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Robert Alley - El último tango en Paris

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El último tango en Paris

Robert Alley

I

La luz deslumbrante del invierno jugaba entre los arcos acanalados de la baranda ornamentada del puente, proyectando una sombra de enrejados en las oscuras aguas del Sena. Bajo el elevado metro, a lo largo de un paseo que parecía el interior de algún vasto y suntuoso salón, los transeúntes avanzaban y se paseaban en silencio, envueltos en un rito extraño y compulsivo. Columnas de hierro floreadas azul y gris, completaban la ilusión de una isla de Art Nouveau, suspendida en el tiempo. El distante sol de enero no podía dar calor a la espléndida decadencia de la escena, violada por el olor terrenal del río, el vaho de las almendras asadas que se levantaba en las orillas y el chillido del metal castigado que se producía cuando el tren pasaba trepidante en las alturas. El lamento prolongado de su silbato marcaba el preludio de un concierto exquisito e irreprimible. El baile había comenzado.

Dos personas que cruzaban el puente en la misma dirección, se vieron envueltas en esta mutua cadencia; aunque no lo sospechaban, ni conocían, ni podrían haber explicado esta curiosa conjunción de tiempo y circunstancia que los había unido. Para cada una de ellas, el puente, el día, el horizonte de París y las condiciones de su existencia, significaban cosas totalmente diferentes y la mera posibilidad de un encuentro les habría parecido infinitesimal.

El hombre, quien tenía un perfil de halcón, arrogante e intransigente hasta el dolor, sollozaba mientras caminaba sin rumbo aparente de columna a columna. Su cuerpo era grueso y musculoso y se movía con el descuido físico de un atleta envejecido, pasándose los dedos por el pelo y metiendo sus manos de obrero en los bolsillos de su abrigo de piel de camello un poco gastado, pero bien cortado al estilo de los que habían hecho famosos a ciertos gángsteres norteamericanos. Por la abierta camisa lucía un cuello poderoso.

—¡A la puta que parió a Dios! —exclamó, y su grito de angustia se confundió con el clamor de un tren que pasaba. En ese momento, su rostro, a pesar de que no estaba afeitado y parecía atormentado, reflejó una precisión angular y una delicadeza alrededor de los ojos y la boca que eran casi femeninas, aun cuando al mismo tiempo su aspecto era duro y brutal. Tenía unos cuarenta y cinco años y era buen mozo de un modo disoluto. Los otros hombres que venían en dirección contraria se apartaban a un lado al cruzarse con él.

La muchacha tenía la mitad de su edad. Llevaba un sombrero marrón de fieltro suave ligeramente ladeado y ofrecía la expresión impetuosa de la gente joven y hermosa. Caminaba con una provocación rayana en la impertinencia; movía el bolso con una larga correa de cuero y su abrigo maxifalda era blanco y de gamuza. El rostro estaba enmarcado sobre un cuello de zorro gris. Tenía las pestañas con un poco de maquillaje, la boca carnosa y saliente había sido cuidadosamente retocada con un color que parecía húmedo y fresco. El abrigo no podía oscurecer totalmente el cuerpo vigoroso y bien formado que daba la impresión de poseer voluntad propia.

Se llamaban Paul y Jeanne. Para ella, el olor del Sena y el reflejo de los rayos del sol en las ventanas de las casas de las orillas, el flash eléctrico bajo la panza del metro y las miradas apreciativas de los hombres que pasaban eran una afirmación de su propia existencia. Para él, estas cosas no significaban nada aunque las viera; sólo eran manifestaciones al azar del mundo físico que detestaba.

Ella lo vio primero y no apartó la mirada cuando él fijó sus ojos distraídos, pero decididos, en los de ella: algo sucedió en ese primer intercambio. Un hombre que ella supuso era un vagabundo, de pronto, se convirtió en una figura notable debido tal vez a las lágrimas y a la contradictoria sensación de violencia que emanaba de él. El únicamente vio un objeto, sensualmente más agradable que la mayoría, pero de todas maneras un objeto tirado en el camino de su propio absurdo paseo.

