Como si fuera un auto con dos volantes, el mundo está guiado por dos fuerzas que luchan por tener el control: la espiritual y la secular. Hoy en día, la fuerza secular tiene la ventaja, pero durante muchos siglos el poder radicó en la espiritualidad. Los visionarios configuraban el futuro tanto como los reyes, e incluso más. El rey era ungido por Dios, pero los visionarios eran visitados por Dios mismo y escuchaban su mensaje personalmente antes de aparecer en público para anunciar lo que Dios quería que la gente hiciera.
Empecé a sentir fascinación por la desconcertante situación en la que se ven envueltos los visionarios. Muy pocos pidieron ese poder para afectar a otros. Dios los desvió de la comodidad cotidiana y guio sus pasos. La voz que oían en su cabeza no era suya, sino que era de inspiración divina. ¿Cómo fueron esas experiencias? Por un lado, deben haber sido aterradoras, pues en un mundo en el que alimentar leones con mártires, crucificar a los santos por considerarlos enemigos del Estado y resguardar con recelo las antiguas religiones es un espectáculo, la voz de Dios bien podría estar enunciando una sentencia de muerte. Por otro lado, experimentar lo divino debe haber sido extático, como lo experimentaron los poetas místicos de todas las culturas que tuvieron un romance con la divinidad. Esa combinación de arrebato y tormento se convirtió en la semilla de este libro.
“Dios” es un término vacío, excepto cuando se expresa a través de las revelaciones de los santos, profetas y místicos de la historia. Éstos existen para plantar las semillas de la espiritualidad como experiencia directa, más que como una cuestión de fe y esperanza. No obstante, nadie puede afirmar que Dios se ha revelado de forma única y estable, ni con un mensaje consistente, sino todo lo contrario De algún modo, las revelaciones pueden ser divinas y contradictorias al mismo tiempo.
¿Por qué Dios no dice lo que tiene en mente y permite que el mensaje se extienda a todas las personas? La contradicción de los mensajes divinos surgió debido a nuestras propias limitaciones Supongamos que Dios es infinito. Por desgracia, nuestras mentes no están equipadas para percibir el infinito, sino que sólo percibimos lo que estamos preparados para ver y conocer. La infinitud se revela a sí misma por pedazos hechos a la medida de cada sociedad, época y hábitos mentales. Etiquetamos como Dios los meros vistazos que percibimos de una realidad superior, como ver una figura en La última cena de Da Vinci. Este vistazo nos maravilla, pero la totalidad a la que pertenece escapa a nuestra percepción.
Teniendo eso en mente, he convertido esta novela en una meditación sobre Dios en nosotros mismos. Sólo la mitad es ficticia y está dedicada a diez visionarios que quedaron extasiados cuando Dios les habló. La otra mitad consiste en reflexiones sobre lo que Dios quiso decir al elegir a estos sabios, videntes, profetas y poetas. El mensaje no siempre fue el mismo, pues Job en el Antiguo Testamento escuchó algo distinto de lo que san Pablo que en el Nuevo Testamento, pero aun así es posible rastrear un patrón.
Dios evoluciona. Por eso es que sigue hablando y nunca se queda callado. El hecho fundamental de que Dios ha sido “Él”, “ella”, “ello” y ninguna de las anteriores demuestra lo cambiante que es la presencia divina. No obstante, afirmar que Dios evoluciona implica que comenzó en un estado de inmadurez y creció hasta convertirse en la totalidad, cuando toda fe sostiene que Dios es infinito desde el principio. Lo que en realidad ha evolucionado es la comprensión humana de su existencia. Durante milenios, quizá incluso desde la era de las cavernas, la mente humana ha tenido la capacidad de percibir una realidad superior. Las pinturas y las estatuas sagradas son tan antiguas como la civilización misma, preceden el lenguaje escrito y quizá incluso hasta la agricultura.
La cercanía con Dios es una constante, no sólo en la historia humana sino también en la naturaleza humana. Si estamos en contacto con nuestra alma, la conexión es permanente, aun si nuestra conciencia flaquea. Pensamos que Dios cambia, quizá porque nuestra propia percepción espiritual aumenta o disminuye. Mientras tanto, los mensajes siguen llegando y Dios sigue mostrándose con distintos rostros. A veces la noción de lo divino queda oculta cuando las fuerzas seculares toman la batuta e intentan dirigir la orquesta por sí solas. Sin embargo, la fuerza de la espiritualidad nunca se rinde por completo. Dios representa nuestra necesidad de conocernos a nosotros mismos, así que, a medida que la conciencia evoluciona, también evoluciona Dios. Es un viaje que no terminará jamás. En este momento, en algún lugar del mundo, alguien acaba de despertar a la mitad de la noche al escuchar un mensaje que parece extraño, como si proviniera de otra realidad. De hecho, todas las noches debe haber visitas de este tipo, y quienes dan un paso al frente para anunciar lo que han oído forman un grupo variopinto de locos, artistas, avatares, rebeldes y santos.
Siempre he deseado ser parte de tan variopinto grupo, por lo que en la siguientes páginas intento imaginar que pertenezco a él. ¿Acaso no deseamos todos, en cierto modo, unirnos a los inadaptados? Sus historias nos desgarran el corazón y elevan nuestra alma. Las lecciones que han aprendido han llevado a la raza humana por caminos desconocidos. Hay cosas peores en la vida que saltar la barda de cotidianidad y seguirlos.
D EEPAK C HOPRA
Abril de 2012
—¿Dónde termina el mundo? —preguntó el padre.
Job, su hijo, no estaba preparado para ser cuestionado. Era primavera. Afuera de la carpa las cálidas brisas traían consigo el agradable trinar de las aves y el balido de los corderos. Los amigos del niño pateaban un balón de cuero por los campos.
—¡Te hice una pregunta!
Job jaló las correas de sus sandalias y fijó la mirada en el suelo cubierto de tierra.
—El mundo termina en las murallas de la ciudad que no dejan entrar a los demonios.
Para un niño de diez años, era una respuesta razonable. Le habían advertido que tuviera cuidado con los demonios desde pequeño, y nombres como Moloch y Astaroth se le habían grabado en la memoria desde entonces. Las imágenes de garras y colmillos le causaban una fascinación pavorosa. Cuando el frío del invierno obligaba a los pastores a regresar por los portones de la ciudad, Job se sentía atrapado, pero tenía prohibido aventurarse a ese lugar en el que se le podría meter un demonio a la boca con la misma facilidad que un mosquito.
Su padre negó con la cabeza.
—Inténtalo de nuevo. ¿Dónde termina el mundo?
La sombra de su padre, un hombre alto y fuerte, se cernía sobre Job. Su mirada amenazante era inusual en un tejedor que solía ser tan benévolo con sus hijos como una mujer. Pero esta vez Job sabía sin lugar a dudas que esa mirada era peligrosa.
—El mundo termina donde Judea y la tierra de la guerra se encuentran —contestó el niño. Debía ser la respuesta correcta. El verde valle de su pueblo, conocido como la Tierra de Uz, terminaba en los linderos de un abrasador desierto pardo, como leche derramada de una vasija que fluye hasta que la arena la bebe La diferencia era que la tierra de la guerra bebía sangre.