Presentación
Doy por sentado que muchos de mis colegas filósofos del Derecho verán con extrañeza el título puesto a este libro: «El sentido del Derecho». A algunos les parecerá que tiene resonancias metafísicas inevitables e indeseables, y que el uso de ese lenguaje (o de ese término: «sentido») sugiere una aproximación a una cierta forma de entender la filosofía o la teoría del Derecho (como una actividad intelectualmente blanda y dada a la confusión conceptual) que debe evitarse a toda costa. Otros pensarán que detrás de ese título debería haber un cierto enfoque del Derecho que no es el que el lector puede encontrar en las páginas que siguen a éstas de presentación.
Dispongo sin embargo de varias razones para apartarme en este caso del presumible (o para ser leal con el lector, más que presumible) parecer de mis colegas. Una de ellas es que no se trata de un libro que haya escrito para que lo lean otros fılósofos del Derecho (que, naturalmente, poco o nada tendrán que aprender en él); el público al que pretendo dirigirme está formado por estudiantes de Derecho, por juristas sin una especial formación teórica y por personas ajenas al mundo profesional del Derecho, pero interesadas en adquirir cierta formación jurídica de carácter básico. Otra razón es que la pregunta por el sentido del Derecho puede formularse, en mi opinión, de manera razonablemente clara, aunque eso no suponga, desde luego, sugerir que para ella exista alguna respuesta simple.
Tal y como yo veo las cosas, habría básicamente dos maneras distintas —pero conectadas entre sí— de entender qué se quiere decir con lo del «sentido» del Derecho: dos sentidos de «sentido». Por un lado, la pregunta busca una explicación del Derecho en cuanto fenómeno social e histórico; para ello se necesita, a su vez, contar con alguna respuesta a cuestiones muy básicas como las siguientes: por qué, y desde cuándo, existe el Derecho, en qué medida consiste en normas, qué relación guarda con la moral y con el poder, para qué sirve, qué funciones sociales cumple, cómo debería ser, qué objetivos y valores deben —y pueden— alcanzarse con él, cómo puede conocerse y de qué manera ha de construirse una ciencia jurídica, hasta qué punto consiste en una actividad argumentativa, cómo ha de entenderse su aplicación e interpretación. Por otro lado, cabe también preguntarse si el Derecho (o cierto tipo de Derecho) integra una práctica social valiosa, constituye un tipo de realidad que quizás sólo puede llegar a entenderse plenamente si se asume un determinado punto de vista, y una realidad que no está ahí simplemente para ser conocida, criticada o utilizada estratégicamente, sino para ser mejorada por los sujetos que forman parte de la misma. No pretendo ser grandilocuente, pero yo diría que ésta, o éstas, son las grandes preguntas de la filosofía del Derecho, y en torno a las cuales gira este libro. Lo que el lector puede encontrar en él no es una respuesta profunda, ni tampoco novedosa, a esas cuestiones, pero creo que sí hay en estas páginas algunas indicaciones claras (o, al menos, ésa ha sido mi intención) que pueden ayudarle en esa tarea de explicación y de posible comprensión (desde dentro, asumiendo una actitud participativa) del Derecho.
Inicié la tarea de escribir este libro como si se tratara de la revisión de una obra anterior, Introducción al Derecho, publicada por la editorial Barcanova en 1985; pero el resultado es —me parece— un libro distinto. He aprovechado muchos materiales de aquella Introducción, pero algunos capítulos son completamente nuevos, otros los he construido sobre la base de varios de mis trabajos de los últimos años, y el enfoque general —e incluso el estilo: ahora más bien ensayístico— no coincide con el del primer libro, aunque quisiera creer que se trata de una profundización (y simplificación: estos dos últimos términos no son antagónicos) de lo allí tratado. El último capítulo, Concepciones del Derecho, constituye una reelaboración de un artículo escrito para la Enciclopedia italiana; agradezco a los editores de esta obra el permiso para que aparezca aquí.