Jeanne sintió el impulso ciego de tocar sus mejillas húmedas y sin afeitar; a Paul le sorprendió un golpe de deseo y se preguntó si esa sensación podía representar la realidad. Durante varios segundos caminaron juntos y al mismo ritmo, y sus expresiones no revelaron más que un vago interés; luego, ella se adelantó como si él fuera un ancla unida a ella por una cuerda invisible e irresistible. Llegó al final del puente y salió de la atmósfera lujuriosa y de fin de siécle y entró en el duro mundo contemporáneo donde las bocinas de los automóviles no podían confundirse con la música. El azul del cielo era demasiado puro y demasiado abrupto. La cuerda irresistible se rompió o se debilitó quedando momentáneamente olvidada.

Jeanne pasó el Café Viaduc en la Rue Jules Verne. La calle estaba desierta aunque era la primera hora de la mañana y París vibraba al compás del tráfico. Remontó la calle hasta que llegó a una gran puerta de hierro con un vidrio amarillo opaco. Un letrero escrito a mano sobre el timbre decía:

SE ALQUILA UN DEPARTAMENTO QUINTO PISO.

Jeanne dio un paso atrás y observó los balcones ornamentados que se perfilaban en fila vertical contra el cielo. Había descubierto el edificio de apartamentos de casualidad y se preguntó qué clase de piso estaría disponible detrás de esos pilares redondos, gruesos y sensuales o de esas celosías entrecerradas que daban a las ventanas el aspecto de ojos somnolientos y lascivos. Jeanne tenía un fiancé y ambos habían hablado a menudo de poner una casa juntos, aunque estas conversaciones siempre eran convencionales y casi académicas. A ella se le ocurrió que éste podía ser el apartamento que transformara la especulación en realidad.

Oyó pasos y giró la cabeza, pero la calle permaneció desierta. Caminó hasta el café. En el mostrador de aluminio pulido había obreros con ropa de trabajo, tomando café cargado y coñac barato, antes de empezar la jornada. Cuando Jeanne entró, la miraron como siempre lo hacían los hombres, pero ella los ignoró y bajó las escalinatas hacia el teléfono.

Al fondo del pasillo brillaba la luz de la cabina. Antes de que la muchacha llegara, se abrió la puerta del servicio y salió Paul. Ella se sorprendió de verlo y extrañamente atemorizada, se puso de espaldas a la pared para dejarle paso. El la miró y se sintió secretamente gratificado por la proximidad y la coincidencia del encuentro. Sintió el mismo impulso lascivo y elemental y no se preocupó en examinar los aspectos más sutiles de su rostro y de sus ropas como tampoco lo había hecho durante el paseo por el puente. Le pareció extraordinariamente irónico que algo tan trivial como una chica linda lo distrajera en su dolor.

Pasó sin ni siquiera esbozar una sonrisa de reconocimiento, y abandonó el café.

Jeanne se sintió vagamente molesta por el encuentro: volvió a sentir la atracción inexplicable ya experimentada en el puente pero ahora le pareció extraña y humillante. Entró en la cabina, depositó la ficha y marcó el número sin preocuparse de cerrar la puerta.

—Mamá —dijo—, soy Jeanne... Voy a ver un apartamento que hay en Passy. Luego iré a encontrarme con Tom en la estación. Te veré después. Besos. Hasta luego.

Colgó y subió las escalinatas. Afuera, la calle parecía demasiado brillante para el invierno, escondida en una aureola atemporal. Pasó un Citroën negro, solitario y veloz. Un andamiaje parecía servir de apoyo a uno de los viejos edificios elegantes situados en medio de la manzana. Se detuvo un momento sobre el asfalto y sintió la presencia de las flores frescas que adornaban su sombrero; cuando se dio cuenta de que los hombres del bar la observaban, se sintió satisfecha. Dio media vuelta y se encaminó al edificio de apartamentos.

Tocó el timbre y empujó la pesada puerta de hierro. Detrás del vidrio opaco y amarillo había un vestíbulo mal iluminado, impregnado del fuerte olor a cigarrillos Gauloise y de algo vagamente desagradable que hervía sobre una cocina, en algún lugar de arriba. La luz se filtraba por las altas ventanas sucias e iluminaba la caja de hierro forjado del ascensor: unos paneles también de vidrio amarillo opaco separaban la entrada del hall de la portería. Jeanne se acercó a la diminuta ventanilla abierta.

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