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Chumy Chúmez - Cartas de un hipocondríaco a su médico de cabecera

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Chumy Chúmez Cartas de un hipocondríaco a su médico de cabecera
  • Libro:
    Cartas de un hipocondríaco a su médico de cabecera
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    ePubLibre
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    2000
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Cartas de un hipocondríaco a su médico de cabecera: resumen, descripción y anotación

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JOSÉ MARÍA GONZÁLEZ CASTRILLO San Sebastián 8 de mayo de 1927 - Madrid 10 de - photo 1

JOSÉ MARÍA GONZÁLEZ CASTRILLO (San Sebastián, 8 de mayo de 1927 - Madrid, 10 de abril de 2003), conocido por el seudónimo de «Chumy Chúmez», fue un humorista gráfico, escritor y director de cine español.

Nacido en San Sebastián, se formó como profesor mercantil y posteriormente estudió dibujo y pintura. Debido a su pasión por la pintura se trasladó a Madrid, lugar en el que se dedicaría al humor, al principio en periódicos de forma esporádica y más tarde de forma fija en los semanarios La Codorniz y Triunfo y en el diario Madrid, del que fue habitual de la tercera página hasta que fue suspendido por orden gubernativa en 1971.

En 1972 deja La Codorniz para fundar una nueva revista humorística, Hermano Lobo.​

En la década de los años 1960 rodó varios documentales, en su mayoría sobre localidades andaluzas. También colaboró redactando guiones cinematográficos y televisivos (La tortuga perezosa) y llegó a escribir algunos propios.

Dirigió dos películas: Dios bendiga cada rincón de esta casa (1977), protagonizada por Lola Gaos y Blanca Estrada, el mediometraje La lozana andaluza (1983) y ¿Pero no vas a cambiar nunca, Margarita? (1978), protagonizada por Silvia Aguilar y Antonio Garisa. La primera y la tercera fueron producidas por Manuel Summers, el mediometraje lo produjo José Frade.

Trabajó como contertulio en diferentes programas de radio (Protagonistas y Las mañanas de Radio 1) y de televisión (Este país necesita un repaso).

De su faceta de escritor, cabe destacar El manzano de tres patas, Mi tío Gustavo que en gloria esté, Del silencio al grito. Antología, Todos somos de derechas, Yo fui feliz en la guerra (1986), una autobiografía acerca de sus recuerdos de la Guerra Civil Española. Otros títulos son Por fin un hombre honrado (1994) y Pase usted sin llamar (1995).

También fue conferenciante y articulista.

A lo largo de su vida recibió un gran número de premios, como el Premio Paleta Agromán (1977), el Premio Mingote (1985), el Premio de Periodismo «Francisco Cerecedo» (1991) y el Premio Iberoamericano de Humor Gráfico Quevedos (2002).​ En 1970 un jurado canadiense le proclamó el mejor humorista gráfico del mundo.

Estuvo casado con Cheryl Nan Wong, ciudadana de EE. UU., entre 1969 y 1978, y tuvieron un hijo, Marcel Wong-González, nacido en 1970.

Murió el 10 de abril de 2003 de cáncer de hígado. Parte de sus cenizas fueron depositadas en el panteón familiar de San Sebastián, su ciudad natal, mientras que el resto fueron esparcidas en Cascais (Portugal).

​ En 2004 se inauguró en Alcalá de Henares la exposición El descreído imaginario, sobre la vida y obra de Chumy Chúmez. Su comisario fue el guionista de historietas Felipe Hernández Cava y recorrió varias localidades españolas.

Su único hijo, Marcel Wong-González, donó el archivo de su padre a la Biblioteca Nacional de España el 8 de noviembre de 2016.​ El legado está compuesto por unos 4000 documentos, muchos de ellos originales de chistes gráficos.

La decisión

Estimado amigo y doctor:

Hoy, doctor, he tomado una decisión que va a cambiar mi vida. Aunque es usted veinte años más viejo que yo le he nombrado mi padre hipocrático adoptivo. O adoptado, si lo prefiere.