Que el libro no vaya dirigido a filósofos del Derecho no significa que no deba mucho a algunos de ellos. Mis compañeros del Departamento de Filosofía del Derecho de la Universidad de Alicante: Juan Ruiz Manero, Josep Aguiló, Juan Antonio Pérez Lledó, Daniel González Lagier, Ángeles Ródenas, Isabel Lifante, Pablo Larrañaga, Victoria Roca, Macario Alemany, Juan Antonio Cruz y Roberto Lara, han contribuido de muchas maneras a hacer posible el libro y a que sea mejor de lo que de otra forma hubiera sido, y les estoy por ello (y por muchas otras cosas) agradecido. Con algunos he contraído además una especial deuda de agradecimiento que espero no quieran hacerse cobrar con mucha prontitud. Juan Ruiz Manero leyó el libro, especialmente los primeros capítulos, con el rigor y la agudeza que le caracterizan, y evitó la comisión de diversos errores (lo que no significa que se le puedan imputar los que hayan quedado); además, algunos de los planteamientos del libro provienen de trabajos que hemos realizado conjuntamente (pero con ello no pretendo tampoco sugerir que él esté de acuerdo con todas las tesis de fondo ni, quizás sobre todo, con la manera de exponerlas). Josep Aguiló me animó a embarcarme en la tarea de escribir este libro, me hizo multitud de sugerencias que me han sido de enorme valor y, en particular, me influyó decisivamente en la manera de enfocar no pocas cuestiones. Juan Antonio Pérez Lledó realizó un exhaustivo examen de toda la obra que ha tenido el efecto (después de corregir lo que había que corregir) de llenarme de tranquilidad. A Ángeles Ródenas le debo, sobre todo, algún añadido de importancia (con respecto a versiones anteriores del libro), como el que se refiere a la consideración de las normas como razones para la acción. E Isabel Lifante leyó con la empatía que acostumbra varias versiones anteriores del libro contribuyendo con ello a una mejora sustancial del conjunto de la obra.
Alicante, noviembre de 2000
Capítulo 1
Por qué el Derecho
La ubicuidad del Derecho
El Derecho es un fenómeno omnipresente en nuestras sociedades. Prácticamente no hay ninguna relación social que no esté, o pueda llegar a estar, regulada jurídicamente. Sin embargo, a diferencia del Rey Midas que convertía en oro todo lo que tocaba, el Derecho no convierte sin más en jurídico todo aquello por lo que se interesa. Lo jurídico es solamente un aspecto de lo social (que, según los casos, tiene una mayor o menor relevancia), pero eso sí, del que no podemos prescindir si queremos entender algo del mundo que nos rodea.
Para comprobarlo, basta con examinar un diario de un día cualquiera. El que ahora tengo a mano —del último día del año 1999— contiene como noticias más destacadas las siguientes: “Los piratas aéreos siguen inflexibles al cumplirse una semana del secuestro”; “un retén de 35.000 personas se enfrenta esta noche en España al ‘efecto 2000’”; “una juez de Barcelona admite el uso terapéutico del hachís y absuelve a un detenido”; “la tarifa eléctrica para particulares bajará el 2,1 % el próximo año”; “rusos y chechenos combaten casa a casa en el frente de Grozni”; “el obispo Uriarte culpa a ETA y al Gobierno del fracaso del diálogo”... Pues bien, algunas de esas informaciones tienen un cariz jurídico manifiesto: el secuestro de una aeronave es un delito, esto es, un acto contrario al Derecho penal, como también lo es el tráfico de drogas (pero no el consumo: en eso se basa la sentencia de absolución de un enfermo de cáncer que había sido detenido con cierta cantidad de hachís). Pero también en las otras hay un aspecto jurídico relevante: el Derecho podría haber contribuido a paliar las consecuencias del famoso —e inexistente— “efecto 2000”: los usuarios de los servicios afectados hubieran quizás podido obtener una indemnización por los daños que se les hubiera causado. La medida económica de bajar la tarifa eléctrica es consecuencia del poder jurídico que tiene el Gobierno —el Consejo de Ministros— para actuar en ese campo. La guerra es un fenómeno regulado, al menos parcialmente, por el Derecho: existen normas —de Derecho internacional— que determinan cuándo la participación en un conflicto bélico es legal (o ilegal), y normas sobre cómo hacer la guerra, por ejemplo, sobre cómo tratar a los prisioneros o a la población civil: ni siquiera en la guerra es admisible el “todo vale”. Y, en fin, el Derecho también está presente en una actividad típicamente política como la protagonizada por el obispo (en cuanto mediador), el Gobierno y la organización terrorista: el “diálogo” al que se hace referencia —o el resultado del mismo— no es —no puede ser— ajeno al Derecho: la liberación de los presos de ETA o la modificación de su situación penitenciaria no puede hacerse si no es mediante instrumentos jurídicos (concesión de indultos, disposiciones administrativas...), y las reivindicaciones independentistas suponen, entre otras cosas, cambios en la Constitución (en el texto de la Constitución o en su interpretación) y en el Estatuto de Autonomía.