Giorgio Strehler
Pepita Forever
Y para Jorge, Nieves y Laura
Un dietario suele escribirse por diversos motivos.
Los míos diría que son tres: tratar de sujetar lo que escapa del paso de los días, pensar con un poco de calma, y correr en libertad, jugando con tonos y géneros.
Mis dietarios favoritos tienen algo de autobiografía en clave íntima. Y de libro de horas (o deshoras), escrito de noche y para ser leído de noche.
Cuando los leo, no busco que me revelen los secretos de un escritor, sino su vagabundeo mental: los vaivenes, convicciones y contradicciones de su pensamiento en su faceta más ensayística, de tentativa.
Me gustan los diaristas que a veces, al doblar una esquina, parecen tararear a guisa de himno aquella vieja canción en la que Trenet proclamaba seguir siendo fiel a cosas sin aparente importancia, cosas que ellos consiguen volver interesantes por mirada, por estilo, por vocación de amenidad.
Pasados unos años, es curioso fijarse en lo que quedó fuera y lo que se filtró. Sucedieron cosas presuntamente importantes y no dejaron huella escrita (por fatiga, por miedo, por desinterés, porque pasó el día, y el día después del día), y en cambio anoté otras que tal vez al lector le parezcan triviales. Pero a veces esas trivialidades atrapan una pequeña verdad en mangas de camisa.
No sé por qué se abre o se cierra la boca del dietario. Tal vez pide alimento en épocas demasiado ruidosas, en las que todo parece acelerarse y confundirse. Escribí uno de modo continuado entre 1989 y 1994. Dejé de hacerlo cuando murió mi padre, no sé por qué. Eran unas notas muy extensas, muy minuciosas y, en mi recuerdo, un poco pesadas.
Quiero creer que al correr del tiempo esa forma se ha concentrado, se ha ido calmando, y ojalá las entradas de ahora se hayan vuelto más ligeras. Igual soy yo quien se ha calmado y se ha vuelto más ligero. Ojalá.
No volví a sentir la necesidad de inaugurar cuaderno hasta casi diez años más tarde. El nuevo me duró de 2003 a 2009, aproximadamente. Tampoco quise rescatarlo: había mucha negrura ahí adentro. Entretanto escribí otras muchas cosas que se fueron publicando.
En Una cierta edad hay cuadernos y columnas de seis años. Grosso modo, de 2011 a 2016: me gustan las medidas irregulares. La cronología nunca ha sido mi fuerte, y seguir y fechar el día a día me parece una esclavitud. O, simplemente, una lata.
Me gustan los diarios que sintetizan, que eligen detalles significativos. La pincelada que puede dar el color de un momento o una atmósfera; el perfil en el que reconocemos a su autor. Y quizás un poco su época.
Se me caen las frases demasiado aforísticas. Me resultan pomposas y, peor, absolutistas: si las pienso dos veces, aparece un manojo de excepciones que las desmontan. Suelo conservarlas cuando suenan naturales, cuando me sorprende haber pensado eso, haber llegado a esa conclusión, pero siempre que quede abierta a otras lecturas: intentar, en la medida de lo posible, no ponerme categórico ni dar nada por hecho.
No me seducen los ajustes de cuentas, enmendarle la plana a este o al otro: a la que te descuidas brota un tono bilioso muy desagradable. Además, si me pusiera a comentar todo lo que me irrita o con lo que estoy en desacuerdo no acabaría nunca.
Lo que más me gusta del género es que su menú ofrece platos muy variados: recuerdos, crónicas breves, apuntes al sesgo, microrrelatos, pequeños poemas, humoradas luminosas o bromas oscuras de la existencia.
Ya se verá si mis intentos de acercarme a todas esas cocinas han dado buen resultado. He tratado de echar al perol pensamientos sobre la escritura, el teatro y otras artes; retratos de escritores preferidos, notas de lectura, de revisiones, de paseos, espejos y espejismos, y el intento, reiterado por torpeza, de «arrancar del tiempo lo transitorio apasionado», como pedía Patrick Kavanagh.