Ayer, cuando cenábamos en Kañoñetan, comprendí que habíamos nacido el uno para el otro. Yo para poner en sus manos mi salud y mis quebrantos, y usted para curarme. Ya solo le librará de mí mi defunción, que espero no sea anticipada ni provocada por la ira que seguramente le van a causar las letanías de mis enfermedades presentes, pasadas y quizás, si se van confirmando mis temores y mis augurios, también de mis enfermedades futuras.

He puesto en sus manos, doctor, mi futuro y mi perdida salud, que usted sabrá reconstruir con su sabiduría médica y su honradez profesional, con su paciencia, su amor a la verdad y con su entrega a los pobres y enfermos, que le honran con la santidad laica que muy pocos médicos poseen actualmente.

Está usted perdido. Ha caído en manos de un hipocondríaco profesional que gratuitamente le va a dar información de sus penas para que sin gran esfuerzo conozca mejor a los desdichados enfermos llamados imaginarios que están tan desatendidos últimamente por la clase médica.

Cuando cenábamos me di cuenta de que usted, de todos los médicos y cirujanos que conformaban el banquete, era el único pasablemente humano. Todos los demás eran médicos, usted era un hombre dedicado a la medicina, que es distinto. Usted no está harto de sus pacientes, no le aburre la monotonía de su profesión, aún tiene una angélica fe en las ciencias médicas y, además, habla en voz alta y con un timbre de voz perfectamente adaptado a mi hipoacusia bilateral progresiva.

Sabido esto, paso a exponerle mi plan de acción. Es el siguiente: para no cansarle, le iré informando por carta mis temores, mis sospechas, los síntomas que muestran la proximidad de una nueva enfermedad, mi pasado de doliente no comprendido y los dolores que todas estas cosas causan en mi alma, trozo corpóreo que también tiene sus propias patologías físicas.

A cambio de las molestias que mis cartas puedan causarle le ofrezco mi cuerpo para que, cuando yazga muerto, inerte y frío, haga usted los estudios de anatomía patológica que más le plazca en las cicatrices que habrán dejado las enfermedades que hayamos estudiado juntos. Así podrá comprobar la exactitud o los errores que cometió al hacer en mí sus diagnósticos. Podrá estudiar en mi cuerpo vivo y en mi cuerpo muerto. Creo que el intercambio es beneficioso para los dos. Quizás pasemos juntos a los anales de ciencias médicas en su acepción literaria, aunque quizás también, no me aventuro a negarlo, en su acepción hemorroidal, porque últimamente, debido tal vez a la edad, me anda rondando ya el castigo de las desdichas anales que el Señor envía a todos aquellos que como yo han abusado de la blandura de los sillones y del ardor de las comidas picantes. Pero de esto ya le hablaré a su tiempo. No quiero anticiparme, que ahora ocupan mis intranquilidades desdichas y amenazas mayores.

Esto es todo por hoy, doctor. La próxima semana recibirá mi primera carta de paciente.

Espero que cumpla en mí el juramento hipocrático antes citado y todo cuanto los siglos han añadido gracias a las ciencias empíricas y a las grandezas de las conquistas de las democracias que tan generosas han sido con los pobres y los desvalidos en las últimas semanas.

Adiós, doctor. Hasta siempre.

Los enfermos siempre tenemos razón

Doctor:

A nuestros ojos, a los ojos de nosotros los pacientes, los médicos a veces parecen animalitos pintorescos que nos miran y remiran, nos palpan y nos sondean las vísceras en silencio, sin mirarnos a los ojos, desdeñando nuestras ansiedades y nuestros terrores.

Le digo esto, doctor, porque en una ocasión, hace años, cuando durante muchos meses sufrí los martirios de una fístula abdominal postoperatoria, estuve denunciando unos dolores que sentía en el lado izquierdo de mi vientre, dolores que producían grandes risas a los médicos que me explicaban que si la fístula estaba en el lado derecho, como era mi caso, la fuente de la putrefacción debía estar próxima a la emanación y no al otro lado como yo decía.

—Ese dolor —me explicaron— es un dolor reflejo.

Lo cierto era, como demostró más tarde la fistulografía, que yo tenía razón, que no había reflejos y que yo era un correcto definidor de mis síntomas.

El médico, ante la evidencia de la exactitud de mis informaciones, murmuró en voz baja, que yo se lo oí decir: «La verdad es que los enfermos siempre tienen razón».

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