ALICIA EN EL PAÍS DE LOS MONSTRUOS
Traducido de Alice in Monsterland. Jean-Pierre Carasso, Gilíes Dauvé, Karl Nesic 8c Dominique Martineau. Troploin, escrito en 2001 y revisado en 2010. Esta es una versión abreviada y modificada del ensayo Autre Temps, escrito en francés por los mismos autores.
Alicia está en problemas
Seis mil personas en este planeta están decididas a secuestrarla, violarla, torturarla y matarla.
Seis millones se sienten atraídos por ella de una manera que podría llevar a algún tipo de contacto físico mínimo, que muy raramente resultaría en que ella sea lastimada u obligada a hacer algo. De hecho, un buen número de esos seis millones, como el diácono Charles Dodgson, se sienten felices sólo de poder hacer fotos de Alicia, o de mirarlas.
Es de dudar que seis mil millones de terrícolas entren en la primera categoría, pero bien pueden entrar en la segunda, de vez en cuando y sólo por un rato, quizás una sola vez en toda su vida, o tal vez nada más que en su imaginación.
Seis mil millones de nosotros somos vistos cada vez más por psicólogos, policías, jueces y periodistas como candidatos a convertirnos en esos seis millones, mientras que esos seis millones son tratados actualmente como si fueran parte de aquellos seis mil. En el año 2001, Sócrates sería blanco de una caza de brujas, acusado de abusar de menores de edad, y la Universidad de Oxford despediría a Lewis Carroll por dedicarse a la pornografía infantil.
«Pedofilia; parafilia en la que los niños son el objeto sexual preferido. Parafilia; preferencia por las prácticas sexuales inusuales».
Diccionario Webster, 1993
Después de Freud, resulta difícil creer que haya tal cosa como un inequívoco «objeto sexual» de fácil definición.
Sería absurdo incluir a Don Juan y al Romeo de Julieta en la misma categoría de «amantes». El que disfruta torturando a los gatos es zoófobo, no zoófilo. Hubo en Bélgica un tal Dutroux que violaba y asesinaba a niñas y adolescentes, mientras que hubo un hombre llamado André Gide que hacía el amor con los muchachos. ¿Por qué se amalgama dos comportamientos completamente diferentes en la misma noción de «pedofilia»? Sólo los políticos de la Ley y el Orden clasifican como «drogadictos» tanto al fumador de hachís como a la persona que necesita dos dosis diarias de crack. El concepto de «pedofilia» tiene tanta validez intelectual como el de «uso de drogas». Todos somos parafílicos.
Es cierto que en este mundo los niños son maltratados, en más de un sentido. Algunos están marcados de por vida por un encuentro sexual forzado en su infancia. Muchos cargan las marcas dejadas por sus familias (en cuyo vientre protector-represor tiene lugar la mayor parte del sexo no consentido).
Nuestro mundo trata al terror sexual como a todos los demás terrores: mientras perpetúa las condiciones que lo engendran, lo verbaliza y recluye, actuando entonces como si estuviéramos a salvo, para finalmente moralizarnos a la espera de que vuelva a resurgir.
Hoy en día nadie niega la existencia de la sexualidad infantil: no se puede suprimir a Freud tan fácilmente como a Reich. Pero esta sexualidad ha sido convertida en una fortaleza a la cual nadie tiene acceso. ¿Podemos imaginar, como en Un mundo feliz, a un padre, una madre, un maestro o un trabajador social cerrando discretamente la puerta tras la cual dos niños o dos niñas, o un niño y una niña de 12 años, realizan juegos sexuales? El lector del periódico Sun abofetearía a los niños, el lector del The Guardian les daría una suave reprimenda y probablemente los llevaría a la consulta del psicólogo. El derecho de los niños a su propia vida sexual equivale a prohibición, pues los adultos se reservan legalmente un único derecho sobre la sexualidad entre niños: prohibirla por completo. La lógica es: mejor prohibir la actividad sexual que arriesgarse al abuso sexual.
