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Carlos Llano Cifuentes - La amistad en la empresa

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  • Libro:
    La amistad en la empresa
  • Autor:
  • Editor:
    Fondo de Cultura Económica
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  • Año:
    2014
  • Ciudad:
    México D.F.
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La amistad en la empresa: resumen, descripción y anotación

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SECCIÓN DE OBRAS DE ADMINISTRACIÓN LA AMISTAD EN LA EMPRESA CARLOS LLANO - photo 1

SECCIÓN DE OBRAS DE ADMINISTRACIÓN


LA AMISTAD EN LA EMPRESA

CARLOS LLANO CIFUENTES
LA AMISTAD
EN LA EMPRESA
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA INSTITUTO PANAMERICANO DE ALTA ADMINISTRACIÓN DE - photo 2

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

INSTITUTO PANAMERICANO
DE ALTA ADMINISTRACIÓN DE EMPRESA

Primera edición, 2000
Cuarta reimpresión, 2014
Primera edición electrónica, 2014

D. R. © 2000, Sociedad Panamericana de Estudios Empresariales, A. C.
Clavería núm. 20, Col. Floresta; 02080 México, D. F.

D. R. © 2000, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.
Empresa certificada ISO 9001:2008

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ISBN 978-607-16-2144-3 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

I. LA RACIONALIZACIÓN DE LA EMPRESA

I.1. R ACIONALISMO RADICAL

Hablando de un modo general, las empresas, al comienzo del siglo XX , apostaban las cartas de su eficacia a la aplicación en ellas de los sistemas racionales. Eficacia y racionalidad guardaban —se suponía— una proporción directa. Cuanto más racional —calculado, previsto y diseñado— fuera el funcionamiento de la empresa se obtendrían resultados tangibles o cuantitativamente superiores, y, junto con ello, esos resultados serían más claros: vale decir, más racionales.

Esto guardaba un motivo explicable y a su vez razonable. Gran parte de las empresas entonces establecidas habían tenido un origen familiar, y muchas de ellas conservaban las relaciones familiares como estigma de origen: la racionalización aspiraba a expulsar de sí los aspectos sentimentales propios de las relaciones familiares e impropios de la dureza de los negocios. El hombre de negocios, precisamente, era aquel que actuaba con frialdad de cabeza (hombre de postura rígida y mandíbula cuadrada) y aplicaba sin contemplaciones aquellos sistemas racionales, dentro de los cuales toda empresa verdadera debería actuar si quería hacerlo científicamente. Se acuñó muy pronto una expresión efímeramente clásica, valga la paradoja: administración científica de la empresa.

En efecto, se habían infiltrado en la empresa, hasta constituirse en su vértebra principal, relaciones que no eran propias de su ámbito, sino que se habían trasladado sin traducción de la esfera familiar. En otro estudio hemos analizado los principales efectos —positivos y negativos— de ese traslado.

Por una parte, el ambiente familiar representaba la cuna de dos cualidades asociativas imprescindibles en toda organización, al punto de que puede decirse que la familia es la organización primigenia en la que toda otra debería inspirarse (sin imitarse sin discernimiento, como de hecho ocurrió entonces). Estas dos cualidades podrían resumirse así: la identificación de objetivos y la comunicación estrecha y permanente.

Junto con estas dos notas valiosísimas e imprescindibles en todo grupo asociado, tuvo lugar, sin embargo, un fenómeno que fue origen de complejísimos problemas: la confusión entre las relaciones propiamente familiares y las relaciones propias de organización, e incluso mercantiles.

El orden jerárquico familiar —padre, madre y hermanos— fue la base del orden de autoridad en la empresa, en la que llegó a contarse como válido principio de mando, no ya el mérito, capacidad y esfuerzo de los interesados, sino algo tan ajeno a la cuestión como la propia edad de los hijos, especialmente la del hijo mayor.

En el orden puramente mercantil, el patrimonio familiar se mezclaba sin límites con el capital de la empresa, con la consiguiente falta de discernimiento entre lo que eran inversiones de capital y créditos o préstamos aportados. Se confundían también, y aún se confunden en las empresas propiamente familiares actuales, los dividendos o utilidades del negocio con las necesidades de la familia. En un momento inadvertido, el capitalista o acreedor se convertía en sujeto de deuda.

Lo mismo sucedía en otros aspectos en los que indudablemente se requeriría con apremio una racionalización: en algunos momentos, la familia se constituía en cliente consumidor de los productos o servicios de la empresa, y en otros se transformaba en proveedor. El edificio mismo familiar y las construcciones de la empresa se encogían o ampliaban al tenor de las circunstancias.

Todo ello implicaba una confusión numérica que llevaba, sin poderlo evitar, al desastre e impedía toda clarificación contable: se mezclaban los flujos económicos entre capital e intereses, compra y venta, propietario e inquilino, etcétera.

Quizá la confusión mayor entre los flujos económicos y el rendimiento material del trabajo se daba —y aún se da— en dos niveles decisivos: a) la mezcla entre la percepción de un salario normal y el reparto de utilidades; muchas veces se consideraban como beneficios de la empresa volúmenes monetarios que tenían su origen en ahorros salariales objetivamente irracionales, de modo que el negocio parecía ganar lo que los gestores perdían si hubiesen dedicado su esfuerzo a otras organizaciones de las que no fueran los propietarios, y b) la confusión entre las percepciones salariales de los integrantes de la familia y las necesidades que éstos tuvieran con independencia de los rendimientos laborales. En cambio, en otras ocasiones, por fuerza de la misma confusión, los salarios resultaban mucho más reducidos que los correspondientes a los parámetros objetivos de un mercado análogo con base en el principio de que los asalariados, aparentemente ahora en perjuicio, eran en último término los dueños actuales o potenciales del negocio mismo, de modo que lo no recibido hoy en forma de sueldo se recibiría mañana como capital.

Además de estas cuestiones sociales relativas a la empresa y la familia, en las relaciones mercantiles de los negocios familiares se daban también adherencias afectivas procedentes de los lazos de sangre, que no por naturaleza son siempre funcionales e inteligentes. Se daban preferencias y rechazos amplificados por la lente de las relaciones familiares, en las que es particularmente necesaria la racionalidad objetiva. Veremos, en efecto, en el capítulo III que las relaciones más propias entre las personas no son las relaciones de afecto; aunque no siempre sean perjudiciales, entrañan una divergencia práctica disfuncional.

Tal estado de cosas, obviamente inaceptable, fue la causa de la llamada racionalización, consistente, sobre todo, en definir los flujos económicos con baremos propiamente mercantiles y en determinar los ámbitos y deberes de trabajo con criterios de organización, y no familiares.

Este racionalismo, sin embargo, pecó de radical por varias causas. La primera de ellas, y la más obvia, al arrancar de la empresa las corruptelas introducidas por razones familiares se extirparon asimismo aquellas dos notas imprescindibles, dijimos, para toda organización por primitiva que fuese (y la familia lo era): la identificación de los objetivos y la intimidad de la comunicación.

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