A don Santos Michelena
y a doña Gladys Paggioli,
que no pudieron olvidarse .
Agradecimientos
A las lectoras de Mujeres malqueridas , cuyos correos y comentarios me han sugerido la necesidad de este libro.
A mis pacientes, a los que han conseguido olvidar y a los que aún están en ello.
A Darian Leader y su libro The New Black, porque hay libros que pertenecen a la bibliografía y otros a los agradecimientos.
A Mónica Liberman, mi editora de cabecera, firme, brillante y cariñosa, por haber confiado en mí más que yo misma, por llevarme de la mano y protegerme de los plazos.
A mis amigas Jeanette, Pichusa, Marina, Marucha, Teresa y Cecilia, por esos ratos inolvidables de risas y confidencias. A Elina, por su lectura generosa. A Claudia, por sus buenas ideas. Y a Sole, Susana y Begoña, por sus palabras.
A Elías, Patricia y Tamara, por confiarme sus penas y sus aciertos.
Y, como de costumbre, a Fernando, por lo de siempre, pero más y cada vez mejor.
Introducción
A raíz de la publicación de Mujeres malqueridas, he tenido la suerte de recibir cantidad de correos —sobre todo de mujeres— que me escribían para contarme sus historias, para agradecerme haberlas ayudado a comprender lo que les estaba pasando y para retribuirme, con sus palabras, lo que sentían que habían recibido de las mías. Gran parte de ellas me pedía ayuda, porque se sentían incapaces de romper con una relación enfermiza.
Gracias a esas historias, descubrí las incontables formas que pueden adoptar el sufrimiento y el mal amor y los extremos a los que se puede llegar con tal de mantener cerca a una pareja. Me llamaba la atención cómo, a pesar de las enormes diferencias que había entre un relato y otro, las cuestiones de fondo se repetían. Comprobé que mi libro Mujeres malqueridas, efectivamente, generaba más preguntas que respuestas, y que la mayoría de esas mujeres me escribía buscando una solución a su caso particular. «¿Te parece que lo puedo cambiar?», «¿Hay algo que yo pueda hacer para que siga conmigo?», «¿Tendría que dejar de verlo?», «¿Qué hago si me busca otra vez?, ¿Lo perdono de nuevo?». Las mismas preguntas una y otra vez apuntaban a algo más profundo, a una dificultad que no se resolvía con una prescripción concreta y mucho menos con un consejo virtual vía correo electrónico. Lo cierto es que cada una de ellas buscaba, a su manera, el consuelo que mitigara su dolor o al menos la luz suficiente para comprenderlo y, además, una «buena compañía» que las ayudara a desembarazarse de la «mala compañía» que tanto las hacía sufrir. Fue mucho lo que aprendí de esos correos, que me sirvieron para pensar y comprender mejor a tantas mujeres que pasan por situaciones parecidas.
De todas las cuestiones posibles que cada historia particular generaba, hubo una que se repitió en casi todos los casos, a veces en forma de pregunta, a veces en forma de petición, casi siempre en tono de súplica. Una de mis lectoras lo resumió a la perfección: «Vale, comprendo lo que dices en tu libro. Pero ahora, dime, ¿dónde puedo aprender cómo dejar de llorar?».
En su texto reconocí el eco de lo que había leído y escuchado tantas otras veces: «Vale, soy una mujer malquerida, lo reconozco, y ahora, ¿cómo hago para dejar de llorar por una ruptura? ¿Cómo rompo con él si todavía lo quiero? ¿Cómo me recompongo? ¿Cómo me invento una vida nueva? ¿Tengo que renunciar o debo insistir? ¿Cómo hago para sobrevivir a esta horrible sensación de vacío?».
De alguna manera, yo sentía cierta responsabilidad por haber contribuido a poner a todas esas mujeres en el punto de partida de un tortuoso camino de separación y de duelo. Y también me veía comprometida a darles algo más que palabras de cariño y consuelo. Era difícil consolarlas, yo sabía que dejar de llorar solo vendría después de haber llorado mucho. Las rupturas siempre son dolorosas y no se liquidan del todo, a menos que se pueda atravesar ese desierto que los psicólogos llamamos duelo. Más allá de lo mucho que hayamos sufrido por una relación, si queremos liberarnos completamente de ella, es preciso que nos ocupemos de ella —sin él— por algún tiempo.
