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Agota Kristof - La analfabeta

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Agota Kristof La analfabeta
  • Libro:
    La analfabeta
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2017
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La analfabeta: resumen, descripción y anotación

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Luz

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Inicios

L eo. Es como una enfermedad. Leo todo lo que me cae en las manos, bajo los ojos: diarios, libros escolares, carteles, pedazos de papel encontrados por la calle, recetas de cocina, libros infantiles. Cualquier cosa impresa.

Tengo cuatro años. La guerra acaba de empezar. Vivimos en un pueblecito que no tiene ni estación, ni electricidad, ni agua corriente, ni teléfono.

Mi padre es el único maestro del pueblo. Enseña en todos los cursos, desde el primero hasta el sexto. En la misma aula. La escuela está separada de nuestra casa sólo por el patio, y las ventanas del colegio dan al huerto de mi madre. Cuando me encaramo a la ventana más alta del comedor veo a toda la clase con mi padre delante, de pie, escribiendo en la pizarra negra.

El aula de mi padre huele a tiza, a tinta, a papel, a calma, a silencio, a nieve incluso en verano.

La gran cocina de mi madre huele a animal muerto, a carne cocida, a leche, a mermelada, a pan, a ropa húmeda, a pipí del bebé, a agitación, a ruido, al calor del verano… incluso en invierno.

Cuando el mal tiempo no nos permite jugar fuera, cuando el bebé grita más fuerte de lo habitual, cuando mi hermano y yo hacemos demasiado ruido y demasiados destrozos en la cocina, nuestra madre nos envía a nuestro padre para que nos imponga un «castigo».

Salimos de casa. Mi hermano se detiene delante del cobertizo en el que guardamos la leña:

—Yo prefiero quedarme aquí. Voy a cortar un poco de leña pequeña.

—Sí. Mamá se pondrá contenta.

Atravieso el patio, entro en la gran sala y me detengo cerca de la puerta. Bajo los ojos. Mi padre me dice:

—Acércate.

Me acerco y le digo a la oreja:

—Castigada… mamá…

—¿Nada más?

Me pregunta «nada más» porque a veces tengo que entregarle sin decir nada una nota de mi madre, o debo pronunciar las palabras «médico» o «urgencia», o bien únicamente un número: 38 o 40. Todo esto por culpa del bebé, que se pasa el día enfermo.

Le digo a mi padre:

—No. Nada más.

Me da un libro con imágenes:

—Ve y siéntate.

Voy al fondo de la clase, donde siempre hay lugares vacíos detrás de los mayores.

Fue así como, muy joven, por casualidad y sin apenas darme cuenta, contraje la incurable enfermedad de la lectura.

Cuando vamos de visita a casa de los parientes de mi madre, que viven en una ciudad cercana, en una casa que tiene luz y agua, mi abuelo me toma de la mano y, juntos, recorremos el vecindario.

El abuelo saca un diario del bolsillo de su levita y dice a los vecinos:

—¡Mirad! ¡Escuchad!

Y a mí me dice:

—¡Lee!

Y yo leo. Normalmente, sin errores, y tan rápido como me lo pida.

Dejando de lado este orgullo de abuelo, mi enfermedad de la lectura me traerá sobre todo reproches y desprecio:

«No hace nada. Se pasa el día leyendo.»

«No sabe hacer nada más.»

«Es la tarea más pasiva de todas.»

«Perezosa.»

Y, sobre todo, «Lee en vez de…».

¿En vez de qué?

«Hay miles de cosas más útiles, ¿no?»

Incluso ahora, por la mañana, cuando la casa se vacía y todos mis vecinos se van a trabajar, tengo un poco de cargo de conciencia por instalarme en la mesa de la cocina a leer los diarios durante horas en vez de… fregar los platos del día anterior, ir de compras, lavar y planchar la ropa, hacer mermeladas o pasteles…

Y, ¡sobre todo!, en vez de escribir.

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De la palabra
a la escritura

Y a desde muy pequeña me gustaba contar historias. Historias inventadas por mí misma.

A veces viene a visitarnos mi abuela, para ayudar a mi madre. Por la noche, la abuela nos acuesta; intenta dormirnos con cuentos que ya hemos escuchado centenares de veces.

Salgo de mi cama y le digo a la abuela:

—Las historias las explico yo, no tú.