También asoman, aquí y allá, como gatos por las esquinas del entretejido, artículos nocturnos que nacieron en estas páginas y publiqué en El País. De los muchos que escribí en esos años, he querido recuperar (podados, rehechos, o a veces tal cual, según iba viendo) algunos de los que me parecen, como decía antes, más íntimos, más autobiográficos. Los que surgieron con vocación diarística, de madrugada y a media voz.
A veces no hay tanta diferencia entre un diario y un dietario.
Agradezco a Juan Cruz su generosa autorización para reproducirlos aquí.
La cierta edad del título me permite fantasear con la presunción de que en alguna parte de este libro quizás se encuentre mi esencia sin argumento, mi voz hecha de muchas.
1. 2011
Comienzas a tener «una cierta edad» cuando caes en la cuenta de que un día más es, irrevocablemente, un día menos. ¡Gran descubrimiento, molesta constatación! Una buena frase de mi padre: «Cualquier día sin tierra encima es un buen día.» Mensajes para mí mismo, a clavar en una nevera imaginaria (y a ser posible, portátil): Sonríe. O, mejor, ríe. Que no se te vaya un día sin haber reído. Intenta ser amable y justo, hacer las cosas con alegría y con calma, buscar la belleza. Y no le des importancia a las pequeñeces (eso es lo más difícil). Así quizás evites ese entrecejo que comienza a parecerse a un surco, esa cara de señor mayor, entre aturdido y asustado, que algunas mañanas te saluda desde el espejo. (A veces, los propósitos de Año Nuevo suenan como los golpes de un escoplo intentando grabar las letras, una a una, en un pedrusco de sílex.)
*
Una pareja de viejos en el banco del parque. Él, mirándose la mano:
«Vaya uñas tengo. Fíjate: amarillas y negras.»
«Como taxis», responde ella, sonriente, aparentemente distraída, siguiendo con la mirada a los niños que juegan.
Él rompe a reír. Y ella con él. Ríen juntos.
En realidad no son tan viejos.
*
Escribo para fijarme. Para caer en la cuenta. Para fijarme en las cosas y en la gente y en lo que pienso y en lo que siento, que no siempre está claro. Fijarme en el sentido de observar todo con mayor precisión, porque todo pasa demasiado rápido, pasa por detrás y pasa por los lados, cuando andamos despistados, embabiecados, envueltos en ruido, y fijarme en la acepción de anclaje, de hincar los pies en el suelo, con las líneas como rieles, para que el viento del tiempo no se lo lleve todo y a mí con él, y no todo se afantasme antes de hora. Y para llegar a fin de mes.
*
La ironía se tolera muy mal en cualquier forma, pero sobre todo por escrito, porque el lector no puede ver la cara de quien escribe. No sabe a qué carta quedarse, y eso le irrita. «¿Va en serio o en broma? Aclárese. O blanco o negro. Hay que posicionarse.» En estos tiempos, la ironía no cotiza, y menos si se trata de una ironía afable. Aquí lo que manda es el sarcasmo, cuanto más feroz y denigratorio mejor.
*
En la estación. Un niño me pregunta:
«Usted es escritor, ¿verdad?»
«¿Cómo lo sabes?»
«Porque mira todo el rato y apunta mucho en esa libretita.»
Escritor o detective, podría haber dicho. Que tampoco son tan distintos.
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Sabiduría de William Layton, el gran maestro de actores: «No hay que compararse nunca con los demás, porque siempre habrá alguien mejor o con más suerte. Lo efectivo es compararse con lo anterior de uno mismo.»
*
De repente ha vuelto esta riqueza. Amanecer de invierno. Mi abuela, sonriente, inclinándose sobre la cama para darme un beso, con aquella frase de La Moños: L’últim que em queda!
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«Me gustaría que cantaras como si te hubiera atropellado un camión y solo tuvieras tiempo de cantar una canción. Una canción por la que la gente te recordase para siempre. Una canción en la que le contaras a Dios qué tal te fue en tu paseo por la tierra. Una canción que te resumiera. Esa es la canción que quiero que cantes: algo que realmente sientas, porque esas son las canciones que la gente quiere escuchar, las canciones que realmente les salvan» (Sam Phillips a Johnny Cash en
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