ANDRÉS FELIPE SOLANO MENDOZA (Bogotá, 27 de septiembre de 1977). Autor de las novelas Sálvame, Joe Louis (Alfaguara, 2007), Los hermanos Cuervo (Alfaguara, 2012) y el libro de no ficción, Corea, apuntes desde la cuerda floja (Ediciones UDP, 2015). Fue finalista del Premio FNPI 2008 por su crónica “Seis meses con el salario mínimo”, incluida en Lo mejor del periodismo en América Latina (FNPI-FCE, 2009), Antología de crónica latinoamericana actual (Alfaguara, 2012) y Verdammter Süden (Edition Suhrkamp, 2014). En 2010 fue seleccionado por la revista Granta como uno de los veintidós mejores narradores jóvenes en español.
Sus crónicas y cuentos han sido publicados en revistas como SoHo, Gatopardo, Granta, McSweeney’s, World Literature Today y The New York Times Magazine. Ha sido traducido al inglés, alemán, japonés, coreano y finés.
Ya ha llegado, nos decimos al meternos en la cama sin mirarnos a los ojos. Está aquí, con nosotros, lo trajo una mujer de 35 años. La detectaron en el aeropuerto, ardía de fiebre, venía de Wuhan. No ha tenido contacto directo con animales salvajes y estará en cuarentena hasta que se recupere. Eso es lo que dicen, eso es lo que sabemos. Dentro de poco será el año nuevo lunar, me recuerda Soojeong y asiento. No tenemos planes para celebrar, aunque si la temperatura sube quizás vayamos a un templo budista en la montaña y después por unos tragos. Queremos visitar un nuevo bar. Concorde. Nos gusta el nombre, suena a un mundo del que hace ya mucho tiempo nos despedimos.
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Cuando llegó el otro, cinco años atrás, compramos varias mascarillas en la farmacia. Debe quedar un par en un cajón. Tuve que usar algunas cuando viajaba en tren a Busan a dar clases. Al siguiente año hicieron una película de zombis con ese nombre, Tren a Busan. Lo usual, hordas de muertos vivientes, estaciones desiertas, gente saqueando tiendas. Cuando llegó algunos tenían miedo, a otros no les importó. En la emisora de radio, donde a veces trabajo como locutor, recuerdo haber anunciado que un fugitivo se entregó a la policía por miedo a contraer el virus. Llevaba tres años huyendo. Tres años escondido. Una gripa fuerte, decían al principio. La gente se quejó, la información era escasa, no se sabía nada de los pacientes infectados, la respuesta era lenta. La tasa de mortalidad alcanzó el 30 %. En aquel entonces, todos estábamos esperando el verano. Decían que el verano se lo llevaría. Y ahora ha llegado uno nuevo y para el verano falta mucho tiempo.
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La alerta ha cambiado de azul a amarilla. Confiamos en que no pase de amarilla a naranja. Nunca va a llegar a roja, claro que no: eso es imposible, nos decimos con una risa de esas que se enredan entre los dientes.
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Oímos que hoy cerraron Wuhan, nadie puede entrar o salir de la ciudad. Once millones de personas, nadie sabe por cuánto tiempo. Trescientos mil alcanzaron a escapar en los últimos trenes. Por otro lado, Concorde está muy bien. Segundo piso, pequeño, pocas mesas, un órgano de iglesia en una esquina, la pintura de un tigre en la entrada. En realidad parece un apartamento de soltero. Es increíble, el queso de cabeza de cerdo también existe aquí. Nos recuerda que todos los países fueron países campesinos alguna vez. El dueño nos regaló un poco y mirándonos a los ojos brindamos por el nuevo año. El año de la rata de metal. Felicidad, fortuna, salud.
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En el supermercado, haciendo la compra, me enteré de que declararon la alerta naranja luego de confirmar dos nuevos casos. Hombres rondando los cincuenta. También visitaron Wuhan. Antes no se sabía, ahora se sabe, el virus se puede transmitir de humano a humano. Saliva, fluidos corporales, aunque no hay evidencia de que esté en el aire. Nos dicen que debemos estornudar o toser en el pliegue interno del codo, ese espacio en el que solo nos fijamos si nos van a sacar sangre; que debemos lavarnos las manos con frecuencia (la voz de mi madre me llega de muy lejos: «¿Ya se lavaron las manos? Lávense las manos antes de sentarse a la mesa»), que llamemos a una línea telefónica en caso de presentar algún síntoma. Y cuáles son los síntomas: los de una gripa fuerte.