Para dejar de llorar es importante comprender por qué estamos llorando. Y ese es el objetivo de este libro. Intenta ser un mapa del duelo que hay que atravesar después de una ruptura, un álbum fotográfico de las diferentes caras que adopta la separación, una cartografía del dolor y de la recuperación de ese dolor; de la pena, del alivio y del reencuentro con uno mismo. Un cuaderno de bitácora del sufrimiento y de la reconstrucción, de la obsesión por el otro y de la liberación. Una mano que acompañe a lo largo del túnel y de su oscuridad hasta que aparezca de nuevo la luz. Además del consuelo, de mi solidaridad y mi cariño, esto es lo que quiero ofrecerles a mis lectoras.
El barranco
En Venezuela llamamos «barranco» a ese momento de desesperación que sigue a un desengaño amoroso. Un «barranco» es un despecho en toda regla. Angustia, tristeza, rabia y desconsuelo remojados en aguardiente o ron. Para un «barranco» sería más adecuada una Rockola de cantina que un iPod Touch, porque las noches largas de un «barranco» reclaman un bolero, una ranchera o un tango. La mejor definición de lo que es un «barranco» la encontré en la página de Facebook de «Le Barranco Fratrie»:
Asume tu barranco —dice— y participa en la página de «Le Barranco Fratrie», la única «Hermandad del Barranco» cuyo objetivo es permitir la libre expresión de celos, rabias, llantos, emociones viscerales que te atormentan en la soledad. Ya no estarás sola/o, aquí te ofrecemos un espacio para el desahogo. Comparte con nosotros, aquí tendrás un hombro virtual que liberará tu alma. No importa la naturaleza de tu barranco. Barranco es barranco.
El caso es que este barranco virtual y metafórico me recordó a otro barranco —esta vez uno verdadero— que tuvo una gran importancia en mi niñez. Cuando yo era pequeña, para llegar andando a la avenida principal había que bordear un pequeño barranco verdadero de unos cincuenta metros de extensión y una profundidad completamente insondable para mis ojos infantiles. ¡Un precipicio, vamos! Muchas veces hice el trayecto acompañada de mi madre y muchas otras con mi abuela. Ambas estaban al tanto de mi terror a esos cincuenta metros de abismo, pero tenían métodos muy diferentes de encararlo. A mis cinco años, mi madre quería hacer de mí una mujer de mundo, segura, autónoma e independiente; así que se colocaba en un extremo del barranco y me hacía caminar sola al borde del precipicio —entre los coches y el abismo— mientras me animaba con frases del estilo: «¡No seas tonta que no pasa nada!», «¡Camina sin chistar!», «¡Todo el mundo camina por aquí y no le pasa nada!». Mi abuela, en cambio, a esos mismos cinco años, me seguía tratando como a un bebé y no permitía que ningún miedo me rozara. Para eso estaba ella, para interponerse entre mi miedo y yo. Entre cualquier barranco de la vida y yo. Así, cuando teníamos que ir a la gran avenida, dábamos un larguísimo rodeo para que yo no tuviera que acercarme ¡ni de lejos! a mi pequeño abismo. Lo cierto es que a ninguna de las dos se le ocurrió darme la mano y cruzar el barranco conmigo. A ninguna de las dos se le ocurrió reconocer mi miedo y acompañarlo.
Los duelos son esos barrancos que nos sorprenden en el camino de la vida y que dan vértigo. Barrancos que, nos guste o no, tendremos que atravesar para continuar el recorrido. Negarnos a pasar por ellos, no nos salvará del barranco, sino que nos detendrá en su orilla. Atravesar ese terreno escarpado y bordear el precipicio no es agradable, a nadie le gusta, pero la alternativa es quedarnos paralizados. Puede que hagamos grandes esfuerzos, puede que pongamos todo nuestro empeño con tal de no atravesarlo, pero si no avanzamos, es como si estuviéramos pedaleando y pedaleando sobre una bicicleta estática: ¡sudaremos mucho, pero no llegaremos a ninguna parte!
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