José Kentenich - El secreto de la vitalidad de Schoenstatt, Parte II: Espiritualidad de la Alianza

La alianza con Dios en la Historia de la Salvación

1. La historia de salvación como historia de alianza

La historia de la salvación se revela claramente a la mirada creyente como una marcada historia de alianza: cuando se trata de los elegidos, como una historia de unión; y cuando se trata de los condenados, como una historia de separación.

1.1 La imagen nupcial y filial

El libro del Apocalipsis presenta la Alianza con Dios, en el espíritu de los profetas, a través de imágenes. La compara con la alianza de amor del matrimonio: con la relación nupcial y esponsal..

A los hagiógrafos les ocurre como a nosotros, hombres comunes. Los procesos vitales significativos los atrapan tanto que no ahorran expresiones para traducirlos. Es casi como si se encontrasen desvalidos ante ellos: no encuentran palabras que reflejen completamente lo que quisieran decir. Tan misteriosamente profundo, tan inmensamente rico es, como en nuestro caso, el admirable y enigmático acontecimiento. Con el fin de revelar su maravillosa grandeza, presentan una imagen tras otra. Se da así una profusión de imágenes que intentan remover, uno tras otro, los velos que cubren el acontecimiento y, sin embargo, no son capaces de revelarlo plenamente. Si cada una de las imágenes es ya un auscultar y tantear en el claroscuro, es decir, un revelar siempre sólo un fragmento de claridad sin poder iluminar toda oscuridad, se podrá inferir que allí donde una hilera de imágenes pretende ayudar a la formación de conceptos adecuados y verterlos en palabras, crece no sólo la luz, sino al mismo tiempo también la oscuridad.

Aplicado a nuestro caso, lo anterior significa que algunas veces la Sagrada Escritura habla del Reino de Dios para expresar la unidad entre el pueblo y el rey, como símbolo de la unión entre Dios y su Pueblo.

La prédica del Señor y de los apóstoles, sobre todo de san Pablo y san Juan, con perceptible calidez emplea la palabra “hijo” para caracterizar las relaciones entre el hombres y el contrayente divino, “el Padre”, a través de la Alianza. Ambas palabras, “Padre” e “hijo”, adquieren en sus labios una sonoridad que en el Antiguo Testamento no tenían ni podían tener para los oyentes y lectores de aquellos tiempos.

Desde que la fe sabe de un Dios trino y de una vida divina intratrinitaria, desde que la fe trajo el mensaje, la buena noticia de la misteriosa participación en esa vida intratrinitaria que se nos regala por el bautismo, mediante la implantación en el Hijo de Dios hecho hombre, los conceptos “Padre” e “hijo” en la Alianza divina han adquirido un sello único, una misteriosa profundidad, un sorprendente enriquecimiento.

Para sus criaturas, Dios ya no será más meramente bueno como un padre que hace llover y brillar el sol para todos y cuida de todos..

No, el Dios de la Alianza es el Padre, nuestro Padre en los cielos, quien ha engendrado a su Hijo eterno y consubstancial, quien ha enviado a ese Hijo a la tierra y lo ha hecho asumir la carne, quien a través de la incorporación en el Unigénito nos hace hijos suyos, de una manera tal que sobrepasa y eclipsa infinitamente toda paternidad meramente natural.

Por eso, el Credo de la Misa del instrumento, del Hacia el Padre reza así:

Creemos con certeza

lo que nos dice la eterna Verdad;

inclinamos, dóciles, el entendimiento

y la seguimos con amor y obras.

La fe es la senda segura

que nos mostró el Verbo;

sólo quien reciba esta fe

alcanzará salvación eterna.

Creemos, oh Dios, que tu poder

dio al mundo la existencia,

que tú lo mantienes y riges,

que lo conduces sabiamente a su fin.

Tú, que reinas en alturas celestiales,

quieres mirarnos cálidamente

y ver en nosotros a tu Hijo,

al que reina contigo en el trono eterno.

Somos tan pobres, débiles, míseros,

mas tú nos engrandeces y dignificas,

para hacernos miembros de Cristo glorioso

de él, nuestra Cabeza, que nos atrae hacia ti.

