Agradecimientos
Un día de 1980, John Brockman, un pintoresco agente literario, se presentó en casa de Lynn Margulis, en Boston, ataviado al estilo de un gánster italiano. Venía de Nueva York con la intención de conseguir que escribiéramos un libro. De no haber sido por aquella visita y por el estímulo continuado de Brockman, seguramente no se habría escrito esta obra. También estamos en deuda con Katinka Matson, a quien le tocó ayudarnos durante el lustro que duró la gestación del libro. Y con Laszlo Meszoly, quien, en un corto plazo, hizo los dibujos punteados de las evocativas escenas de la evolución de la vida a través del tiempo. No podría faltar nuestro agradecimiento a Lewis Thomas por escribir el prólogo y por ser él mismo fuente de inspiración, y, junto a él, a dos personas más: al incansable viajero David Abram, por compartir con nosotros sus conocimientos de la naturaleza, y a Theodore Sturgeon, cuya historia de ciencia ficción, «El Dios microcósmico», parafraseamos en estas páginas. Estamos asimismo profundamente agradecidos a los siguientes amigos, familiares, correctores, editores y colegas: Morris Alexander, David Bermudes, Robert Boynton, Jack Corliss, Geoff Cowley, W. Ford Doolittle, Ann Druyan, Betsey Dexter Dyer, Stephen Jay Gould, Bruce Gregory, Ricardo Guerrero, James Halgring, Donald Johanson, Geraldine Kline, Edmond LeBlanc, James Lovelock, Heinz Lowenstam, David Lyons, Jennifer Margulis, Zachary Margulis, Phylis Morrison, Elaine Pagels, John Platt, Carl Sagan, Jeremy Sagan, Marjorie Sagan, Tonio Jerome Sagan, Arthur Samuelson, Nathan Shafner, James Silberman, William Solomon, John Stolz, William Irwin Thompson, Paul Trachtman y Peggy Tsukahira. Entre ellos, sentimos que nuestro colega y amigo Elso S. Barghoorn, que tanto nos ayudó en las fases iniciales del libro, no haya vivido para verlo terminado.
La mayor parte del trabajo científico en que se basa parte del texto ha sido realizado gracias a las ayudas facilitadas por el Programa de Biología Planetaria de la NASA, la Universidad de Boston y la Fundación Richard Lounsbery. Muchas de las conclusiones que presentamos están basadas en las investigaciones y datos que se encuentran en la bibliografía especializada. Sin duda alguna, nuestra principal deuda la hemos contraído con los innumerables autores y científicos que no se mencionan en el libro y cuyo trabajo constituye el pilar de nuestra exposición. Por último, queremos agradecer a Mercè Piqueras, la traductora, a Ricardo Guerrero y a Jorge Wagensberg su ayuda en la preparación de la versión española.
LYNN MARGULIS (Chicago, 5 de marzo de 1938 - Amherst, 22 de noviembre de 2011). Zoóloga estadounidense titulada en Zoologia y Genética por la Universidad de Wisconsin y Doctora en Genética por la Universidad de California-Berkeley. Catedrática de biología de la Universidad de Massachussetts y codirectora del departamento de biología planetaria de la NASA.
A finales de los años 60, el físico británico James Lovelock, con el respaldo científico de Lynn Margulis, lanzó la polémica y célebre hipótesis de que la Tierra y todos sus seres vivos constituyen una entidad compleja autorregulada, al que llamaron Gaia. Margulis es autora de la teoría de la simbiogenésis, que explicaría el origen de las primeras células con núcleo a partir de la fusión de bacterias primitivas hace miles de millones de años.
En su teoría endosimbiótica, propone que las células eucariotas (células de animales, plantas, hongos y protoctistas) se habrían originado a partir de diferentes células procariotas (sin núcleo) mediante una relación simbiótica que llegó a ser permanente. La expuso por primera vez en 1967. Las investigaciones de las últimas décadas han venido confirmando en casi todos sus puntos su teoría. Se descubrió, por ejemplo, que las estructuras moleculares de los cloroplastos y las mitocondrias están más relacionadas con bacterias extrañas que con las células en las que están incorporados desde hace mil o dos mil millones de años.