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Nos han dicho que uno de los hombres infectados hizo lo que no hay que hacer, siguió con su vida normal a pesar de presentar síntomas y haber estado en Wuhan. Me pregunto qué es una vida normal, si alguien tiene acaso una vida normal, si se puede dejar de tener una vida normal. Todos tienen una vida que es solo la suya, a eso se refieren, supongo.
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Nos han dicho que el miércoles de la semana pasada aquel hombre visitó la clínica de cirugía plástica Glovi en Gangnam, al sur de Seúl. Lo hizo en un auto alquilado. Después cenó en un restaurante cerca de la clínica y pasó la noche en el NewV Hotel, también en Gangnam. El jueves paseó por el río a la hora del almuerzo y compró algo en la tienda de conveniencia GS de Jamwon, sucursal #1. Cenó en Yeoksam. El viernes volvió a la clínica acompañado de una persona y luego pasó por un café y un restaurante, antes de ir a dormir a casa de su madre, en Ilsan, una ciudad satélite a media hora de Seúl. Setenta y cuatro personas estuvieron en contacto con él. Solo uno de ellos ha desarrollado síntomas. Se le hizo la prueba y dio negativo, aun así está aislado. A los demás se les ha sugerido permanecer en casa dos semanas. Todos los lugares que visitó el hombre fueron desinfectados. En los foros de internet la gente ya se está preguntando por qué y con quién fue a una clínica de cirugía plástica. ¿Recibió tratamiento o solo una consulta? Reviso los procedimientos que ofrece la clínica. Parece una página de una tienda de ropa. Un corrientazo me recorre al ver las opciones de cirugías de la quijada. Caras de modelos se mezclan con gráficos y rayos X de cráneos.
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Ni siquiera una agencia de detectives privados tendría datos tan precisos, pero entonces recuerdo que este es un país donde aún hay espías, desertores norcoreanos, leyes de emergencia en caso de violación de la seguridad nacional. En todo caso, averiguo cómo puede saberse tanto de una persona que no es sospechosa de haber cometido un crimen. Primero que todo al recién diagnosticado lo entrevistan las autoridades sanitarias. No es un interrogatorio bajo una lámpara en un sótano, pero puede ser igual de intimidante verlos con sus trajes de protección de pies a cabeza. ¿Dónde estuvo los últimos días y con quién? La Ley de Control de Enfermedades Contagiosas obliga a los oficiales a hacer público el itinerario de los últimos días del paciente, las rutas de bus, taxi o metro que tomó y las dependencias médicas que visitó. Es vital que los médicos o las enfermeras no se contagien. La información se contrasta con videos tomados de las cámaras de circuito cerrado, pagos con tarjetas de crédito y sistemas para rastrear teléfonos móviles, gracias a las facultades que les otorga la misma ley. Si hay lagunas, se le pregunta de nuevo. ¿Dónde estuvo y con quién?
¿Por qué tengo que responder? ¿No es acaso una violación a mi privacidad? Quizás, pero en este momento no importa porque el procedimiento está autorizado bajo un artículo de la ley aprobada por la Asamblea Nacional. ¿Y desde cuándo existe ese artículo? Se le recuerda que cinco años atrás se enmendó en vista del pánico que desencadenó el otro virus. ¿O es que acaso no se acuerda de que el país fue el segundo en número de infectados y la tasa de mortalidad era del 30 %?
¿Y si me niego? No tiene otra opción que responder: o sus secretos o la posibilidad de que el virus se multiplique en silencio entre la gente; la eventualidad de que muera alguien. Así, se establecen los contactos, personas que estuvieron a dos metros del paciente, por lo menos quince minutos después de que se presentaran los primeros síntomas. Un encuentro cara a cara o el intercambio de fluidos es considerado como un contacto seguro.