Tú, oh Dios, elevas nuestro ser,

te estableces en el alma como en un templo,

donde, con el Hijo y el Espíritu Santo,

te manifiestas huésped perdurable.

El cuerpo y el alma están consagrados

a la Santísima Trinidad,

que reina en nosotros como en el cielo

y nos habita con su riqueza.

Estamos así sobre el universo,

adentrados en la divinidad;

valemos más a tus ojos

que, sin nosotros, toda la tierra.

Las obras de todas las culturas

son tan solo polvo insignificante

comparadas con la grandeza

que nos concede tu amor.

Nos has regalado a tu Hijo, que en silencio

pende por nosotros en la cruz;

nos envías al Espíritu Santo,

quien nos adoctrina y educa.

Pones un ángel a nuestro lado,

presto a custodiarnos,

y nos das una Madre bondadosa,

que con amor cuida de nosotros.

Nos confiaste solícitamente

a la Iglesia, Esposa de tu Hijo,

para que nos guíe por la vida

y alimente en nosotros el verdadero amor.

Tu Hijo se ofrece benignamente por nosotros

como ofrenda en el altar;

allí está como amigo y alimento

en toda circunstancia, silencioso y cercano.

En nuestra Familia, desde el comienzo hasta la fecha y en forma creciente, ha palpitado una acentuada corriente del Padre y del hijo. Ella ha explorado, en todas sus direcciones, el contenido íntegro de la “relación Padre-hijo” como símbolo de la Alianza de Amor con Dios y, a partir de ello, ha plasmado la vida personal y comunitaria, siguiendo una clara conducción del Espíritu Santo, quien ha hablado de manera inequívoca mediante la “ley de la puerta abierta” y nos ha indicado, teórica y prácticamente, los caminos del ser niño y del espíritu filial, los mismos caminos que él nos revela en la Sagrada Escritura con un amor y cuidado que manifiestan claramente sus deseos.

La imagen de la relación esponsalicia se ubica claramente en un segundo plano en nuestra Familia, en forma análoga a la conducción de la gracia en la vida espiritual de Santa Teresa del Niño Jesús. Por eso está también menos presente en la conciencia pública de la Familia y en su vida no se configura de manera particularmente profunda ni permanente. Es comprensible que en este contexto y a partir de las corrientes espirituales que se han dado en el seno de la historia de nuestra Familia, se despierte la inquietud por investigar en todos los detalles la Alianza entre Dios y el hombre bajo el “símbolo padre-hijo”; por reavivarla nuevamente y por comprender las razones que evidentemente han relegado a un segundo plano el símbolo esponsalicio. Esta llamativa y tentadora tarea habrá de postergarse para más adelante.

Por ahora permanezcamos en la imagen nupcial. De ese modo podemos ampliar el marco de la historia de salvación y hacer más comprensibles al Antiguo y Nuevo Testamento. La razón está en el hecho de que, en el Antiguo Testamento, el símbolo esponsal es más corriente que la imagen del hijo. No olvidamos aquí que se trata tan solo de un símbolo, de un símbolo de la Alianza con Dios.

1.2. El amor, ley fundamental del mundo

Para profundizar este pensamiento, para no olvidarlo al tratar los próximos temas, recordemos que el libro “Santidad de la vida diaria” entiende lo mismo que san Francisco de Sales cuando habla de la ley fundamental del mundo, aunque de manera más abstracta.

El libro quiere afirmar así que la motivación última, el fundamento de todos los fundamentos de todo el obrar de Dios y del Dios hecho hombre es el amor. Más exactamente: Dios hace todo por amor, a través del amor y para el amor. Esto significa: El hace todo a partir de la motivación fundamental del amor, que es tan fuerte que moviliza todas las otras cualidades divinas poniéndolas a su servicio y no, en último término, a la justicia y a la omnipotencia. Detrás de todo lo que él realiza existe un marcado y palpable movimiento de amor, que quisiera llegar a una perfecta unión de amor con el contrayente de la alianza.