Junto con el científico Robert Whittaker, propuso una clasificación de los seres vivos en cinco reinos a partir de la simbiogénesis (Monera, Protoctistas, Plantas, Animales y Hongos), en vez de los tres «vigentes» (Mineral, Vegetal y Animal).
Autora de casi 200 artículos de todo tipo. Miembro de la Academia nacional de las Ciencias de Estados Unidos desde 1983, de la Academia Rusa de Ciencias Naturales desde 1997 y de la Academia Americana de Artes y Ciencias desde 1998. En 1999 recibió la Medalla Nacional de Ciencia.
Estuvo casada desde 1957 a 1965 con el astrónomo Carl Sagan y es madre de Dorion Sagan, Jennifer Margulis, Jeremy Sagan y Zachary Margulis-Ohnuma.
DORION SAGAN (Madison, 1959). Es hijo del astrónomo y divulgador científico Carl Sagan y de la bióloga Lynn Margulis, con la que ha escrito varios libros, en especial sobre la evolución. Es colaborador habitual del New York Times y de la revista Natural History.
1. A partir del cosmos
Desde el momento en que consideramos los orígenes a escala cósmica, nos vemos a nosotros mismos como una parte, una minúscula parte, del universo. Esto se debe a que los propios átomos que forman nuestros cuerpos no fueron creados, naturalmente, cuando fuimos concebidos, sino muy poco después del nacimiento del universo mismo.
Se sabe con certeza que la mayoría de estrellas del firmamento se separan unas de otras a velocidades vertiginosas. Si consideramos mentalmente este fenómeno en dirección opuesta nos encontramos con el llamado Big Bang, la hipotética liberación de toda la energía, materia y antimateria existentes. Como cualquier otra visión de lo que Shakespeare llamó «la confusa retrospección y el abismo del tiempo», no debemos tomar al pie de la letra nuestras mejores suposiciones, ni extrapolar al pasado de manera directa las condiciones actuales. Ligeras alteraciones en la más simple suposición pueden conducir a enormes distorsiones al considerar un lapso de tiempo de quince mil millones de años, que es la edad que se supone que tiene el universo actual. Sin embargo, tales extrapolaciones nos ofrecen la mejor imagen que tenemos, tanto del cosmos que precedió a la evolución de la vida en el microcosmos, como del mismo microcosmos y de su inexorable expansión.
Durante el primer millón de años de expansión después del Big Bang, el universo se enfrió desde una temperatura de 100 000 millones de grados Kelvin (según cálculos del físico Steven Weinberg) hasta unos 3000 grados Kelvin, temperatura a la cual un electrón y un protón pudieron unirse para crear hidrógeno, el elemento más sencillo y abundante en el universo. El hidrógeno se aglomeró en «supernovas», enormes nubes que durante miles de millones de años fueron comprimiéndose desde densidades cósmicas a submicrocósmicas. Sometidos a la fuerza de la gravedad, los núcleos de las supernovas llegaron a calentarse tanto que se desencadenaron reacciones termonucleares que crearon, a partir del hidrógeno y algunas otras partículas subatómicas diferentes, todos los demás elementos más pesados que conocemos hoy en día. Nuestros organismos aún son muy ricos en hidrógeno (tenemos mayor cantidad de átomos de hidrógeno que de cualquier otro elemento), principalmente en forma de agua. Nuestros cuerpos de hidrógeno son el reflejo de un universo de hidrógeno.
Los elementos recién creados se extendieron por el espacio en forma del polvo y el gas que componen las nebulosas galácticas. En el interior de éstas nacieron más estrellas, algunas con planetas que giraban a su alrededor, al atraerse, unas a otras, partículas de polvo y gas, cayendo y concentrándose hasta que se originaron reacciones nucleares. Antes de que la primitiva materia de lo que podría llamarse Tierra se reuniera en el interior de nuestra nebulosa solar, en un brazo externo de la Vía Láctea, ya habían transcurrido de cinco a quince mil millones de años durante los cuales se habían ido formando las estrellas del universo por fenómenos de agregación.