La misma lógica podría justificar una regulación estricta de las relaciones sexuales entre adultos, las cuales pueden ciertamente incluir la violencia. Veamos por un momento el sexo entre adultos de la misma manera en que suele percibirse el sexo entre niños y adultos, es decir, sólo en sus aspectos infames y sanguinarios. Entonces, cualquier varón debería considerarse a sí mismo como un potencial Jack el Destripador, y cualquier mujer debería temer cada noche ser penetrada contra su voluntad por su marido.
Esta civilización es incapaz de asumir las relaciones entre niños y adultos.
«Lo que hoy en día llamamos niñez, es nuestro pesar por la pérdida de una relación inmediata con el mundo, de una conexión entre lo interior y lo exterior: ese estado en que la alteridad —ya fuese ésta un ser humano, una hoja podrida, un río atravesando una arboleda o un búho muerto en el ático— aparecía con tal plenitud que formaba parte de nosotros, envolviéndonos. La infancia es nuestro dolor por haber tenido que deshacer todo aquello, y es también la manera en que cobramos venganza: amo al niño porque es mi infancia, y lo odio porque señala mi niñez desaparecida».
C. Gallaz, L’lnfini, n. 59, 1997
No nacemos culpables ni inocentes. No existe tal cosa como una naturaleza benévola y feliz que espontáneamente elige el altruismo contra el egoísmo, o la cooperación contra la agresión. Es iluso creer que las criaturas humanas nacen buenas y luego son pervertidas bajo la presión de la autoridad, la clase burguesa y el Estado, hasta que su bondad básica subyacente sea liberada de las cadenas de la represión. Esta visión simplemente se remonta al credo del pecado original —según el cual el hombre está siempre inclinado a ignorar o esclavizar a su vecino, y sólo puede actuar socialmente a través de la Ley—, para ponerlo de cabeza. Aunque la perspectiva «optimista» parece más aceptable que su contraparte «pesimista», una perspectiva humana tiene que superar la actual dicotomía entre ambos términos.
No es posible explicar toda la delincuencia y la violencia por las ataduras materiales y mentales de clase. Ni la sociedad más libre podrá nunca acabar con la posibilidad del comportamiento «antisocial», pero una Gemeinwesen, un «estar juntos», podría reducirlo al mínimo (tomando en cuenta que las sociedades de explotación lo multiplican), siendo así capaz de vivir con él, absorberlo en gran parte (mientras las sociedades de explotación lo barren debajo de la alfombra). Aunque el comunismo podría presenciar crímenes, probablemente no tendría el concepto de «criminal».
La pregunta sobre qué sería de la relación niño-adulto en el «comunismo», sólo se puede responder poniendo en cuestión la pregunta misma. Marx se opuso a los planes utópicos ideales (que con frecuencia ofrecían perspectivas esclarecedoras) oponiéndoles en cambio la crítica del orden social y mental existente: la crítica de la filosofía y de la Ley, la crítica de la cuestión judía, la crítica de la economía…
Cualquier solución actual al problema está mal, pues toma como punto de partida los conceptos de «niño» y «adulto» tal como éstos se definen en la actualidad. Lo único que en realidad sabemos es que un niño no es un adulto en miniatura. Entre ellos hay una diferencia insalvable que los separa y los une. El problema surge precisamente del hecho de que esta diferencia va desapareciendo gradualmente a medida que el niño crece, cosa que no ocurre, por ejemplo, entre los humanos y los animales.
¿Qué hacer? Los niños no viven en otro planeta. La sexualidad infantil existe, e incluso la seducción mutua entre niños y adultos, pero no todo es posible a cualquier edad. A un bebé que todavía no puede responder con palabras puedo hablarle, pero no leerle La sociedad del espectáculo.
En lo que respecta al sexo, así como a otros asuntos, el «debate público» no significa nada, excepto que se nos ofrecen continuamente problemas apremiantes esperando a ser solucionados: las vacas locas, el acoso laboral, el calentamiento global, la pedofilia, la especulación, etc. Cada una de estas cuestiones contiene un elemento de verdad basado en hechos reales, que es presentado de tal manera que se llegue a una variedad de respuestas, todas dentro del rango de lo que la sociedad actual puede entender y reconocer. El Estado suele proponer más control central, y la izquierda más de lo mismo, aunque en formas democráticas.