Me sienta sobre sus rodillas y me acuna:

—Cuéntame, cuéntame, pues…

Comienzo por una frase, no importa cuál, y todo se encadena. Aparecen personajes, mueren o desaparecen. Hay los buenos, los malos, los pobres y los ricos, los vencedores y los vencidos. «No se acabará nunca», balbuceo sobre las rodillas de la abuela:

—Y después… y después…

La abuela me deja en la cama plegable, baja la llama de la lámpara de petróleo y se va a la cocina.

Mis hermanos duermen y yo también. Pero la historia sigue en mi sueño, hermosa y terrorífica.

Lo que más me gusta es explicarle historias a mi hermanito Tila. Es el preferido de mamá. Tiene tres años menos que yo, así que se cree todo lo que le cuento. Por ejemplo, lo llevo hasta un rincón del jardín y le pregunto:

—¿Quieres que te cuente un secreto?

—¿Qué secreto?

—El secreto de tu nacimiento.

—No hay ningún secreto en mi nacimiento.

—Pues sí, pero sólo te lo diré si me juras que no se lo contarás a nadie.

—Te lo juro.

—Pues mira, eres un niño encontrado. No eres de nuestra familia. Te encontraron en un campo, abandonado y desnudo.

Tila dice:

—No es verdad.

—Mis padres te lo explicarán más adelante, cuando seas mayor. Si supieras qué pena nos dabas, tan delgado, tan desnudo…

Tila empieza a llorar. Lo tomo en brazos:

—No llores. Te quiero como si fueras mi propio hermano.

—¿Tanto como a Yano?

—Casi. Al fin y al cabo Yano es mi hermano de verdad.

Tila reflexiona:

—Entonces, ¿por qué tengo el mismo apellido que vosotros? ¿Por qué mamá me quiere más que a vosotros dos? Os castiga todo el rato, a ti y a Yano. A mí nunca.

Se lo explico:

—Tienes el mismo apellido porque se te adoptó oficialmente. Y si mamá es más buena contigo que con nosotros, es porque quiere demostrar que no hace ninguna diferencia entre tú y sus verdaderos hijos.

—¡Yo soy su verdadero hijo!

Tila chilla, corre hacia la casa:

—¡Mamá, mamá!

Corro detrás de él:

—Me has jurado que no dirías nada. ¡Era una broma!

Demasiado tarde. Tila llega a la cocina, se arroja a los brazos de mamá:

—Dime que soy tu hijo. Tu verdadero hijo. Tú eres mi verdadera madre.

Me castigan, desde luego, por haber explicado necedades. Me arrodillo frente a una mazorca de maíz en una esquina de la habitación. Enseguida llega Yano con otra mazorca y se arrodilla a mi lado.

Le pregunto:

—¿Por qué te han castigado?

—No lo sé. Sólo he acariciado la cabeza de Tila y le he dicho «te quiero, bastardito».

Reímos. Sé que lo ha hecho expresamente para que le castigaran, por solidaridad, y porque sin mí se aburre.

Explicaré muchas otras burradas a Tila; lo intento también con Yano, pero él no me cree porque tiene un año más que yo.

Las ganas de escribir vendrán más tarde, cuando el hilo de plata de la infancia se haya quebrado, cuando vengan los días malos y lleguen los años de los que diré: «No me gustan». Cuando, separada de mis padres y mis hermanos, ingreso en un internado de una ciudad desconocida, donde, para soportar el dolor de la separación, sólo me queda una solución: escribir.

{3}
Poemas

C uando entro en el internado tengo catorce años. Yano, mi hermano, está interno desde hace un año, pero en otra ciudad. Tila todavía está con mi madre.

No se trata de un internado para jovencitas ricas, sino todo lo contrario. Es algo entre un cuartel y un convento, entre un orfelinato y un reformatorio.

Somos más o menos doscientas chicas de entre catorce y dieciocho años, alojadas y mantenidas gratuitamente por el Estado.

Tenemos dormitorios donde caben de diez a veinte personas, con literas cubiertas por jergones y mantas grises. Nuestros armarios, metálicos, estrechos, están en el pasillo.

A las seis de la mañana nos despierta una campana, y una vigilante medio dormida viene a controlar las habitaciones. Algunas alumnas se esconden debajo de la cama, otras bajan al jardín corriendo. Después de dar tres vueltas por el jardín, hacemos ejercicio durante diez minutos. Luego subimos corriendo y, ya dentro del edificio, nos lavamos con agua fría, nos vestimos y después bajamos al comedor. Nuestro desayuno está compuesto de café con leche y una rebanada de pan.

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